Tomás González: "La aflicción de ver morir a un hijo es mil veces peor que cualquier otra"
El escritor colombiano describe en 'La luz difícil' cómo una familia vive la muerte asistida de un hijo enfermo
Esta novela, con tintes autobiográficos y reeditada ahora, supuso el despegue internacional de su carrera
Hablamos con él sobre su madurez a los 73 en un pueblecito colombiano (tras mudarse desde Nueva York), donde tiene un huerto con su segunda mujer y sale a navegar en 'casabote'
Tomás González vive, a sus 73 años y tras una veintena de libros, periodos de desasosiego en los que le atormentan algunos recuerdos (“no me dan respiro”, nos dice desde Colombia) y otros de “contentura”. Una madurez "tranquila", asegura, junto al amor de Marta Inés, su segunda esposa, en la que pasa una parte de la semana escribiendo y arreglando el huerto de su casa a orillas de la represa de Guatapé, en Antioquia, y otra parte en una pequeña casabote (“bonita, modesta”, describe), pescando y recorriendo los parajes deshabitados del enorme lago cercano. Pero no siempre fue así.
Hace poco más de una década, González era aún un escritor minoritario, que se había pasado la vida trabajando de lo que fuese (lavaplatos, montador de ruedas de bicicleta, etc) que le dejase tiempo y energía para escribir, con prestigio en algunos círculos literarios colombianos pero no internacionalmente, a pesar de vivir durante muchos lustros en Nueva York. Pero él nunca tuvo dudas: lo suyo era lo suyo. “A aquel Tomás de 30 y 40 le diría que siguiera por ese camino. Que trabajase lo mínimo necesario para vivir y tanto como pudiera en la escritura”, afirma echando la vista atrás.
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El punto de inflexión de su carrera fue precisamente este libro que ahora reedita en España Sexto Piso, ‘La luz difícil’, publicada en 2011, una novela de adioses en la que un padre pintor en la sesentena, que va perdiendo la vista, espera junto al resto de su familia a que un hijo enfermo recurra a la muerte asistida. Para ella se inspiró en su propio dolor, que bebía de la esclerosis múltiple de su primera mujer, Dora, del fallecimiento de dos de sus hermanos y de la experiencia de uno de sus grandes amigos, el escritor y filósofo Fernando González, a quien un hijo de veintitrés se le murió de leucemia en su cincuentena. "Mucho del sufrimiento del protagonista salió del mío", afirma. Le preguntamos por ese magma.
¿Cómo es descender a los infiernos para un padre que ve morir a un hijo?
Sólo quien lo vive lo sabe. Los demás tenemos que imaginarlo. Nada más pensar en mi hijo Lucas en la situación del hijo del personaje de 'La luz difícil' fue suficiente para saber que esa aflicción es mil veces peor que cualquier otra que podamos sufrir.
¿De qué está hecho ese dolor?
De vida.
¿Cómo es para ti descender a los infiernos?
La mente pierde el equilibrio, disminuye la luz y se impone el mundo de lo oscuro. Los malos recuerdos acosan como perros. Sólo tenemos ojos para lo horrible. Si el descenso fue causado por un hecho concreto, volvemos a él una y otra vez, como tirando, obsesionados, de un grillete en el tobillo. Si llegó como de la nada, al dolor se suma la confusión y la luz se hace aún más remota y ardua de recuperar.
Mantienes sin embargo en todas tus obras que la luz y la vida siempre se imponen al dolor
Sigo sosteniendo la misma idea, pero hoy la interpreto de manera menos romántica que antes. Cuando alguien sufre quedan solo dos posibilidades: o se muere o se alivia. Morirse puede tomar mucho tiempo y el dolor prolongarse, pero en algún momento termina. Cualquiera de las dos posibilidades representa el fin de la aflicción. Si la persona que sufre se muere, en realidad no pasa nada, es decir, el mundo, la vida, sigue tan pujante como siempre, tan bella y creativa y luminosa. Nada se pierde, no se crea ningún vacío, el universo sigue completo. En ese sentido el Todo, o Dios, es despiadado hacia sus partes o criaturas. Es indiferente ante el sufrimiento de alguien en un apartamento de NY o ante la muerte de una persona en Oregón. Pero nosotros, los dolientes, los que quedamos vivos, tenemos la capacidad de entender, y también la de olvidar, y volver a disfrutar así de la creación. Es en esa capacidad de comprensión y en la del olvido que se manifiesta la misericordia del Todo hacia sus partes, de Dios hacia ss criaturas.
El sentido del humor es muy importante para ti hasta en los momentos más duros. ¿Por qué?
Es la carcajada en el velorio. Aliviana las cosas y pone todo en perspectiva.
¿Cómo afecta a una familia la muerte de un hijo?
Cuando murieron dos de mis hermanos en plena juventud sufrimos todos un dolor inmenso, una inmensa desilusión, y la familia ya no volvió a ser la misma. Todos nos recuperamos con el tiempo y el olvido, como decía antes, pero el optimismo inocente del que gozaba la familia antes de sus muertes desapareció para siempre. Y como la puerta del olvido no se cierra por completo cuando ocurren tragedias grandes, nos quedó cierto rictus, casi invisible, de tristeza. A veces pienso en mis dos hermanos o sueño con ellos y por un momento regresa el agobio: no tan intenso e insoportable como el día en que murieron, pero formado de la misma sustancia.
¿Qué quisiste plantear con esa espera sostenida a distancia del protagonista?
Creo que en la muerte programada y asistida es inevitable esa espera, que en este caso fue larga, pues había que viajar a Oregón. No podría afirmar que, en este caso, hubiera querido plantear alguna cosa aparte del hecho mismo.
¿Es mejor que ese hijo se arrepienta de querer morir o que siga con su propósito?
La elección se presenta entre dos males muy grandes. Cualquiera que sea la decisión, es tremenda. Imposible saber sin haberla vivido lo que uno habría preferido de encontrarse en esa situación. Nadie sabe cómo va a enfrentarse a la muerte de un ser querido –y tampoco a la propia–.
¿Quisiste imaginarte de viejo en este libro?
Sí, un poco. Pero David es David y yo soy yo. Sé cómo se enfrentó David a su vejez, pero no cómo voy a enfrentarme a la mía. Igual que pasa con la enfermedad y la muerte, nadie sabe cómo va a ser su ancianidad. Sólo hasta que llega lo sabemos. Hay ancianos felices y ancianos amargados y los hay a veces contentos y a ratos melancólicos, como parece ser mi caso. Pero mi ancianidad apenas comienza. Todavía no sufro de ceguera, ni soy sordo, y tengo la mente clara. Todavía no sé qué va a pasar cuando me llegue con toda su fuerza la vejez.
También quise entender, al escribir el libro, la ancianidad de mi amigo Fernando González, escritor, filósofo, a quien un hijo de veintitrés años se le murió de leucemia. Fernando dejó de escribir durante diez años. Tras un larguísimo y difícil proceso interior regresó por fin a la superficie, escribió libros muy bellos y se convirtió en un anciano feliz y tremendamente lúcido.
Cambiaste Nueva York por la tranquilidad de una cabaña. ¿Por qué?
Nueva York deja a la gente ser como es. Y es tranquila a su manera, a pesar de la imagen de peligro que se ha creado sobre ella. “I feel safe in New York City”, dicen los de ACDC. Siempre me sentí bien allá. Cuando decidimos regresar a Colombia, por la enfermedad de Dora, preferí llegar al campo y no a Bogotá, que es bonita y muy interesante, pero puede ser realmente peligrosa y en todo caso tremendamente incómoda. Llegar al campo fue ganancia: llegar a Bogotá habría sido pérdida.
¿Cómo es tu día a día?
Trato de escribir por las mañanas, desde muy temprano. Luego de unas horas empiezo a trabajar en el jardín hasta mediodía. Fumigar, abonar, etc. Por la tarde miro lo que esté escribiendo y vuelvo al jardín. Por la noche miro otra vez el escrito y después leo o miro series de TV. Duermo poco. Mis noches son largas.
¿Y envejecer?
Me interesa ese proceso. El tránsito al más allá está cada vez más cerca y va cambiando la perspectiva del mundo y de la vida. Muchas cosas empiezan a perder importancia o la pierden del todo. Algunos dicen que es la mejor edad. La jerarquía de valores sufre una transformación profunda y hay cierto sentimiento de liviandad y liberación bastante agradable, a pesar de que las rodillas duelan un poco y el caminito de subida a la casa parezca hacerse cada vez más empinado. Con el bote y el jardín me mantengo saludable, pero la fuerza de gravedad de la tierra se hace mayor semana a semana, mes a mes.
¿Guardas algún recuerdo en especial de alguno de esos trabajos manuales para poder escribir?
En Miami, Dora, Lucas y yo montamos en el garaje de casa de mis suegros un taller de armado de ruedas de bicicleta. Una compañía nos traía los radios y los aros. Trabajábamos allí Dora, mi suegro Gilberto, una de mis cuñadas y yo. Nos volvimos habilísimos. Yo armaba ruedas desde las seis o siete de la mañana hasta las doce del día. Almorzaba y escribía hasta la noche. Fueron dos años para mí muy productivos. Lo cerramos cuando nos fuimos para Nueva York.
¿Cómo te ves en 10 años?
Si sigo vivo y saludable a los 83 seguramente estaré escribiendo, haciendo jardín y tal vez navegando en la casabote. Lo mismo que hago ahora, pero mucho más despacio.