La cifra de su último espectáculo, ’17 veces’, es engañosa. Faemino y Cansado acertarían si dijesen 70 veces 7, que es el número bíblico perfecto porque conduce a lo inmenso. 70 veces 7 haciendo reír y riéndose hasta de sí mismos. Nadie como ellos le pone la vis cómica a la vida corriente, incluso en los peores momentos, convirtiendo cualquier duro trance en una verbena. Después del obligado parón por la pandemia, han vuelto a llenar plazas y espacios con una función más gamberra que nunca en la que abandonan por completo cualquier indicio de sensatez, si es que aún les quedaba alguno.
¿Quién se acuerda ahora de aquella promesa que hicieron en 2018? "En tres años nos retiramos de los escenarios", advirtieron. Afortunadamente para su público, tanto ellos como su humor gozan de una excelente salud y no hay viso de retirada. Si de algo les ha valido casi cuatro décadas de oficio es para saber cómo remontar haciendo lo mismo, pero con menos ingenuidad y algo más de chifladura e irreverencia. Y por eso continúan. También porque su humor es inimitable, intemporal y ajeno a cualquier interés o cambio de estilo. Es lo que les ha permitido gozar de un reconocimiento continuo.
Buena parte de la crítica considera que son los mejores humoristas de la escena española y hay consenso en que su trabajo tiene la sencillez del sabio y la extraordinaria virtud de hacer mucho bien con sus lenguas viperinas. Y si continúan es porque nos hace mucha falta que alguien nos arranque una gran carcajada. A ellos no les valen unas sonrisitas de fondo, casi de cortesía. Tienen claro que, el día que eso empiece a ocurrir, echarán definitivamente el telón. "Cuando dejan de reírse, ¡amigo!, se acabó", declaran de vez en cuando. Esto y el miedo de salir a escena y enmudecer han sido y son sus pesadillas más recurrentes. Absurdas porque, como dicen, "cuando inoculamos el veneno ya es para siempre".
Quienes han disfrutado de sus espectáculos saben qué esperar de Faemino y Cansado. En ese orden. Dos hombres y dos micrófonos. Sin más artificio que un diálogo surrealista y la improvisación absurda practicando la heterodoxia en cualquiera de sus formas. Aunque lo bueno es el directo, buena parte de su trabajo está en YouTube. Ahí aparecen Arroyito y Polozón, dos de sus personajes más icónicos, con su coñac y su incorrección, como cualquiera de "esos tipos de bar, de los que hay en todas partes del mundo.
"Gente que habla de todo, pero sin tener mucha idea de nada". Dos tipos por los que, además de los aplausos, el dúo recibió un día una caja con un par de botellas de brandy carísimo y una nota de agradecimiento por haber devuelto la vida al coñac. Podrían contar tantas anécdotas como ocurrencias han tenido sobre el escenario. Una de las más sonadas, aquella disparatada frase "qué va, qué va, yo leo a Kierkegaard", que sonó en tascas y calles durante años.
Cansado ("el alto") nació en 1955 y Faemino ("el más alto") en 1959. Ambos en Carabanchel, igual que Santiago Segura o Gomaespuma. Un barrio madrileño con mucho duende, como Triana en Sevilla, pero en tono castizo. Como dijo Valle-Inclán, en España podrá faltar el pan, pero el ingenio y el buen humor no se acaban. Carlos y Javier (sus nombres de pila) se conocieron en Madrid en 1980 y fue tanto como juntar el hambre con las ganas de comer. Su primera actuación fue en el Parque del Retiro y con lo recaudado invitaron a comer a su gente a un restaurante chino.
Surgió como una historia de amistad donde la admiración y el placer de escucharse y reírse eran mutuos. Con los años se han convertido en un matrimonio bien avenido, pero, como a ellos les gusta matizar, sin sexo ni disputas. "Un matrimonio largo, sin sexo, donde lo bonito comienza tarde". Desde sus inicios, a Cansado le tocó ser el serio y locuaz del dúo y Faemino se quedó con la parte más payasa y surrealista.
En aquellas primeras actuaciones del Retiro ya ofrecían su propio show, aunque a veces tenían la sensación de servir como guardería de niños que quedaban bajo su custodia mientras los padres disfrutaban del paseo. Pasaban la gorra dos veces y disolvían los corros para formar otros y tener nuevas ganancias. Y cuando el público no era de su agrado, se permitían incluso parar el espectáculo.
Antes de estrenarse con el humor, Faemino se ganó la vida en un matadero de pollos, ayudando a un procurador en los tribunales, en una inmobiliaria y en una agencia de viajes. Por su parte, Cansado, que venía también de familia humilde, descubrió en casa de un amigo que había hogares con calefacción y entonces se dio cuenta de que, a pesar de ser feliz, había una vida bastante mejor. Estudió Psicología. También sus hermanos y primos pasaron por la Universidad. La mayoría de sus colegas de aquel tiempo están muertos o en la cárcel.
Cansado, que asegura tener una colección de más de 100.000 soldaditos de plomo a los que ha ido pintando uno a uno y otra de tapones de plástico azules, confiesa que padece pareidolia, una capacidad que permite identificar caras y reconocer figuras animadas en objetos inanimados. Lo mejor es que se ríe hasta de sí mismo y de sus gracias. A veces incluso se descojona antes de contarlas. "No puedo evitarlo, me hace gracia".
Esa es precisamente su grandeza, la improvisación y la capacidad de hacer humor del absurdo y de las cotidianas. Nunca se han casado políticamente con nadie ni han saturado el espectáculo de nombres. Se dieron cuenta cuando, a finales de los ochenta, mencionaban al rey y se hacía silencio en la sala. Tal vez por eso tienen el privilegio de tener más edad que la mayoría de los humoristas.