Derrocaron el severísimo "la letra con sangre entra" de la cruda posguerra para instaurar el dulce “mi mamá me mima”; y así, de una forma amena y divertida, enseñaron a escribir a toda una generación de niños españoles, aquellos que crecieron en los sesenta y setenta; y, después, a sus hijos y sus nietos. Los cuadernos Rubio, una de las primeras imágenes que los uppers tenemos de nuestra infancia, adiestraban en caligrafía, el arte de escribir con letra bella y correctamente formada: sus páginas estaban compuestas de líneas de doble renglón, que nos servían de guías para trazar, sin salirnos ni torcernos, las letras del abecedario y palabas sencillas. Tan solo había que copiar las muestras que incluía, tanto de las letras sueltas como de frases simpáticas (“el perro y el gato riñen”), delineadas con gracia infantil pero no por ello menos diáfanas.
Sin caer en el tópico de que cualquier tiempo pasado fue mejor, lo cierto es que la edad de oro de estos cuadernos coincidió con aquella en que las cosas se hacían sin prisas y con esmero (despacito y buena letra…). Tener una letra bonita sigue siendo importante, pero antaño era prácticamente esencial: por entonces, las formas se cuidaban.
Escribir veinte veces la “n” en una página no lo veíamos como un suplicio, sino como algo entretenido, y hasta divertido, si entre letra y letra nos deleitábamos con los dibujos de animales y de la naturaleza que ilustraban los márgenes. Efectivamente, todos terminábamos escribiendo muy parecido, pero ya habría tiempo de que cada uno imprimiera su estilo personal. Y si no, que se lo pregunten a los médicos…
Lo más curioso es que, mientras otros símbolos de aquellos maravillosos años acabaron desapareciendo, los cuadernos Rubio siguen existiendo. Docentes entregados y padres preocupados continúan recurriendo a ellos para mejorar la caligrafía de los niños.
El señor que da nombre a estos cuadernos no era otro que Ramón Rubio (1924-2001), un tarraconense que creció en Geldo (Castellón), que estudió para profesor mercantil y que trabajaba por las mañanas en el Banco Aragón de Valencia; para ocupar las tardes, abrió la Academia Rubio, a fin de impartir conocimientos de cálculo y contabilidad, ante la creciente demanda de empleo. “Sus clases se llenaban de gente, había hasta por los pasillos”, recuerda su hijo Enrique Rubio (64), actual director general de la empresa. “Lo explicaba todo muy bien; hacía fácil lo difícil”. Ramón creó unas fichas para sus pupilos, que pronto, en 1959, transformó en cuadernillos de matemáticas, y poco después, en 1962, de caligrafía.
“En aquellos días, la caligrafía debía ser adornada, se escribía con plumilla y era casi una tarjeta de visita. A la hora de buscar un puesto de trabajo, el tener una caligrafía bonita era fundamental. Por otro lado, no había calculadoras: todas las operaciones aritméticas se hacían a mano”, explica Enrique Rubio.
La historia de cómo la idea de un humilde emprendedor llegó a ser herramienta imprescindible en colegios resulta sorprendente. Al poco de comenzar su actividad, Ramón Rubio se percató de la dificultad para mantenerla: solo disponía de los veranos para crear los cuadernos y visitar colegios para venderlos, sin grandes resultados. Estaba a punto de cerrar la empresa cuando aceptó la propuesta de un comercial que se ofreció a llevar a cabo esa parte ingrata del trabajo; pero en vez de llevar los cuadernos a los colegios, el distribuidor los introdujo en papelerías, con inusitado éxito.
Durante un tiempo, el fundador fue ajeno a este hecho, y el rastro del comercial se perdió con las ganancias obtenidas en las papelerías: unas 200.000 pesetas de los primeros años sesenta. De pronto, y dado que en la parte de atrás de los cuadernos aparecía la dirección de la empresa, a Rubio empezaron a lloverle pedidos de las papelerías: sus productos se habían agotado. “Me contaba mi padre que estuvo buscando a ese hombre, pero para darle las gracias. A lo mejor, si hubiera seguido intentando venderlos por los colegios, no habríamos obtenido esa acogida. Aquel tipo era un caradura, pero inteligente”, bromea Enrique.
Más tarde fueron los profesores quienes, al ver lo bien que escribían los niños que practicaban con los cuadernos Rubio, empezaron a recomendarlos como complemento a sus lecciones. “Había necesidad de escribir bien y eran cuadernos muy económicos”, apunta Enrique como claves de su éxito.
Hubo años en que Rubio imprimió hasta 15 millones de cuadernos. Pero en 1994, Ramón Rubio sufrió un derrame cerebral, que le dejó secuelas, por lo que su hijo Enrique, que había estudiado Económicas, tomó de buen grado el relevo. Y eso que él, de pequeño, había querido ser médico. “Mi padre me dijo: ‘No te preocupes. Estudia Económicas, y como aquí vas a tener tiempo libre, luego puedes hacer Medicina’. No pude hacer Medicina, porque enseguida tuve que hacerme cargo de la empresa, y con gusto: es un legado familiar. Hay mucho cariño por medio”, dice Enrique. Desde hace tres años, Luis Rubio, hijo de Enrique, ejerce la subdirección de la empresa, que ya va por su tercera generación.
Pero cuando cogió las riendas, los cuadernos ya no se vendían tanto como antes. Habían caído en el olvido. “Cuando me decían: ‘¿Los cuadernos Rubio todavía siguen?’, me sentaba fatal”, reconoce Enrique. Habían surgido otras editoriales que los imprimían, su padre había introducido tintas de color, por lo que la identidad de marca, en cierto modo, de aquellos icónicos cuadernos verdes y amarillos se había perdido, y, por último, los conceptos que ilustraban las páginas habían quedado obsoletos (hablar de comer caramelos empezaba a estar mal visto: los dulces se consideraban poco saludables).
Enrique pensó: “O hacemos algo o morimos”. Recuperó los colores originales y adaptó los contenidos para que fueran acordes con la sensibilidad social del momento. Además, diversificó las ediciones: en la actualidad, y aparte de sus famosos cuadernos de caligrafía y aritmética, Rubio edita cuentos, cuadernos de lettering y hasta packs dedicados a entrenar a niños con trastornos cognitivos y para estimular la memoria en personas mayores. En 2022, se vendieron más de 2,5 millones de unidades, por los que la empresa facturó 3,2 millones de euros.
Se dice, sin embargo, que llegará un día, no muy lejano, en que todos dejaremos de escribir a mano, y aprender a hacerlo carecerá de sentido. De hecho, ya apenas se redactan cartas manuscritas y hasta las listas de la compra se confeccionan con una app del móvil. “Llegó a perderse el gusto por la caligrafía, pero desde hace unos años los profesores vuelven a prescribirla. Los niños empiezan a hacer ejercicios de caligrafía creativa o lettering, donde se vuelve a cuidar la caligrafía. La están recomendando los neurólogos. ¿El futuro? A corto plazo el papel va a seguir, pero a largo plazo… Al menos nos estamos dando cuenta de los peligros de las pantallas y espero que pronto lleguemos a un término medio, en el que convivan la tecnología y la escritura a mano”.