Brontëbus al páramo de Heathcliff: viaje al pueblo de las hermanas Brontë
La escritora María Folguera pone rumbo a Haworth (condado británico de York), el pueblo donde vivieron Charlotte, Emily y Anne
El mito de las tres hermanas, y del malogrado Branwell, el único varón, mimado y fracasado, no ha dejado de inspirar biografías
En las páginas finales de Cumbres se dice que los fantasmas de Heathcliff y Catherine son avistados a veces entre el brezo
Lo razonable es no hacer este viaje. Qué tiene este remoto rincón de Inglaterra que no pueda imaginarse desde casa, o que no pueda avistarse con un par de clics desde la pantalla. Para qué tomar un avión, varios trenes, un autobús; para qué alojarse en un pueblito donde no se sabe si aguarda la decepción. Como lectora y admiradora de Charlotte, Emily y Anne Brontë siempre había razonado conmigo misma: no era necesario tomarse la molestia de viajar hasta Haworth.
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Sí, leí 'Cumbres borrascosas' a los trece años y desde entonces vuelvo al libro para descubrir una hondura cada vez más antigua; sí, redescubro a Anne Brontë a pesar de la condescendiente prescripción que la hermana superviviente hizo de su obra, reduciéndola a lo modesto; sí, las novelas de Charlotte alzan el vuelo entre mis manos. Pero lo que me empujó a hacer este viaje fue la lectura de 'Infernales. La hermandad Brontë', de la escritora argentina Laura Ramos.
Celebré la mirada curiosa más allá de la hagiografía, que indagaba en los resquemores propios de toda familia, y se preguntaba por los testimonios perdidos que habrían podido dar respuesta al relato oficial iniciado por Charlotte. Y terminaba con una visita a la rectoría de Haworth, la casa donde crecieron y murieron, y donde su padre, Patrick Brontë, ejercía de párroco.
Las hermanas Brontë
La vida de las Brontë fue breve. Anne murió con 29 años recién cumplidos y dos novelas, 'Agnes Grey' y 'La inquilina de Wildfell Hall'. Emily falleció poco antes, a los treinta años de edad y con su única novela, 'Cumbres borrascosas', enfrentada al escándalo de la crítica. Un comentarista dijo: “Un viejo dicho reza que quien come queso tostado de noche sueña con Lucifer. El autor de Cumbres borrascosas, obviamente, ha comido queso tostado. Es un misterio que un ser humano pueda acometer un libro como este sin suicidarse antes de terminar una docena de capítulos. Un compendio de depravación vulgar y horrores antinaturales”.
Ambas hermanas habían contraído tuberculosis durante la niñez, en un internado para hijas de clérigos pobres, que se les desarrolló fatalmente entre 1848 y 1849. Su hermana mayor, Charlotte, autora por aquel entonces del gran éxito editorial y tampoco exento de polémica 'Jane Eyre', quedó desolada, mano a mano con su padre, el clérigo de origen irlandés Patrick Brontë.
Hasta entonces, la identidad de las tres escritoras había permanecido en secreto, dado que habían publicado con los seudónimos de Acton, Ellis y Currer Bell. Pero la desdicha aceleró la revelación. Charlotte presentó a sus hermanas en una nota biográfica que acompañó la reedición de Cumbres borrascosas en 1850. Un bello texto, pero también el intento de proteger a las ausentes de las acusaciones de salvajismo e inmoralidad.
Charlotte quiso disculpar la crudeza de los textos de sus hermanas alegando que eran criaturas aisladas e inexpertas, ignorantes del alcance de lo que planteaban. Calificó de error el tono de 'La inquilina de Wildfell Hall', en el que la protagonista huye del violento matrimonio con un alcohólico. Charlotte Brontë viviría para publicar dos novelas más, 'Shirley' y 'Villette', pero falleció a los treinta y ocho años durante su primer embarazo.
Haworth, un lugar de peregrinaje
Desde entonces el mito de las tres hermanas, y del malogrado Branwell, el único varón, mimado y fracasado, no ha dejado de inspirar biografías, obras de todas las disciplinas artísticas, adaptaciones al cine de sus obras, biopics -el último, Emily, en 2022, protagonizado por Emma McKey- y ha convertido Haworth en un lugar de peregrinaje. Al leer el libro de Laura Ramos, donde acepta con humor y honestidad su propio sentimentalismo y convierte su viaje a Yorkshire en una reflexión sobre esta mitomanía, sacudí mis propios prejuicios y compré el billete de avión a Inglaterra.
Así que llegué al noroeste del país, tomé un último tren de Leeds a la pequeña ciudad de Keighley y allí, en la estación de autobús, el llamado Brontëbus: en Keighley saben orientar a las frikis que guardan una copia de 'La inquilina de Wildfell Hall' en la maleta. Yo creía que Haworth era un pueblo diminuto y remoto porque así lo decía la leyenda, y cuando subí al Brontëbus -que por lo demás es un autobús normal con la gente de por allí haciendo sus recados cotidianos- le dije al conductor: “Voy a Haworth”. “¿A qué parte de Haworth?”. Esto no me lo esperaba.
“A Main Street”. “¿A qué altura de Main Street?”. Así que la calle principal, con su cuesta empinada que culmina en la rectoría, tiene la extensión suficiente como para merecer sucesivas paradas de autobús. Opté por bajar al inicio de la calle. Haworth no es tan pequeño, y está muy cerca de Keighley, casi como un barrio.
La farmacia donde su hermano compraba opio
Es un miércoles lluvioso de febrero, el aire huele a leña y a caca de oveja, a lo lejos veo las parcelas verdes cercadas por piedra negra, y mi alojamiento, una casita llamada Little Withens, me aguarda con la calefacción encendida. Cenaré en The Black Bull, el pub donde Branwell bebía hasta el desmayo, y comprobaré cómo la calle principal abunda en cafés, librerías y tiendas de vinilos.
Al día siguiente dejo atrás la coqueta pastelería Villette, las librerías con bolsas de tela y consignas feministas, los carteles que explican que aquí y allá estaba el relojero de las Brontë o la farmacia donde Branwell compraba el opio, y por fin llego a la rectoría.
La casa-museo de las Brönte
A esta casa llegaron Patrick Brontë, su esposa María y sus hijos en 1820. Pero Maria fallecería muy pronto y la casa quedaría a cargo de su hermana Elizabeth, que lamentó toda su vida verse atrapada, por deber familiar, en el ingrato clima norteño -los zuecos de madera con los que intentaba protegerse del suelo helado se exponen en una vitrina-. Elizabeth falleció en 1842 y con la herencia que dejó a sus sobrinas facilitó que pudieran dedicarse a la escritura que culminó en las primeras novelas; hasta entonces estas habían probado suerte como institutrices, gobernantas y maestras, aunque Emily había desistido muy pronto, dada su extrema timidez.
Toda casa museo es una reconstrucción, una escenificación de objetos originales y de época que recrean el ambiente. Lo que asombra de esta visita es el palimpsesto de devociones que han conseguido sostener el legado: los donativos, adquisiciones en subastas, mediadores y artistas invitados que han hecho de la casa una lectura activa de la vida y obra de estas personas que murieron hace mucho tiempo.
En el salón donde las hermanas leían y escribían puede verse un manuscrito de 'Cumbres borrascosas' que reescribieron frase a frase los visitantes de la casa en dos mil dieciocho. En el cuarto de Branwell, el artista Grant Montgomery imagina en una dramática instalación el estado de desorden del atormentado varón: papeles, tinta, botellas, sábanas.
Su querido perro Keeper
En otra vitrina encuentro el collar de latón de Keeper, el perro de Emily Brontë, un bullmastiff que la acompañaba a todas partes y que a juzgar por el aro tenía un cuello de toro de lo más coherente con el nombre de su raza canina. La visita sigue con paneles, cartelas, vitrinas e invitaciones a jugar -en algunas habitaciones hay capotas y chisteras victorianas a disposición de los visitantes para que hagan la broma y, supongo, se fotografíen.
Para salir, cómo no, hay que atravesar la tienda. Los Brontë dibujaban muy bien, pero no sabían que en 2024 compraríamos imanes y postales con la acuarela de un Keeper que entrecierra los ojos cual mastín velazqueño, pintada por Emily; la tétrica autocaricatura de un Branwell visitado por el esqueleto burlón de la muerte o el delicado trazo del perfil de Anne a manos de Charlotte.
El paseo por el páramo
La segunda parte de la visita se convierte insospechadamente en el centro de mi viaje. Se trata del paseo a Brontë Falls y a Top Withens, una ruta por el páramo hasta una cascada y una granja en ruinas cuya ubicación inspiró Cumbres borrascosas. En la novela, el narrador, el señor Lockwood, llega a la casa donde vive el dueño de aquellas tierras, Heathcliff, y conoce su historia de rencor y violencia, llena de fantasmas que recorren el páramo y suplican entrar por la ventana.
Las Brontë eran unas paseantes abnegadas y en sus obras las caminatas y la observación del paisaje son clave para la atmósfera y el desarrollo de la trama. En la tienda de la rectoría me dan las instrucciones pertinentes: llevar el móvil con batería cargada, una botella de agua, calzado adecuado, y completar el trayecto de tres horas en total con luz diurna.
Y así tomo la carretera del cementerio y me adentro en el páramo bajo la mirada de unas ovejas de cráneo negro y lana blanca. El viento hurga con pinzas gélidas en mis oídos como si buscara la piedra de la locura. La turba se extiende por las colinas y el brezo tiembla. Salto entre los charcos, el barro negro y los riscos.
“Mi alma no es cobarde”
A los veinte minutos empiezo a sentir el pánico hacia el camino solitario, con mi fobia histórica y muy bien documentada a los peligros de ser mujer que se aventura. Sopeso dar la vuelta y abandonar pero, taquicárdica, me digo a mí misma que si no hago el maldito paseo de Cumbres borrascosas no haré nada mínimamente atrevido en esta vida, y pienso en el verso de Emily: “No coward soul is mine” (“Mi alma no es cobarde”).
Veo una silueta de hombre venir a lo lejos. Cuando nos cruzamos, me saluda muy amable. Tengo la espalda empapada en sudor y me he puesto la capucha del abrigo para proteger los oídos del azote helado. Me asombra que Emily Brontë hiciera este recorrido con aquellos vestidos -en sus cartas hablan a menudo de placenteras horas bajo la lluvia-, pero reconozco que en cuanto a la seguridad, ella tenía una ventaja a su lado: Keeper, con su collar de latón, su lengua y sus dientes de fiera.
Los fantasmas de Heathcliff y Catherine
En las páginas finales de Cumbres se dice que los fantasmas de Heathcliff y Catherine son avistados a veces entre el brezo. Yo pienso que ojalá viera fantasmas; mi terror es hacia los humanos. La memoria me tranquiliza con las frases finales del libro: “Y me preguntaba cómo se le podía ocurrir a nadie atribuir un sueño inquieto a quienes duermen bajo aquella apacible tierra” (en traducción de Carmen Martín Gaite).
Por fin llego a Top Withens, un refugio color carbón cuyo nombre también guarda resonancias con el título original de Cumbres, Wuthering Heights. Todo suena a ese viento que me acompañará de vuelta, mientras aprieto entre los dedos el orgullo de haber cumplido con mi solitario peregrinaje.
“Jane Eyre es una peregrinatio entre la mujer y el autor que digo ser”, dijo Charlotte Brontë. Me recompensaré con una cena en The Hawthorn, un restaurante en la calle principal de techos bajos y vigas a la vista, donde cenaré junto al fuego una exquisita coliflor asada y un pastel de polenta mientras leo 'La inquilina de Wildfell Hall'.
Mi viaje a Haworth ha sido un permiso para el tiempo de la ocurrencia, lo irrazonable, lo que no viene a cuento: viajar sola un poco lejos para ver un collar de perro y un horizonte de turba y brezo. Pero el cuento ha venido, al final, y este me dice que, una vez, una novela se escribió tras un paseo hasta una granja en ruinas, y con el recuerdo de la historia de un niño esclavo que creció y quiso vengarse de sus opresores -el Heathcliff de Cumbres-, o la rabia y la vulnerabilidad ante la conciencia de clase y género -Jane Eyre, Agnes Grey, La inquilina de Wildfell Hall, Villette. Haworth no está tan aislado, y las Brontë no tuvieron una “limitada experiencia”, como alegó Charlotte en un intento de protección hacia la honra póstuma de sus radicales hermanas. En su corta vida, y desde este Haworth, supieron escuchar todos los rumores del viento.