Steven Spielberg dijo que en Hollywood solo hay siete estrellas de verdad y que una de ellas es Sean Connery. El actor, que este año cumplió 90 años, llevaba desde 2003 retirado del cine y casi por completo también de la vida pública.
A Kirk Douglas y Olivia de Havilland, fallecidos en el último año, se les conmemoró como la últimas estrellas del Hollywood clásico, sin tener en cuenta que Connery solo era 14 años más joven que Douglas, que empezó a trabajar en los años 50 y que se volvió famoso mundialmente en 1962. Pero si nadie consideraba a Sean Connery un actor de cine clásico es porque él fue la primera estrella del Hollywood moderno. Y porque siguió liderando superproducciones, atrayendo al público al cine y apareciendo en las listas de los hombres más atractivos durante los 70, 80 y 90 hasta el mismo día que se retiró con 73 años, sin haber interpretado a un señor mayor en toda su carrera.
Disfrutaba de su jubilación en su mansión de las Bahamas, ajeno a las controversias ocasionales de su legado causadas por la contradictoria relación que siempre ha tenido Connery con las tres cosas por las que el mundo más lo recuerda: James Bond, Escocia y las mujeres.
Ian Fleming se imaginaba a un dandy sofisticado cuando creó al agente 007. Un Cary Grant. Un David Niven. Así que cuando apareció Connery con su cuerpo de gimnasio, su 1,88 de altura y sus formas de hijo de un camionero escocés (exactamente lo que era) le desdeñó definiéndolo como "un especialista hinchado". Pero la novia de Fleming lo convenció explicándole que el actor era el hombre con el que cualquier mujer querría acostarse. Hay muchas estrellas en el cine, probablemente más de siete, pero solo Connery podía decir que reinventó el canon masculino: casi 60 años después, su James Bond sigue siendo el hombre en el que se miran todos los hombres para aprender a vestirse, a caminar y a manejarse en sociedad.
El propio actor tuvo que aprender todos estos trucos e ir mecanizándolos, gracias a la guía y paciencia del director de James Bond contra el doctor No (Terence Davis), porque su Bond no se limitaba a imitar a Cary Grant: había algo callejero, kamikaze y hasta peligroso en su forma de relacionarse con los demás. Una fusión perfecta entre el galán refinado que Fleming había imaginado y el mamporrero criado en una barriada obrera (el piso de su familia no tenía ni baño).
James Bond sabía compaginar, aparentemente sin esfuerzo, su hedonismo y su sentido del deber sin renunciar a ninguno de ellos y siempre parecía que estaba un poco aburrido de la vida, así que buscaba entretenerse jugándose la vida (cuando más excitado parecía) o acostándose con mujeres (más un trámite para su ego que un placer en sí mismo). "Creo que uno de los atractivos que Bond tiene para las mujeres es que es decidido, incluso cruel" explicaba el actor en 1965, "Por naturaleza las mujeres no son decididas -'¿me pongo este vestido?', '¿o me pongo este otro?'- y entonces llega un hombre que está absolutamente seguro de todo y parece enviado por Dios. Y por supuesto, Bond nunca se enamora de la chica. Siempre hace lo que quiere y a las mujeres les gusta eso, lo cual explica por qué tantas mujeres están locas por hombres a los que ellas no les importan nada".
La misoginia casual de Connery, comprensible (que no justificable) en 1965, llevaba décadas acechando su imagen pública. Su primera mujer, Diane Cilento, aseguró en su autobiografía que el actor experimentó con terapias asistidas por LSD (todavía legal en la Inglaterra de los 60) en las que descubrió traumas infantiles y un rencor contra su madre por no haberle dado el cariño que necesitaba de pequeño, lo cual desenterró una agresividad inédita en él. 'Cilento', nominada al Oscar en 1964 por Tom Jones, contó que en su noche de bodas (en Gibraltar, durante un descanso del rodaje en Almería de 'La colina de los hombres perdidos') todos perdieron un poco los papeles con tanta sangría y coñac Fundador y Connery acabó dándole dos puñetazos en la oscuridad cuando ella llegó a la habitación. El resto del matrimonio fue, según contó la actriz, distante.
"No creo que haya nada particularmente malo en pegar a una mujer, aunque no recomiendo hacerlo del mismo modo en que golpearías a un hombre" aconsejaba Connery en aquella entrevista promocional de Thunderball, "Una bofetada con la mano abierta está justificada si todas las alternativas fallan y ha habido varias advertencias. Si una mujer es una zorra, o una histérica o una testaruda repetidamente entonces lo haría. Creo que un hombre tiene que estar ligeramente más avanzado que la mujer, lo pienso de verdad, aunque solo sea por la complexión física del hombre. Pero no me definiría como un sádico". Un par de décadas después, en 1987, la presentadora Barbara Walters le confrontó con esas declaraciones y el actor no se retractó: "No he cambiado de opinión. En absoluto. No creo que sea bueno abofetear a una mujer, pero tampoco que sea malo. Depende enteramente de las circunstancias y de si hace falta. Si has intentado todo lo demás y, las mujeres son bastante buenas en esto, se empeñan en no dejarlo estar y en tener la última palabra. Pero les das la última palabra y no están contentas. Quieren decirlo otra vez y se meten en una situación muy provocadora. En ese caso creo que es absolutamente correcto".
El vídeo de esta entrevista resurge en internet con cierta regularidad (en 2000, ante su nombramiento como Sir; y de nuevo en 2007, en 2014 y en 2018) y cada vez que vuelve a la actualidad se viraliza ante una nueva generación que, a diferencia de sus padres, ni siquiera puede concebir que en algún momento el mundo se encogiese de hombros ante este tipo de declaraciones. El actor nunca había querido abordar el asunto, aunque sí ha negado los malos tratos físicos que relataba su primera esposa, y lo más cerca que ha estado fue en 2006. Días antes de reunirse en el recién inaugurado parlamento escocés, su presidente desveló que planeaba preguntarle por su opinión sobre el trato a las mujeres así que Connery canceló la reunión. "No creo que ningún nivel de abuso contra las mujeres esté justificado ante ninguna circunstancia" dijo el actor a sus amigos cercanos, en un "alguien dice que él ha dicho" que se antoja insuficiente. El presidente del parlamento se disculpó por haber "dañado y molestado" a Connery y esos mismos amigos aclararon en la prensa que lo que realmente dijo el actor en aquella entrevista de 1965 era que "puedes hacerle mucho más daño a una mujer mediante una tortura moral que con una bofetada". Aclarado, pues.
Es posible que el actor ni siquiera se hubiera enterado de que sus problemáticas entrevistas del pasado todavía reflotan de vez en cuando, porque se pasaba el día jugando al golf con su segunda mujer en su residencia de Nassau, en las Bahamas. Allí se mudaron cuando la Agencia Tributaria española los investigó por la supuesta evasión de 6,5 millones en impuestos (finalmente se les multó por intento de evasión fiscal) durante los más de 20 años que el matrimonio vivió en Marbella. Vivir fuera de su país también le acarreaba polémicas: Connery era, sin duda, el activista por la independencia de Escocia más famoso del mundo, miembro del partido nacionalista escocés y hacía donaciones a organizaciones benéficas para la juventud escocesa desfavorecida. Pero no pagaba impuestos en Escocia. Durante la campaña previa al referéndum por la independencia, su hermano aclaró que a Sean le encantaría participar en los preparativos pero al estar nacionalizado en el extranjero tenía un número de días limitado al año para visitar Escocia (90, según la ley).
Esta era una de tantas contradicciones del hombre que, ya desde la segunda película que rodó como James Bond, se quejaba de estar atado al personaje por un contrato de seis películas (hoy es habitual, claro, pero en aquel momento el concepto de "secuela" no existía). Un actor que admitía que le debía toda su carrera a 007, pero a la vez lo odiaba porque la gente sólo le reconocía por Bond y los estudios se negaban a imaginarle en otro registro. Una estrella que juró que no volvería a hacer de Bond y regresó 12 años después con un epílogo de Bond en su madurez titulado, a sugerencia socarrona de su propia esposa, 'Nunca digas nunca jamás'. Pero lo que engrandece el legado de Connery no es su impacto como Bond en la cultura popular, en la estética masculina y en la sociedad (que ya sería un hito para cualquier actor), el mito de Sean Connery se forja durante su segunda carrera: en 1975, cuatro años después de saltar al vacío dejando a Bond atrás, rodó 'El hombre que pudo reinar', su película favorita de entre todas las que ha hecho, y demostró que había mucho más Connery que el galán trajeado. Y en un proceso inverso al habitual, la estrella se convirtió en actor. Tenía 45 años.
En 1986 rodó 'El nombre de la rosa' y 'Los inmortales' y él mismo reconoció que le cogió el gusto a hacer de mentor, así que repitió el rol en 'Los intocables' (por la que ganó el Oscar), Indiana Jones y la última cruzada, 'La caza del octubre rojo', 'La roca' y 'La trampa'. En esta última tenía 69 años, 39 más que su compañera Catherine Zeta-Jones, y nadie se inmutó porque en aquella época era aún más habitual que ahora esa disparidad en el cine americano y porque su química sexual con Zeta-Jones era explosiva. En aquella época era un cliché poner a Connery como ejemplo de hombre atractivo en la tercera edad, pero no por cliché resultaba menos cierto: su carisma conquistador, al igual que su solemnidad para ejercer de mentor, venía de una voz, una mirada y una energía que sugerían que había vivido mucho pero que no te lo iba a contar. Y transmitir esa sensación a través de la pantalla es algo que, a diferencia de los andares sofisticados, no se puede aprender: si parecía que tenía mucha calle es porque la tenía, desde aquella barriada obrera hasta las avenidas de Porto Banús. La presencia de Connery ocupaba el espacio con tanta intensidad que hasta cuando la cámara enfocaba al otro personaje seguías sintiendo que Connery estaba ahí. Por eso cuando se retiró el cine americano se quedó un poco más apagado.