Fran Lebowitz representa todo lo contrario a lo que dictan los tiempos: una intelectujal que defiende ser improductiva, reniega de smartphones y viste siempre igual. Ella y Martin Scorsese se conocen desde hace más de 50 años y, aunque ninguno recuerda exactamente cómo fue el primer encuentro, son muchos los que se han sucedido desde entonces. De esas últimas veces, en la era precoronavirus, nace el documental que el cineasta le dedica a su amiga: Pretend It's A City(Supongamos que Nueva York es una ciudad), Netflix.
Un despliege de conversaciones entre ambos tomando algo, en el teatro respodiendo a preguntas de los espectadores o paseando por una ciudad que ambos entienden de manera única y peculiar y en los que Scorsese se limita a sacar un tema, dejar que Fran hable y soltar grandísimas carcajadas.
No era la primera vez que abordaban esta fórmula. Hace exactamente diez años hicieron juntos el documental Public Speaking. "Me divertí haciéndolo. Me pareció liberador en lo que hace a la narración. Pero básicamente la cuestión es estar cerca de Fran. Me gusta saber lo que piensa, prácticamente todos los días, mientras algo está ocurriendo. Me gustaría un comentario constante… no todo el tiempo sino uno en que pudiera darme un chapuzón y salir en algún momento del día", contaba en la rueda de prensa virtual al hilo del estreno. Y más en estos tiempos. "[Fran] es inagotable: su personalidad, su sabiduría, su brillantez y, sobre todo, su humor. Hace a la gente reír. Es reparadora. La risa es reparadora. Y necesitamos eso ahora", dijo a New York Magazine.
Ese es el efecto que producen los siete capítulos, en los que se suceden los comentarios ácidos y rapidísimos de Lebowitz. La escritora que no publica desde 40 años (Metropolitan Life, en 1978 y Social Studies, en 1981) y que a menudo es etiquetada como una Dorothy Parker contemporánea, no solo ha hecho carrera de ese parón. Ha conseguido erigirse como una artista del comentario y la conversación, llenando teatros y ocupando espacios en programas como el de David Letterman como comentarista de lo cotidiano de una ciudad y una forma de vida moderna cuya deriva no comparte en absoluto. "Un tercio de la gente de Nueva York lleva una esterilla de yoga. Solo por eso, nunca haría yoga. Es terrible. Llevar por ahí una alfombra enrollada es algo que no hago desde la guardería: la llevábamos al colegio porque dormíamos en el suelo. Nueva York era mucho más elegante que eso".
Llegó a la ciudad en los años 70 desde Nueva Yersey y está convencida que no queda un metro cuadrado de la misma que sea igual que entonces, Nueva York está en constante cambio -un cambio que no le agrada en absoluto-. Reacia a usar internet, sigue funcionando como observadora social en sus paseos a pie. Una flaneuse que dice que caminar se ha convertido en una actividad de alto riesgo, esquivando a las personas absortas tecleando sus pantallas o pedaleando sin mirar por donde van. Nada que ver con esos tiempos en los que andaba sin zapatos: "He andado por Nueva York descalza. Lo sorprendente es que siga viva".
Ahora que la ciudad se ha vaciado, muchos locales han cerrado y se ven poco más que mascarillas, Lebowitz sigue saliendo a pasear con su uniforme a base de vaqueros Levis 501, camisa blanca y americana a medida de la sastería Anderson & Sheppard, como detallaba Vanity Fair. Aunque la mascarilla probablemente le dificulte llevar su complemento preferido: un cigarrillo. ("Tus malos hábitos pueden matarte, pero tus buenos hábitos no te salvarán").
Pero y si tanto le cabrea Nueva York, ¿por qué sigue allí? ¿No le gustaría vivir en otro sitio? Esta pregunta le lanzan en uno de los shows-entrevistas que hace con Scorsese en un teatro abarrotado: "La gente a menudo me pregunta por qué sigo aquí. Y contesto: 'De acuerdo, ¿qué otro lugar sugieres?' Si se me ocurriera un sitio mejor ya estaría allí".
Fran, además, es poco amiga de viajar. De todos los lugares con gente, el que más detesta son los aviones. Los comerciales, claro. "No entiendo por qué la gente viaja por placer (...) Cuando estoy en el aeropuerto y veo a gente que se va de vacaciones pienso: '¿Tan horrible es tu vida?'. Es tan horrible que dices: '¿Sabes qué sería divertido? Cojamos a los niños, vayamos al aeropuerto con miles de maletas, hagamos colas, que nos griten unos imbéciles, que lleguemos tarde y vayamos todos apretujados… Y todo eso mejor que nuestra vida real".
Lebowitz ha conseguido lo que parece imposible. Vivir rebelándose contra la productividad. De joven trabajó como limpiadora, taxista y vendiendo cinturones en las calles. Pero pronto se dio cuenta de algo que hoy en día parece impronunciable: "Siempre he odiado mi trabajabo. Siempre pensaba: la semana que viene conseguiré otro mejor, que no odie tanto. En algún momento me di cuenta de que no me gusta trabajar. Preferiría tumbarme en el sofá a leer, pero eso no es una profesión". Y aunque escribir sí le gusta, estos son sus motivos para no seguir haciéndolo: "Me gustaba escribir hasta la primera vez que tuve un encargo para hacerlo por dinero".
"Sé que enfurezco a mucha gente, pero a esas personas les preguntaría: '¿Quién soy yo? ¿Acaso tomo decisiones por ti?' ¡Si no estoy a cargo de nada! Entendería que les molestara si cada vez que digo que algo debería ser de determinada forma yo pudiera cambiarlo… Pero si pudiera cambiarlo la que no estaría enfadada sería yo. La rabia es porque no tengo poder, pero sí muchas opiniones", dice Lebowitz. Sus opiniones, defiende, son formadas y altamente subjetivas. Esto le aconseja a los jóvenes: "Piensa antes de hablar. Lee antes de pensar. Esto te dará algo en lo que pensar que no te hayas inventado. Una buena jugada a cualquier edad, pero sobre todo a los 17 años, cuando corres el peligro de llegar a conclusiones molestas".
Su posición entre una generación de celebridades neyorquinas en peligro de extinción ha contribuido a crear el mito. Estaba en los conciertos de los New York Dolls antes del famoso derrumbe en el Mercer Arts Center, colaboró con Warhol para la revista Interview y alternó con míticos del jazz como Charles Mingus aunque este le sacara 20 años.
Ahora, desde la soledad de su apartamento neoyorquino, recuerda a través de una de esas pantallas que tanto le molestan cómo era verse con su amigo Scorsese sin que esto se convirtiera en actividad de riesgo. Esta Nochevieja se saltaron su tradicional reunión en casa del director de El irlandés o El lobo de Wall Street -donde, por cierto, Fran hace un cameo- para ver clásicos del cine como Vértigo. "Este año llamé a Marty por teléfono. Nos compadecimos por lo mal que nos sentíamos, por lo horrible que era no poder hacer aquello".