Azahara Palomeque tiene 37 años y es hija de la clase media española que votó en los ochenta, por primera vez y entre otras cosas, la creación de un sistema de becas para los suyos. Querían poner en marcha el ansiado ‘ascensor social’. O, lo que es lo mismo, que si eras listo pudieses estudiar lo que quisieses con independencia de tu clase social. La intención estaba clara: si podías estudiar, como si fuese una regla de tres inquebrantable, vivirías mejor que tus padres, ellos mismos, los ahora llamados boomers (hijos a su vez de la generación de la guerra) que están llegando a la jubilación convertidos, paradójicamente, en la franja de edad más 'pudiente' y estable del país.
Palomeque pertenece también de la generación que, en su veintena, optó por irse, cargada de conocimientos y huyendo de la crisis económica del 2008, a ganarse la vida fuera. Sobre todo porque en su propio país no era posible. Ella, concretamente, un doctorado en Princeton, una de las mecas internacionales del conocimiento. Tras descubrir en la tierra de las oportunidades que el liberalismo extremo complica mucho la felicidad en el día a día (sobre todo en seguros médicos y sociales), decidió volver.
Y se puso a pensar en todo esto: en las expectativas, en los deseos, en los abismos generacionales. En lo que fue verdad y lo que no pasó de ilusiones. En la falacia del ascensor social y la meritocracia. En los nuevos retos de futuro que lo cambian todo, como el ecologismo. De toda esa reflexión nació el libro ‘Vivir peor que nuestros padres’ (Anagrama). Es decir, millennials y boomers pensando sobre los últimos cuarenta años. Y en la próxima década.
¿Qué le dirías a aquella veinteañera que emigró desde lo que sabes ahora?
Probablemente le diría: “no seas tan ambiciosa; no confíes en las instituciones educativas para garantizarte ningún futuro, porque no lo harán; quédate cerca de casa, aunque las oportunidades sean mínimas, porque quizá no aprendas tanto, pero te ahorrarás mucho sufrimiento y mucha nostalgia por las horas perdidas de sol, familia, afecto y salud”.
Has vuelto tras 13 años en Estados Unidos. ¿Por qué ahora?
Llevaba años queriendo volver a España. Y viví un momento de epifanía en la pandemia: simplemente no podía quedarme un segundo más en aquel país, sin un sistema sanitario digno, público. Además, ‘la Era Trump’. Lo más bello de la experiencia fue conocer al que ahora es mi marido; por ahí sí mereció la pena.
¿Tres cosas que ves al llegar a España buenas y tres malas (con los ojos de extrañeza del que ha puesto distancia)?
Las tres cosas buenas son: que aún tenemos un sistema de protección social medianamente sólido, con sanidad pública, derechos laborales, etc.; que el feminismo y el ecologismo son discursos fuertes, con un potencial transformador inexistente en otros países; que la gente, a pesar de todo, es amable y sabe convivir, cosa muy difícil en Estados Unidos. Lo malo es la penetración de idearios neoliberales a ultranza, con que dividir a la población y destruir el estado del bienestar; un sectarismo y una posverdad que van en aumento; y, a nivel personal, la paradoja de que cuento con menos derechos laborales que cuando vivía en Estados Unidos (donde la universidad los garantizaba, no el estado), exceptuando la sanidad universal: al ser autónoma, no tengo vacaciones pagadas, ni bajas por enfermedad pagadas, por ejemplo.
¿Por qué este libro?
Este libro obedece a muchas conversaciones que tuve al regresar con gente de distintas edades. Me di cuenta de que la máxima de “somos la primera generación en vivir peor que sus padres”, popularizada a partir del 15M, apuntaba a una realidad material muy clara, producto de la crisis de 2008/9, que no se había solucionado aún, y de que a eso se añadía otro factor, a menudo tratado de manera inconexa: la crisis medioambiental. En las nociones de futuro de muchas personas de mi edad no cabían ni pensiones ni trabajos estables. Al hablar estos temas con mi madre, mi tío, mis suegros o mis profesores, todos boomers, noté cierta incomprensión al respecto, no necesariamente malintencionada, más bien fruto de una experiencia diferente. Luego investigué y los datos me daban la razón. Eso había que contarlo.
Si tuvieses que resumirlo en dos ideas concretísimas, ¿cuáles serían?
Vivimos peor en lo económico y en lo ecológico. Las recetas neoliberales no van a solucionarlo, pero tenemos la oportunidad de activar la imaginación política y buscar alternativas que incluyan un pacto intergeneracional.
¿Viven los millenials de verdad peor que sus padres?
En lo económico y en lo ecológico, sí. Tengamos en cuenta que lo ecológico presenta muchas ramificaciones, por ejemplo en salud: la esperanza de vida en occidente está descendiendo. Otro problema grave es la falta de expectativas, o lo que algunos expertos llaman “futurofobia”: nos da miedo pensar en el porvenir, una sacudida emocional que no existía en generaciones previas.
¿En qué viven mejor?
Hemos conquistado derechos como el aborto o el matrimonio homosexual; España –y otros países– es mucho más feminista, y tenemos padres, en general, mejor posicionados socialmente que nuestros abuelos, los hijos de la Guerra; por lo tanto, algunos contamos con cierto colchón. La educación pública de calidad, ésa que ahora se empeñan en destruir, ha creado una ciudadanía medianamente crítica.
Millennials frente a boomers: ¿cómo es esta paradoja de hacer todo por los tuyos y sentir confrontación?
En el libro no se apuesta por el enfrentamiento, sino por sanar esa diferencia de mundos vividos y pensarlos a partir de nuevos lenguajes. De hecho, a veces me reseñan hablando de “conflicto generacional”, aunque yo no lo describo así: si digo “fractura” es porque puede –y debe– sanar.
¿Por qué la generación de los primeros nacidos en democracia tiene esta zozobra?
Hemos vivido la peor crisis económica desde 1929 globalmente, y desde la Guerra Civil en España. Asistimos a un modelo democrático-neoliberal que cada vez presenta más carencias en materia de derechos humanos, porque la economía se ha priorizado frente al bienestar ciudadano, y además este modelo nos inculcó una serie de expectativas -meritocráticas, por ejemplo– que luego no supo satisfacer. La crisis climática arrasa la base natural de la economía y vemos cómo sube el precio de los alimentos, los pronósticos para nuestra vejez no son nada halagüeños, y lo que creíamos consagrado e intocable en los 90 –la sanidad pública– hace aguas por todos lados. Es muy duro ver cómo todo un sistema de valores, económico, ecológico, y político se derrumba a tu alrededor.
¿A más malestar más tendencia a las derechas?
No sé si la fórmula es tan exacta, pero estamos viendo un crecimiento del pensamiento autoritario -también entre los más jóvenes– que, probablemente, se ancla en la posibilidad de encontrar respuestas fáciles a problemas complejos, respuestas como el odio al otro, las ideas conspiranoicas y las mentiras descontroladas.
¿Funcionó el ascensor social? ¿Funciona ahora?
Hubo una época –la de mis padres, nacidos a finales de los cincuenta – en que funcionó. Ahora no funciona.
¿Qué puede hacer esa generación de boomers ahora para ayudar a sus hijos?
Mucho, de hecho, ya lo están haciendo. Durante la crisis de 2008/9 muchas familias o personas jóvenes salieron adelante porque contaban con la ayuda de sus mayores; ese vínculo perdura y una gran mayoría de boomers son conscientes de que, sin ellos, los que nacimos después nos caeríamos por las grietas. Al margen de lo estrictamente monetario, y del apoyo afectivo, creo que cuestionar el modelo económico y aceptar que las normas han cambiado, también en lo climático, sería ideal. En EE.UU., por ejemplo, ha surgido un grupo de activistas mayores de 65 años -Third Act – que reconocen sus privilegios, saben que tienen poder adquisitivo y tiempo libre, y ya se han manifestado varias veces frente a bancos que financian a empresas de combustibles fósiles. Ese tipo de iniciativas construye lazos.
Propones repensar el presente, ¿cómo se hace eso?
En mi caso, se hace leyendo todo lo posible, sin olvidar que tengo vecinos, amigos, madre, tíos a los que escuchar; es decir, acumulo información de todo tipo, también la vivencial, la que es fruto del diálogo directo. Repensaría el modelo económico, la desigualdad (¿por qué hemos consentido que algunos se enriquezcan tanto?) y la degradación del estado del bienestar, que deberíamos corregir tan rápido como fuese posible.
Propones también imaginar diferente el futuro, ¿cómo sería?
Sería un futuro decrecentista, donde los recursos se reparten equitativamente y la riqueza se utiliza para elevar el bienestar de todos, tanto que no echemos de menos las posesiones actuales –¿quién quiere un coche privado si contamos con una red ferroviaria pública eficiente que casi no contamina, reduce los accidentes y nos permite leer o escuchar música durante los trayectos en lugar de estar pegados al volante?–; donde se trabaje menos y esa labor vaya orientada a lo útil (los cuidados) y no al lucro de unos pocos; donde florezcan las artes y la imaginación, el deseo no esté vinculado al consumismo sino a quienes amamos, resucite la biodiversidad, contengamos el cambio climático y mejore nuestra salud. ¿Quién da más? Lo cierto es que sería materialmente factible, las dificultades son políticas.