A Deborah Levy le gustan los objetos. Aunque solo algunos, pocos, por los que siente una adoración casi mágica: niña chamana a los 63 años. Es verlos y enamorarse al instante. Como si a través de ellos, tan concretos, pudiese catalizar toda la potencia de lo invisible. Le pasó con tres caballitos de madera, “que simbolizaban la libertad y la belleza”, y que incluyó en su anteúltimo libro. También con un pisapapeles de cristal con forma de medusa, que miró a menudo al escribir uno de sus primeros éxitos. Y estos últimos meses con un violín en miniatura, que a veces acaricia en su refugio en París mientras acaba su próxima novela, que saldrá este año, sobre una pianista prodigio. Por eso quizá está algo contrariada en nuestro encuentro en la Gran Vía madrileña: ha perdido su pluma Loewe en algún punto entre Barcelona y Berlín durante la promoción de ‘El hombre que lo vio todo’, su nueva criatura.
Y no es algo menor. Es la pluma con la que siempre viaja y con la que ha firmado los ejemplares de los lectores de toda su ‘Autobiografía en construcción’, la celebrada trilogía en la que mezcla memorias y ensayo feminista. Si alguien quiere conocer de qué está hecha su literatura, bucear en esos tres volúmenes es el mejor modo. Mujer, palabra, identidad, cotidiano, universal, búsqueda, alegría. En la primera entrega de ese viaje por su pasado, ‘Cosas que no quiero saber’ (2020), esta icono de las letras inglesas, premio Booker y miembro de la Royal Shakespeare Company, narró su infancia en la Sudáfrica del Apartheid, el paso por la cárcel de su padre y cómo tuvieron que mudarse a Inglaterra siendo una niña, con la dura adaptación que le supuso a ella y a su hermano.
En la segunda, ‘El coste de vivir’, diseccionó la metamorfosis radical que supuso su propio divorcio en la cincuentena, cuando sus dos hijas estaban listas para ir a la universidad, la tristeza se hizo fuerte y tuvo que alquilar un almacén en el jardín de su vecina (con un naranjo bellísimo) para poder volver a escribir. En la tercera, ‘Una casa propia’, tributo a la habitación de Woolf, fantaseó con un nuevo refugio en lo alto de una colina, cerca del mar, esta vez con un mayordomo que hiciese realidad sus deseos, donde poder recuperarse del nido vacío, resurgir, y poder ver bien qué significa un hogar y los fantasmas que lo acechan. En las tres se repite como un eco una de sus grandes obsesiones: la voz. Encontrar la propia voz de mujer que no “es de aquí y ni de allí”, como dice, que ha muerto en vida varias veces, que ve lo que está y lo que no al mismo tiempo.
Así que sin esa pluma amuleto se siente, paradógicamente, algo desnuda. “¿Hay algún sitio cerca donde pueda comprar otra?”, pregunta a la responsable de la editorial (Random House), con la que después irá al Prado a contemplar solo las pinturas negras de Goya. De vuelta al hotel, escribirá con urgencia un relato inspirado en ellas que llevaba meses rondándole. De nuevo un objeto que le conecta con el magma tectónico de lo que no se puede explicar con palabras. De nuevo, un catalizador por el que se disparan, a pesar de la imposibilidad, como un heiser.
¿Por qué te interesa tanto la búsqueda de la propia voz?
Me interesa mucho el camino por el todos vamos encontrándola, que tiene que ver con la formación y la clase social, pero con algo más. Investigo la forma en que nos creamos a nosotros mismos. Todos somos una especie de imitación al principio, que se va desplegando luego. Cuando tenemos 13 años queremos bailar tan bien como nuestra mejor amiga, y le copiamos los pasos o la forma de hablar, y poco a poco vamos encontrando esa voz que nos hace únicas. Como escritora que ha publicado desde los 25 años he ido viendo cómo la mía se iba asentando.
¿A veces necesitamos un pequeño bofetón vital para obligarnos a buscarla?
Cuando terminó mi matrimonio empecé a intentar encontrar una voz diferente a la que hasta entonces tenía. Lo escribí en ‘El coste de la vida’, donde no quería hacer un libro sobre el divorcio, para nada, sino sobre cómo componemos una nueva vida. Quería explorar esa tristeza. Todos crecemos con la idea de que el amor prevalece sobre todo, pero a veces no. Y el libro fue sobre cómo construir una vida nueva sobre esa tristeza: el único modo es explorando la propia voz.
¿En tu primera veintena, cómo recuerdas tu voz?
Mi familia salió de la Sudáfrica del Apartheid hacia Inglaterra cuando yo tenía 9 años, después de que mi padre estuviese encarcelado. Mi hermano y yo teníamos tantas ganas de ser ingleses, más que nada para sobrevivir en el parque jugando con otros niños, que tuvimos que adaptar mucho nuestra voz. A partir de los 13 fui super fan de David Bowie, todavía no he superado la muerte de Ziggy Stardust, y yo puse ahí mi atención: me interesaba como Bowie había creado ese Ziggy. Gran parte de mi adolescencia fue quemar incienso en mi habitación escuchándole, bailando con amigas y experimentando con la ropa que nos poníamos. Una de las mejores cosas que tenía Londres entonces es que te podías poner lo que te saliese de las narices, que no es otra cosa que explorarse a uno mismo. No podemos ser siempre todo lo que queremos, pero sí intentarlo. Cuando publiqué mi primer libro llevaba botas de plataforma plateadas, maquillaje de gato. Era una voz un poco caótica, con mucho impulso. Para ser escritora tuve que aprender a hablar más alto, y luego aún más alto, y luego a interrumpir. Y a partir de ahí hablé con mi propia voz, que no es tan alta como tuve que forzarla entonces.
¿Interrumpir a algunos hombres?
Eso es. No es ni ser ni descortés ni grosera, pero en mi generación todo el mundo hablaba por encima de las mujeres y me completaban las frases: te decían lo que creían que estabas pensando. Así que tuve que aprender a acabar mis propias frases. Mi interrupción es suave, pero radical, porque pides que te escuchen, que paren a escucharte porque tiene valor lo que dices. Es una gran convicción.
¿Qué frase le dirías a esa chica que interrumpía con 20 años desde lo que sabes ahora?
Bien hecho.
¿Un objeto de esa época?
Una pulsera de plata que una amiga que estudiaba joyería me regaló. Era una lámina muy delgadita de plata, pero ancha, con mucho movimiento. Me daba cuenta de que ella también estaba buscando su propia voz con sus piezas artísticas, era como una hermana para mí.
¿Cómo recuerdas tu voz de los 20 a los 40?
Ya con 29 había escrito algunas obras de teatro, una novela y un libro de poesía. Era profesora en el Trinity College de Cambridge y conocí al que sería mi marido a los 30: lo pasamos muy bien juntos, nos reíamos mucho y nos enamoramos. A los 34 y a los 38 tuve a mis hijas, así que son años que tuvieron mucho que ver con formar una familia. Mi voz era más bajita que a los 20 porque tenía ya un propósito de hacia dónde quería ir. Ya no necesité hablar tan alto.
¿Qué le dirías a esa mujer que estaba creando su familia?
Estás haciendo todo lo que hay que hacer. Nunca doy consejos, no vaya a ser que alguien los acepte (risas) y no es cuestión de mirar atrás, pasé mucho sin publicar en esa época, pero hice lo que quise: estaba enamorada, quería hijos, estaba creando con mi ex una familia.
Un objeto que te venga a la mente de esa época.
Un pisapapeles con una medusa, con unos tentáculos preciosos de vidrio que tenía en una estantería cerca de donde escribía. Cuando escribí ‘Hot Milk’ [uno de sus primeros éxitos], puse un pasaje de las medusas en el mar en Almería inspirado en él.
¿Cómo cambió tu voz con los 50?
Terminó mi matrimonio, tuve que empezar una vida nueva y mi voz cambió de nuevo mucho. La voz acaba siendo una herramienta para ver lo bueno, lo malo, sopesarlo y encontrar una especie de equilibrio.
¿Cómo es ver destruirse una vida y a la vez construir una nueva?
Increíblemente triste y emocionante, las dos cosas al mismo tiempo. Hice un nuevo grupo de amigos, eso fue importante. Lo esencial que este periodo me enseñó fue tener más en cuenta las relaciones humanas, porque dependemos mucho de la amabilidad de otros aunque no nos demos cuenta. Por ejemplo, cuando falleció mi padre el año pasado volví a mi estudio en París, un refugio que he comprado hace poco, y mi conserje se había enterado y, tampoco la conocía muy bien, pero me dejó flores en la puerta. Cuando bajé a darle las gracias profundizamos hacia una verdadera amistad que sigue hoy. Es lo que he aprendido de la vida últimamente, que nos vamos apoyando en otros. El valor de la ternura.
¿Qué le dirías a es Deborah de los 50 que se estaba divorciándose?
Que esa tristeza que sentía pasará. Y que las cosas mejoran, porque cuando vivimos momentos de transición hay días realmente malos, y estás tratando de levantarte y casi no puedes. Pues sí, eso le diría: sigue escribiendo.
Un objeto que te venga a la mente de esa transición
Uno de ahora, a mis 63. Un violín en miniatura, precioso, con sus cuerdas pequeñitas. Puedes ponértelo en la mano y acariciarlo. Lo compré en un mercadillo y en ese momento fue mágico para mí. Cuando escribo me suelo fijar en un objeto y mi nuevo libro, que saldrá en mayo en Inglaterra y se llamará ‘Azul de Agosto’, va de una niña pianista prodigio que es como ese violín.