Nos sentamos de buena mañana frente al ordenador. Expresamos una opinión en una red social. Al rato, un tipo escribe discrepando. Le dedicamos, llenos de ira, un mensaje que concluye con un “Vete a la mierda, imbécil”. Luego lo bloqueamos para siempre y vamos a la cocina a remover las lentejas. A los dos minutos nos hemos olvidado de ello y chateamos con un amigo; escribimos “jajaja” varias veces, aunque ni siquiera movemos los labios.
"¿Nos hemos vuelto gilipollas o algo parecido?, como decía Martin McFly en 'Regreso al Futuro', ¿o tiene todo esto alguna explicación?
El extraño y a veces desagradable comportamiento que dispensamos a los otros en las redes sociales se ha analizado desde diversas perspectivas. Por lo común, suele aludirse alternativamente al criterio generacional y al criterio moral: los tiempos cambian, las nuevas generaciones son así y nosotros también cambiamos; cada vez nos molesta más que nos lleven la contraria, nos infantilizamos, somos más impulsivos, más irracionales y más caprichosos. Y además el anonimato dispara los malos comportamientos.
Lo problemático de estos diagnósticos consiste en que no pueden comprobarse de ningún modo. ¿Cómo se mide científicamente el grado de inmadurez de una sociedad? ¿Por qué las nuevas generaciones “son así” y no de otra manera? ¿Qué relación hay entre el infantilismo y el uso de las redes sociales como altavoz de las propias ideas? Tres preguntas nada fáciles que terminan generando a su vez nuevas cuestiones, en un proceso quizá interminable y muy productivo para los filósofos y los sociólogos, pero poco sólido para el resto de los mortales.
En cuanto al anonimato, cualquiera que haya dedicado tiempo a moverse por las redes sabe que gente con nombre, apellidos y fotos reales puede ser a veces muchísimo más grosera, burra y desagradable que decenas de usuarios anónimos.
Por ello, quiero ofrecer aquí una respuesta diferente sin excluir a las anteriores. No se tratará de una respuesta ambiciosa, pero sí basada al menos en las propias condiciones de las redes sociales como instrumento de comunicación. Empezaremos invirtiendo el punto de partida. En vez de preguntarnos cómo nos comportamos en las redes, la cuestión será: “¿y cómo nos comportamos fuera de ellas?”.
El lingüista Agustín García Calvo solía decir: “No usamos el lenguaje, el lenguaje nos usa a nosotros”. Parece una exageración, pero describe bien la realidad. El lenguaje y sus mecanismos, como el Derecho o el aire, nos resultan invisibles, pero siempre están ahí por encima de nosotros y no nos dejan casi opción.
El modo en que interactuamos verbalmente con las demás personas, aunque no nos demos cuenta, cambia en función de muchas variables sociales interdependientes; y lo reproducimos de manera adquirida, inconsciente y automática.
Una de las variables sociolingüística clásicas proviene de cómo nos relacionamos con los otros según un eje simétrico o asimétrico de poder o de solidaridad del que surgen cuatro comportamientos verbales diferentes. Se representa así:
El eje de PODER alude a la autoridad que nuestro receptor posee con respecto a nosotros; el de SOLIDARIDAD, a la confianza personal que nos une.
No nos dirigimos igual a un desconocido con autoridad (un policía) que a uno sin autoridad (un vecino nuevo al que saludamos en el ascensor); o a un conocido con autoridad (un adolescente a su madre) que sin autoridad (esa mismo adolescente a su mejor amigo). Piense el lector en cómo se expresaría en cada caso, cuáles son las pautas y los límites. No le costará ni un segundo encajar las siguientes frases en cada una de las situaciones que acabo de exponer:
a) Pero mira que eres 'cabrón', ¿eh?
b) Si usted lo considera, le daré mi DNI
c) No me parece justo que deba volver tan pronto a casa
d) Parece que hoy hará mal tiempo
Ahora trastoque los receptores e imagine que a) se dirige al policía, b) a la madre y c) al vecino nuevo. El desajuste resulta considerable y las consecuencias de ello para la correcta interacción, evidentes. Aparte de esto, otra constante comunicativa la constituye la necesidad de salvaguardar la propia imagen a través de la “cortesía” (así la llaman los lingüistas).
Como siempre queremos que nos quieran -o que no piensen que somos unas ratas egoístas y ruines-, usamos estrategias diversas para satisfacer o imponer los propios deseos sin resultar groseros. Nos encontramos, por ejemplo, visitando por compromiso a una pareja de conocidos que no nos agradan especialmente. En vez de levantarnos y decir: “Me voy ya, porque esto no hay Dios que lo soporte”, lo normal consiste en balbucear un “Bueno, bastante tiempo os he robado; me marcho ya y espero veros otro día”. Obsérvese que, a la inversa, para echarnos de una casa, también funciona.
Tampoco nos gusta discutir de manera innecesaria: verbal y emocionalmente, evitamos el conflicto siempre que podemos. Estamos en medio de una cena, por ejemplo, y uno de los invitados esgrime unas ideas políticas en los antípodas de las nuestras. Aunque por dentro estemos pensando “¡Es un auténtico fascista!”, lo más seguro es que digamos calmadamente: “Bueno, respeto su opinión, pero algunas personas piensan que tal vez castrar a los pelirrojos no sea la solución más adecuada”. Otro atenuante de este tipo consiste en incluir al oyente que nos irrita en un grupo simbólico compartido: “Te estás poniendo cabezón y eres muy bruto, pero te lo perdono porque los del Atleti somos así de cabezones”. De nuevo, el objetivo es eludir la disputa.
Además, alteramos los elementos lingüísticos de la interacción según el sexo, la edad y la clase social del oyente. No siempre, por supuesto; pero ocurre. E influyen también factores contextuales muy diversos, tales como:
1) La circunstancia social en que estemos (no es lo mismo un funeral que una despedida de soltero)
2) La comunicación no verbal que recibimos por parte de nuestro oyente (una sonrisa o un gesto de antipatía afectan al devenir de nuestro discurso)
3) La distancia que se desea establecer (no tratamos igual a quien deseamos agradar que a quien nos importa un pito).
Por pasmoso que parezca, todos los factores expuestos (eje de poder y solidaridad, deseo de no resultar grosero, deseo de que la conversación resulte agradable, edad, sexo, clase, circunstancia social, datos no verbales y distancia) influyen a la vez sobre nuestra manera de hablar y de comportarnos; y nosotros, sin percatarnos de ello, nos adecuamos a todos ellos a cada instante.
Cabría añadir las variantes más concretas e individuales, porque no hablamos exactamente igual con nuestro amigo Luis (serio y callado) que con nuestro amigo Alberto (más animoso y parlanchín). Incluso con nuestros propios padres solemos comunicarnos de modo ligeramente distinto.
Para acabar de extenuar al lector, le insto a que considere además el papel fundamental que desempeña la entonación (irónica, burlesca, solemne, hiperbólica, lenta, rápida…) en las conversaciones cara a cara.
¿Cuántos modos de hablar con los demás tenemos? No infinitos, desde luego, pero potencialmente elevadísimos. Preste usted atención a sus propios discursos: verá como a lo largo del día parece hablar por boca de distintas personas.
Si se ha asimilado bien todo esto, pasemos por fin a la explicación sobre las redes.
Respondida la pregunta de “¿cómo nos comportamos fuera de las redes?” podemos contestar a la de “¿por qué en las redes nos compartamos así de absurdamente? Pues bien: las redes sociales imponen desde el principio una ausencia efectiva y total de factores lingüístico-sociales.
Porque en esa selva digital de avatares falsos, nombres extraños y textos ilimitados, el eje de poder y solidaridad se reduce a uno: el caso del vecino nuevo (ni poder, ni solidaridad). El deseo de agradar, en esa inmensidad de gentes, se esfuma. No nos preocupa la mirada del otro, porque ni siquiera lo vemos. No tenemos una imagen que mantener, porque no hace falta que nos quieran (es fácil hacer desaparecer de nuestras redes a aquellos que nos miran con malos ojos). La edad, el sexo y la clase no solo se pueden ocultar, sino que ni siquiera resultan relevantes. No hay ningún contexto circunstancial evidente, más allá de nuestro ordenador y nuestro cuarto. No hace falta mantener la respetuosa distancia con nadie. Y las entonaciones de la voz, con todo lo que aportan, se desvanecen en el vacío.
Las redes sociales son la negación de todo lo sociolingüístico, de todo lo contextual, de toda la inmediatez física. Desvinculan a sus usuarios de sus rasgos personales y los convierten recíprocamente en un hatajo de letras o fotos amontonadas en una pantalla.
Normal entonces que haya quien no tenga reparos en llamar “hijo de puta” a lo que inconscientemente se percibe como un objeto, como un mero texto más. No insulta a una persona, insulta al cacharro electrónico que le irrita porque le quita la razón.
También así se explica en gran parte (aunque sería motivo de otro artículo) la facilidad con que ofende el humor en estos tiempos. En la vida real, nadie contaría un chiste sobre enfermos de cáncer a un desconocido en un hospital oncológico. Gracias a Internet, un desconocido con cáncer puede leer, en su cama de un hospital oncológico, un chiste ofensivo que un usuario de Twitter escribió borracho dos meses atrás. Sin límites ni barreras espaciales o temporales, todo puede descontextualizarse lo bastante como para que moleste personalmente.
Esto no significa que casi toda la gente que use Internet y sus redes sea desagradable o carezca de sentido del humor, obviamente; la experiencia indica que hay en ellas mucha gente educadísima, encantadora y divertida (son mayoría, incluso). Pero sí explica de modo satisfactorio por qué quien hace el patán en las redes se comporta como cabría esperar que se comportara quien no respeta las reglas más elementales de la interacción social. Como si hubiesen desaparecido de golpe todas las indicaciones sobre cómo y a quién proyectarle una buena imagen para permitir que la conversación fluya. Pero es que, de hecho, todas las indicaciones han desaparecido.
El ser humano cambia poco o nada; la sociedad, por el contrario, puede cambiar muy deprisa. Esta falta digital de factores sociolingüísticos ha generado a su vez otras normas y otros factores exclusivos de lo virtual; los usuarios de ciertas redes, como Twitter o Facebook, desarrollan entre ellos protocolos inconscientes para que el trato fluya y la imagen sea positiva. Al mismo tiempo, una nueva generación del mundo real ha pasado ya más tiempo relacionándose a través del móvil y de las redes que cara a cara. Y hay quienes se quejan de que esta generación no se sabe desenvolver en la vida real con la soltura o la educación de las generaciones anteriores. Tiene sentido que así sea. Porque no han adquirido las suficientes destrezas sociales.
No se sabe, como dice Ferlosio, si los tiempos cambian o los cambios tiempan. En cualquier caso, no debemos perder nunca de vista que somos animales parlanchines y que eso nos determina, porque construimos nuestra identidad y nuestras opiniones del mundo a través de los demás. Todo intento de entender qué nos está pasando con las nuevas tecnologías debe partir de cómo nos comunicamos entre nosotros. A partir de ahí, las preguntas se disparan.
¿Cuántas grescas digitales se hubieran evitado en un contexto real? ¿Cómo son en su vida verdadera las personas con las cuales interactuamos en Internet? ¿Qué imagen proyectamos en las redes nosotros mismos? ¿Qué emociones mostramos por Internet que en otros sitios controlaríamos? ¿De dónde proviene ese placer súbito y narcisista de corto alcance conocido como “zasca”? ¿Y cómo se comportan los miembros de un grupo (o de un partido político cuando) la comunicación está así de descontextualizada? ¿Qué relación hay entre estas cuestiones y la existencia de los denominados “trolls”?
Y, sobre todo, ¿se ha dado usted cuenta de que la palabra “tacto”, en el sentido de “prudencia para actuar en sociedad” casi ha desaparecido por completo del vocabulario?