Smiley tiene un aire de Patti Smith con su melena blanca y sus casi 190 centímetros. Una escritora cowgirl de vuelta de todo, con un Pulizter bajo el brazo desde hace 32 años, que monta a caballo cada día en su casa californiana de Carmel Valley, donde los antiguos vaqueros tenían sus ranchos y dejaban pastar sus reses, un poco más hacia el interior de la costa donde ahora se retiran algunos actores hollywoodienses. “Básicamente, vivo una vida feliz con mi cuarto marido”, dice Jane Smiley sentada en el hall abovedado de un hotel en el centro de Madrid. “Lo único que me inquieta es que mis tres hijos, los dos hijos de él y mis dos nietos y medio estén bien y las cosas horribles del cambio climático no les afecten”.
Pero no todo fue siempre así de plácido. Smiley ha tenido una vida intensa. Por debajo de su contexto de clase media blanca americana, colegios privados, clases de creación literaria y becas internacionales (vivió en Islandia un tiempo con una Fullbright), late una mirada inconformista, escéptica, que le ha llevado a investigar debajo de la alfombra. “Uno de mis primeros recuerdos es con mi vecinita de enfrente a los cuatro años, caminamos solas lejísimos, cinco o seis bloques, hasta donde no conocíamos a nadie”, explica riendo. “Ese sentimiento de curiosidad (y la búsqueda del placer) han marcado mi vida absolutamente”, añade.
Hija única de un matrimonio roto, Smiley se crio con sus abuelos hasta que fue a vivir con su madre, periodista, y su segundo marido. Pronto se enamoró por primera vez, se fue a vivir a una especie de comuna marxista con su primer marido y unos amigos, viajó por toda Europa, fue madre, se divorció, volvió a casarse (dos veces) y, cuando su tercer marido, en medio de una tormentosa crisis de los 50, la dejó por su dentista, aún tuvo los arrestos de recomponerse, buscando oro de entre las ruinas. “Me dediqué a seducir al hombre aquel que venía a arreglar cosas de mi casa. ¿Sabes cómo? Cocinando”, explica riendo ampliamente sobre su actual esposo, con el que lleva 20 años, como si todo fuese un juego maravilloso, importantísimo y trivial al mismo tiempo.
Quizá por esa curiosa distancia con la realidad (ni muy cerca ni muy lejos) ha sido capaz de meter el dedo en la llaga de su clase social como pocos. Las familias idílicas. La contradicción entre el bienestar y la pasión. El miedo a herir de forma irreparable. Los hijos. La fuerza devastadora de las rupturas. El renacer. En definitiva, Smiley es una experta en derribar los grandes mitos americanos apenas empujando con el dedo índice. Todo ese universo late en sus obras más conocidas en España (gracias a la editorial Sexto Piso): ‘La edad del desconsuelo’, ‘Un amor cualquiera’ y ‘La mejor voluntad’.
Pero a nuestro país viene ahora por disfrute. Eso dice: que cuando viajó por todo el Viejo Continente no pudo pasearla como quiso y la última vez fue hace 15 años, demasiados ya. Así que está contenta, agradecida, disfrutando de este regalo que es ‘volver a ganar’ el Pulitzer 32 años después… pero en otro país. “Escribí 'Heredarás la Tierra' cerca de la treintena, con hijos preadolescentes, en Iowa. Tenía una vida entretenida y feliz de amigos y fiestas, comía chocolatinas. A aquella Jane le diría: ‘Sigue, se va a poner todo aún más divertido”, explica. Le preguntamos precisamente por eso, por lo "divertidamente complicada" que recuerda cada época vital. Smiley en estado puro:
¿Cómo recuerdas tu niñez?
Mi primer recuerdo es de cuando tenía tres años, cuando mi abuela me llevó a ver a primo recién nacido a Chicago, que es una persona muy importante para mí ahora. Vivía con mis abuelos, en un barrio bastante perfecto para crecer, con otros niños con los que jugaba por la calle. Sí recuerdo que eran más avanzados: la niña que vivía enfrente podía tirarse por el borde de la escalera sin manos y yo no. Mi abuelo tocaba el piano y a mi abuela le gustaba cantar, incluso algunos vecinos venían a cantar alrededor del piano. Luego tuve dos grupos de amigos, cuando me fui a vivir a los 11 con mi madre y su nuevo marido y empecé en un colegio privado, donde estuve seis años y viví muy estimulada intelectualmente. Recuerdo que en un solar cercano había un pony y eso me marcó. Había un tipo que te dejaba montarlo y era una de mis mayores felicidades. Luego tuve mi propio pony y, de adolescente, en este colegio, cuidé de los caballos.
¿Qué le dirías a la Jane de entonces?
No te preocupes tanto por encontrar un novio, lo harás bien.
¿Un objeto que simbolice ese periodo?
No es un objeto, pero un caballo pequeño.
¿Cómo recuerdas tu juventud, en la que hasta llegaste a vivir en una comunidad marxista?
Mi primer marido y yo tuvimos que encontrar un lugar donde vivir que estuviese a medio camino entre su universidad, Yale, y la mía. Vivimos con otros amigos en esa comunidad, en una casa preciosa, que también estudiaban y que cuando se graduaron trabajan en fábricas porque no encontraban otra cosa. Íbamos a los bares, debatíamos, paseábamos. Hasta que mi primer marido y yo nos fuimos año y medio de viaje por Europa. Luego nos divorciamos, pero en realidad no rompimos. Fue mi primer novio y yo su primera novia, solo descubrimos que teníamos ideas diferentes sobre lo que queríamos ser en la vida. Yo quería escribir. Él quería ser un revolucionario; pero acabó siendo abogado (risas). Pero uno de esos abogados que cuidan de la gente que no tiene dinero para pagarse uno. Creó una fundación para ayudar a los ex presos a volver a la vida. Le ayuda también su mujer, que siempre me hace reír. En un momento dado, ella alquiló una iglesia e intentó montar una religión. Es una mujer muy interesante. Realmente nos llevamos muy bien, como con el resto de mis ex maridos. He aprendido mucho de mis cuatro maridos.
¿Qué le dirías a esa Jane?
Sigue intentándolo. Conoce otras culturas, eso te ayudará a entender mejor de dónde vienes.
¿Un objeto?
Cualquiera de cuando fuimos a Grecia, amaba esos paisajes. Y el Mar Mediterráneo.
¿Cómo recuerdas esa época de crisis?
Recuerdo esa época llena de niños. Tenía dos hijos (ahora tengo otros dos hijastros de mi cuarto marido, con los que me llevo fenomenal, somos una familia grande) y luego en 1992 nació el tercero, de mi segundo novio y tercer marido. Es un poco lioso, pero tras mi primer marido conocí al que sería mi tercer marido y nos enamoramos, pero él se fue a California para entrar en el negocio de la música y yo me fui a vivir a Islandia, a escribir. Estuve con mi segundo marido pero al final de los ochenta volvimos y nos casamos, y estuvimos juntos cerca de 10 años. En ese periodo escribí mis libros sobre divorcios y vidas en familia. La vida en familia es muy complicada, sobre todo si los dos tenéis carreras que os importan. Si tienes hijos, puede volverse horrible. Puede darte mucho miedo. Cuando miro atrás siento que hice de verdad lo mejor que pude, pero la experiencia del día a día debo reconocer que me puso muy nerviosa. Pero tuve la suerte de poder estar en un buen lugar para tener ese tipo de crisis. Iowa era un sitio fácil, hubiese sido mucho peor si me pilla en Nueva York o Los Ángeles, donde la vida es casi impracticable.
Luego gané el Pulitzer con este libro, ‘Heredarás la Tierra’. Estaba con mi hija y llamaron por teléfono del periódico local diciendo: ‘¿Has oído algo? -preguntaron- Si por lo que se sea acabases de ganar el Pulitzer, ¿qué dirías?’. Y mi hija, que tenía 13 años, me miró como ‘a quién le importa un Pulitzer’. Y tenía razón. Lo único que cambia es que haces más dinero con lo que escribes y que puedes escribir lo que quieras, así que bueno, sí que cambia (risas). Yo decidí invertirlo en criar caballos.
¿Qué dirías a la Jane de esa época?
No críes caballos. Ten alguno si quieres, pero no te metas en líos: vas a perder mucho dinero.
¿Un objeto?
Una silla de montar.
¿Recuerdas ese tiempo de la madurez más calmado?
No mucho. Mi tercer marido tuvo una crisis de los 50 horrible mientras vivíamos en California. Cumplió años y todo se trastocó. La vida no tenía sentido para él. No sabía qué hacer con el resto de su vida. Su dentista lo sedujo (risas). Me dejó tirada y fue todo un trabajo reconstruirme. Saber qué hacer con mi propia vida. Pasé un tiempo averiguándolo. Teníamos dinero, compartimos a los niños y yo tenía 48, así que mi reto fue seducir al hombre que venía a arreglar cosas a mi casa nueva. Fue muy divertido, amaba comer. Así que cada vez que venía a arreglar algo, le invitaba a cenar. Me costó tiempo, pero lo conseguí: llevamos 20 años juntos y tenemos una relación estupenda. Tiene 80 años, y le sigue encantando arreglar cosas con las manos. Mi vida ahora es maravillosa, feliz, satisfecha, en realidad depende de mis hijos: lo que quieres que es que ellos estén bien, que sus bebés estén sanos, que su futuro sea positivo. Ahí están mis preocupaciones, nunca más en mí misma. Veo que les pasa a todos los padres de mi generación.
¿Qué le dirías a la Jane del futuro, en unos 10 años?
(Se lo piensa) Tendré ochenta y pico. Le diría: Hello, ¿hay alguien aún por ahí dentro?
¿Un objeto?
Tengo una pintura justo enfrente de mi cama que miro mucho: es un río que fluye entre un bosque, con muchos árboles a ambos lados, y el sol brilla y se refleja en el agua. No sé, ese es un buen resumen de todo.