Antes podías hacer algo estúpido y divertido, y no se enteraba nadie: sólo tú, quizás un amigo, y la propia estupidez. Realmente existía un mundo en el que conseguías encontrarte a solas con ella. ¿Patético? Puede, pero en poco tiempo te olvidabas de la estupidez y era como si no hubiese ocurrido ni hubiese nada tristemente célebre que lamentar. No dejaba testigos, ni pistas, ni siquiera recelos o suposiciones.
La intimidad fue uno de los grandes hallazgos de la humanidad, que como otros muchos nació, vivió, disfrutó, murió. Entonces la intimidad podía verificarse incluso rodeado de gente. Nadie te hacía ni puñetero caso. Era raro, a su vez, que tú se lo hicieses a alguien. Vivíamos fantasmalmente. Cada uno estaba a lo suyo, y en ese escenario, caía dentro de las posibilidades que "lo suyo" no fuese nada. Porque también hubo una época en el que tenías la agenda vacía y te aburrías hasta extremos sobrecogedores.
Hoy seguramente nos asombra, pero antes no se hacían cosas continuamente. Hacer cosas es fantástico, faltaría más. Estoy a favor. Aplaudo que se hagan. Pero, ¿y no hacer nada? ¿Eso qué? ¡Eso es asombroso! Se trata de un acontecimiento, sin embargo, del pasado. Recuerdo días en que salía de casa por la mañana, volvía por la noche, y cuando me preguntaban dónde había estado, respondía "En ningún sitio". Y si después querían saber qué demonios había hecho, confesaba la verdad: "Nada". Todo transcurría en el terreno de la ambigüedad y las sombras.
Era fascinante tener una semana seca, sin acciones, en la que ibas del sofá al dormitorio, del dormitorio al sofá, del sofá al baño, luego bajabas al estanco, y de ahí a casa, nuevamente al sofá o a la cama, te entraba la duda. Y todo ¿para hacer qué? Ah, ese era el misterio. ¡Todo para nada! Se trataba de escenas casi alucinantes, de aventuras. No creo que ni siquiera hoy fuese malo, muy de vez en cuando, alcanzar ese estado de ánimo con el que te podrías tirar una semana diciendo "Esto no", "Esto tampoco", "Ni loco", "Ni que me paguen", "Otro día", "Cuando me muera".
No queda apenas margen para el aburrimiento: la sociedad hiperactivada que hemos levantado lo impide. No hay ya ni refugios para la intimidad. Ni escribiendo un diario y metiéndolo en una caja fuerte estarías hoy a solas. Los otros acechan todo el tiempo; aunque te escondas dentro de tu móvil, bajo las sábanas, abrigado en un whatsapp.
Un mensaje íntimo, tocando apenas un botón, se convierte en una pancarta que ve todo dios. Ni quedarse quieto sin hacer nada, y como mucho salir a tirar la basura de noche, es seguro ya.
Hace dos sábados, sucio y sudado, con una camiseta viejísima y pequeña, que me deja la barriga al aire, en chanclas y con un bañador gastado por el que a veces, si me descuido, se me sale un huevo, bajé a la calle para deshacerme de unos cojines cochambrosos. Eran las doce de la noche y no había casi un alma. Me pareció que no tenía nada que perder.
Menos de una hora después una amiga me envió una foto que me había hecho un amigo suyo que pasaba por allí. "Menudo pordiosero. No se sabe si estás tirando o recogiendo basura". Es obvio que ya nunca más volveremos a estar solos, ni siquiera con nuestra propia estupidez.