Mi primera exposición a los 54: “Ahora puedo decir que es mi profesión, no solo un hobby”
Decidieron que había llegado el momento de convertir la afición de toda una vida en algo más.
“Quiero que haya continuidad. Voy a seguir. Tengo mucha ilusión y esto me apasiona”, declara la orensana Cristina Roo (55).
“Me siento superrealizada y feliz”, asegura Margarita de la Vega (63), pintora sevillana afincada en Vigo.
En enero de 2023, el Espacio de Arte Roberto Verino de Ourense acogió la primera exposición de la artista Cristina Roo. Los lienzos, de estilo figurativo, mostraban a diferentes personas, solas o acompañadas, cobijadas bajo paraguas que les tapaban el rostro mientras cruzaban un paso de peatones. La inauguración fue un éxito: varios periódicos locales se hicieron eco de la muestra. Hasta aquí, nada que no ocurra todas las semanas en cualquier punto del país. Lo llamativo es que Cristina Roo, la novel artista, debutaba con 54 años.
Nunca es tarde para hacer realidad un sueño. Con más razón si el sueño guarda relación con la pintura, un arte para el que no hay edad y que con el paso del tiempo y la práctica continuada se depura. El propio Paul Cézanne, maestro posimpresionista, montó su primera exposición individual a los 56 años. Llega un momento en la vida en que algo dentro de nosotros hace clic y sentimos que es hora de llevar esa pasión a otro nivel. No es fácil convencer a un galerista de que una obra merece ser expuesta, pero con paciencia, determinación y esfuerzo puede conseguirse.
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La exposición que cambió su vida
Aquella exposición cambió la vida de Cristina Roo, que ahora tiene 55 años. Tras la buena acogida de Desde mi ventana veo llover —así se titulaba esa serie inicial, de sesenta obras—, la han llamado de otras salas de exhibiciones. Para una de ellas creó otra serie, bautizada Un paso detrás de otro. “La primera exposición me dio a conocer”, dice. “En el plano personal, me ayudó a superar el reto de hablar en público y conceder entrevistas, algo totalmente ajeno a mí. Supone seguir aprendiendo y creciendo en todos los aspectos”. En Instagram, los encargos se han multiplicado, sobre todo de ilustraciones, modalidad que también aborda. “Gustan mucho entre los jóvenes. Son asequibles de precio y me las piden para regalar a amigos”.
Cristina Roo pinta y dibuja desde niña; cuando fue algo más mayor, asistió a clases en una academia para aprender las técnicas. Sus primeros cuadros, retratos en su mayoría, los regalaba a familiares. Cuando terminó el Bachillerato, sopesó estudiar Bellas Artes, pero lo desestimó. “Para mí la pintura era una afición, un refugio, y preferí que se quedara como algo mío, íntimo”, explica. Se matriculó en Ciencias Empresariales, aunque al poco se casó, tuvo dos hijas y abandonó su carrera profesional para dedicarse a su familia.
Pero la pintura seguía ocupando espacio destacado en su día a día. Pese a que la mantenía como mera afición a la que se aplicaba en sus ratos libres, aceptaba todos los encargos de personas de su entorno “para coger experiencia”. Del arte figurativo pronto pasó al abstracto. “Me encantaba salir de mi zona de confort”, dice. En este tipo de pintura encontró una forma de expresión con la que sintonizó enseguida. “Se plasma mucha emoción y llegas a conectar mucho con el cuadro. Se genera un diálogo entre la obra y tú”, señala. En los últimos años antes de afrontar el gran desafío dio prioridad a la abstracción.
Por fin, en 2016, cuando sus hijas, ya mayores, se fueron a estudiar al extranjero, se dio cuenta de que disponía de más tiempo para la pintura. “Tenía pendiente ese proyecto personal, que había dejado en pausa”, dice. “Pensé que lo mejor que podía hacer era darme a conocer. Me dije: ‘Es mi profesión, ya no solo mi hobby’. En mi entorno me animaban, pero quien debía dar el paso era yo. Me sentía segura y lo quise hacer”.
“No te lo ponen fácil”
Aunque sus obras más recientes eran abstractas, decidió que la pintura figurativa resultaba más indicada para abrirse camino. Había otra razón: “Quería darle su lugar, porque era el estilo con el que había empezado. Pensé: ‘Es la primera exposición que debía haber hecho si me hubiera decidido años atrás”. Y así desarrolló la idea de Desde mi ventana veo llover. Cámara en mano, fotografiaba desde su estudio a las personas que cruzaban el paso de cebra que atisbaba a través del cristal. Posteriormente, plasmaba en lienzo lo que habían captado las fotografías. En 2019, la serie estaba completa.
Inició entonces el proceso de contactar con galerias y centros culturales para tratar de convencer a sus responsables de que sus cuadros tenían la calidad suficiente como para colgar de sus paredes. Fue una tarea ardua y no siempre grata por algunas reacciones que su propuesta despertaba. “Veían que yo era una persona de cierta edad y me decían: ‘Ah, así que ahora te ha dado por ahí’. Yo no era conocida. No te lo ponen fácil. En una ocasión me dijeron que no sin haber visto los cuadros, lo que me sorprendió”. En su periplo fue a dar con la persona que selecciona a los artistas para el Espacio de Arte de Roberto Verino. “Fue superhalagadora y me animó bastante”. Y se arregló la exposición.
La experiencia fue de lo más enriquecedora para Cristina, que vio cómo sus cuadros gustaban a los visitantes. Son, de hecho, obras muy originales y cargadas de significado: reflejan algo tan gallego como la lluvia e invitan a adivinar, a través de los andares y la ropa, cómo es esa persona anónima que se cubre bajo el paraguas. Es una serie plural: aparecen mujeres, hombres, jóvenes, mayores… Algunos de los retratrados, vecinos del barrio, se han reconocido en un lienzo y lo han comprado. “Otros me dicen: ‘Avísame, y paso por allí para que me pintes”, comenta Cristina orgullosa.
Aquel 9 de enero de 2023, fecha de la inauguración, es un día que Cristina Roo jamás olvidará. “Lo viví con muchísima alegría. Estuve todeada de gente cercana que quiso acompañarme en la ilusión de ver mi sueño cumplido. Fue una experiencia muy bonita y emocionante”. El propio Roberto Verino estuvo presente en el acto. Durante el tiempo que duró la exposición se vendieron varios cuadros, cuyo precio variaba de los 2.000 euros de los óleos grandes y los 700 de los pequeños a los 400 de las acuarelas. “Lo que más valoro es el haberme dado a conocer”, dice. “Quiero que haya continuidad. Voy a seguir. Tengo mucha ilusión y esto me apasiona”.
Una exposición solidaria
En la trayectoria tardía —profesionalmente, porque ha pintado toda su vida— de Margarita de la Vega confluyen dos de las cosas que más la motivan: el espíritu humanitario y el arte. En septiembre de 2018, cuando tenía 58 años, su serie titulada La mirada de África se presentó en la galería Apo’strophe Arte de Vigo. Era también su primera exposición. Tenía un marcado carácter solidario, no solo por la temática de los cuadros (que mostraban rostros de niños africanos con desnutrición y de sus afligidas madres), sino porque la mitad de la recaudación se destinó a ACNUR.
“Nunca pensé que iba a hacer una exposición”, reconoce. Surgió a raíz de conocer al director de ACNUR en España en una cena benéfica. Sensible a los problemas sociales, más si cabe a los que afectan a la infancia, Marga quedó fuertemente impactada por unas fotografías que el activista le enseñó. “Fue una sacudida bestial”, describe. “Sobre todo la imagen de una madre con una sola lágrima que le resbala por la mejilla. Siempre he estado muy comprometida con la gente que sufre, y lo que pasan los niños de África y sus madres me parece una aberración”.
Nacida en Osuna (Sevilla), Marga, que ahora tiene 63 años, vive en Galicia desde la década de los noventa. Su don para la pintura se manifestó a una edad muy temprana, pero en su juventud dio prioridad a sus estudios de Filología Inglesa y, posteriormente, a algunos trabajos, como el que desempeñó en la editorial SM como redactora de revistas para niños y adolescentes. Se casó con un farmacéutico, y excepto cuando le echaba una mano en la botica, su casa y el cuidado su hijo concentraron toda su atención.
En sus horas de ocio seguía pintando cuadros que, una vez terminados, repartía entre conocidos. Cuando su hijo le hizo abuela, se enfrascó en decorar con frescos la habitación de su nieto. Experimentó entonces con más brío la pulsión creativa, y se apuntó a un taller para saber de mezclas, materiales y veladuras. “Pero quería probar por mi cuenta”, explica. “Me encerré en casa y me dije: ‘¿Sabes qué? Que me voy a poner a pintar”. Las fotos que le habían mostrado de los niños africanos y sus madres habían llegado ya a sus manos y consideró que no había mejor contenido para elaborar su primera serie. Asidua visitante a la galería Apo’strophe, conocía a Sara Pérez Bello, su directora. Sara le preguntó: “¿Quieres exponer?”. Y le ofreció su espacio para acoger los cuadros de La mirada de África.
Las obras de la serie poseen la doble facultad de turbar y deleitar a la vez, pues si el aspecto de las personas retratadas da clara idea de sus penurias, lo que puede producir congoja, Marga se las arregló para encontrar un punto de belleza en formas y colores. “Quería que la gente se llevara a casa imágenes bonitas aparte de lo que significaban”, apunta. “La idea no era tanto denunciar una situación como ayudar a que el espectador sepa que existe esa realidad”. En vísperas de la apertura, no estaba del todo segura de que el público llegara a apreciar esa belleza. “¿Se va a emocinar con esto?”, se preguntaba.
Y tanto que se emocionó. “Fue tan raro que a la gente le gustara lo que había pintado… Me chocó muchísimo, y a la par me gustó tanto que la gente saliera diciendo: ‘Marga, la mirada de los niños me ha llegado al corazón’, que fue lo que más me alegró de todo”. Tampoco ella se libró de la emoción. Llevaba un discurso preparado, pero, tras agradecer la presencia a las autoridades (el alcalde de Vigo, la presidenta de la Diputación, el concejal de Cultura), se guardó el papelito y dijo: “Esto lo he hecho porque me ha salido del alma. Si les produce la mitad de sentimiento que tuve yo cuando vi las fotos, me doy por satisfecha”. Cuando empezó a explicar detalles de los cuadros, se le saltaban las lágrimas. “Hubo un momento que tuve que parar”.
Los asistentes la ovacionaron cuando anunció que prefería que el dinero previsto para el ágape posterior se destinara a los proyectos de la ONG. Su hijo estaba exultante. “Nunca se imaginó que su madre iba a llegar un día a exponer”. Su nieto, que tenía entonces cinco años, no quería que Marga vendiera los cuadros. “Decía que quería verlos cuando viniera a mi casa”. Después de aquello, intensificó su actividad pictórica. “Antes la tenía como hobby, igual que iba a pilates, pero a partir de esa exposición comencé a pintar con más asiduidad”.
Más adelante resolvió iniciar otra serie, dedicada a tribus en peligro de extinción. Su hijo se llevó varios de sus cuadros a Francia, donde reside, y, al verlos, unos amigos le hablaron de la Fundación Blachère, en Bonnieux (cerca de Aviñón y Arlés), que ayuda a artistas africanos. En poco tiempo, Marga expuso en el museo de ese centro algunas obras de la nueva serie. “Ahora donde más vendo es en Francia”, explica. “Sin exponer: cuando termino un cuadro, le envío una foto a mi hijo, la enseña y enseguida alguien lo compra”.
En la actualidad trabaja en veladuras de color en óleo de figuras humanas, sobre todo de mujeres en posturas que expresan humanidad o misterio. “Pinto cosas que me llaman y que siento”, subraya. En la edad madura, su vida es más rica y plena que nunca gracias a los pinceles. “Me pongo a pintar y no me acuerdo ni de la hora de comer. Me siento superrealizada y feliz”.