Vírgenes, hombrías y Jabatos: así es volver a leer los cómics del Capitán Trueno medio siglo después
La saga, creada en 1956 por Víctor Mora, marcó la infancia de varias generaciones de niños
El escritor Alejandro Gándara fue uno de ellos y ahora, varias décadas después, los revisita
Los cuadernos y las historietas de 'El Capitán Trueno' comenzaron a publicarse unos meses antes de que yo naciera y, junto al western y el cine bélico, compusieron el modelo heterosexual masculino –que compré a la vez que los cuadernillos, aunque sin saberlo- con toda la prole de ideales y miserias que ya conocemos. 'El Jabato' no cumplió tanto esa función –aunque a ella estaba destinado- por falta de eficacia, tanto artística como ética, pues aparte de que históricamente era enrevesado y cómicamente anacrónico, sus argumentos y acciones eran bastante más burdos, según mi gusto de entonces, bastante generalizado, por lo demás.
En todo caso, ambos respondían –debido entre otras cosas a que compartían autoría y editorial- a un esquema triangular de tipos de varón, bajo los auspicios de una reina o gran dama virgen. Esta, tan virgen y tan alejada del mundo como pudiera estarlo en cualquier sueño adolescente de amor perfecto y perpetuo con un ser de carácter uranio o celeste, cuya condición era su inexistencia más allá del ideal. (Pero que, precisamente por ser ideal, era obligatorio buscarlo por las esquinas de aquella España roma y pobre en todos los sentidos, que fue nuestro país antes y después de los 60 y hasta casi los 90).
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Tres cosas fundamentales en estos cómics
El esquema varonil era de fácil asimilación, aunque no necesariamente transparente. La figura central era un hombre de verdad, el modelo aspiracional y el único que merecía la pena ser seguido: Capitán Trueno o Jabato. Eran varonilmente guapos dentro de cánones anglosajones, mandíbulas cuadradas, miradas bovinas, cuerpos de gimnasio, dieta a base de yogur y cereales, y en general expresividad limitada, salvo en el puro despliegue de fuerza física, si es que a eso se le puede llamar expresividad. Había tres cosas fundamentales en ellos, constituyentes de todo aquel que quisiera llamarse o ser llamado varón.
En primer lugar, eran los jefes. Por supuesto, no por votación, ni siquiera por aclamación. Lo eran por naturaleza. Bastaba verles con la compañía que les habían adjudicado para saber que eran ellos o el caos. Y entiéndase por caos cualquier cosa no relacionada con la guerra a mayor o menor escala (por ejemplo, el pensamiento abstracto). En suma, un macho sin jefatura era sexualmente irrelevante y políticamente invisible. De la identidad, ni hablamos.
En segundo lugar, siempre salían victoriosos, fuera de que en esa victoria además les asistía la razón. No podían perder, independientemente de la magnitud del contrincante y de las celadas que se les tendieran. Un macho alfa derrotado no solamente no es un macho alfa, sino que es un espectro de varón sobre el que cae un manto de descrédito masculino, de incertidumbre sexual. Dos son los peores agravios que un hombre puede infligirse a sí mismo: no dar batalla o, una vez dada, perderla.
Sigrid y Claudia
En tercer lugar, y reuniendo las dos condiciones fundamentales anteriores con las virtudes físicas mencionadas, esta clase de hombres son amados por mujeres pluscuamperfectas, a las que ni siquiera necesitan enamorar. De hecho, ni siquiera necesitan verlas para obtener de ellas una veneración casta y sin límites. Sigrid, la amada –digamos- de Trueno es reina en la ártica Thule y Claudia, la de Jabato, es una patricia romana convertida al cristianismo. Sus héroes se encuentran con ellas de vez en cuando, únicamente para que las mujeres dejen constancia de su condición de diosas fieles y leales, sin exigencias ni deseos, por las que no pasa el tiempo ni puede pasar, pues no son de este mundo.
Cualquier carnalidad, por mínima que fuese, destruiría para siempre esa fantasía adolescente del amor que se aleja a través del tiempo y del espacio, y sobre todo a través del obstáculo. Amor, sí, pero a través de la internet de los ideales.
Goliat y Taurus
Este dios sol de la virilidad está orbitado por dos planetas característicos que realzan su brillo y su potencia: la fuerza bruta y la hombría incompleta. La fuerza bruta está representada por Goliath y Taurus, ambos leñadores, si no recuerdo mal, y cuya principal virtud es la fidelidad al amo en un sentido prácticamente animal. Son fuerzas ciegas al servicio de la masculinidad reinante, que conjuga habilidad, belleza y éxito.
Una mera extensión robótica que cubre las necesidades de energía y violencia que el protagonista no se puede permitir si quiere mantener impoluta su imagen. Son premiados ocasionalmente con algo semejante al amor, pero que enseguida sabemos que no es amor, sino el sucedáneo que puede darse entre gente pegada al suelo, que come y bebe con hambre y con sed: una querencia entre animalitos condenados a la inconsciencia y a la veneración al guía. Comiendo y vociferando son felices.
Crispín y Fideo
Crispín, el joven escudero y Fideo de Mileto, el poeta con su arpa, representan la incompletud del modelo de varón por dos vías: la del tránsito entre la niñez y la juventud, esa vida informe y aún sin consistencia donde la imaginación no es más que una perturbación (Crispín) y la obsesión creativa, propia de seres enclenques, medio andróginos y griegos, por más señas (Fideo de Mileto). También estos personajes están al servicio del dios sol de la virilidad, remarcándola, tranquilizándonos por su existencia, pagando un tributo a su presencia (el tributo de la imaginación y de la creación). Las cualidades de estos incompletos solo son puestas en valor cuando se demuestran útiles a los objetivos del héroe estelar, así Crispín con sus añagazas y ardides, y Fideo estampando su arpa en el cráneo de los enemigos.
Por supuesto, las historietas de Trueno o de Jabato no son las señeras de los modelos masculinos que tanto daño han hecho (y, desde luego, no solo ni principalmente a las mujeres), ya que seguían un patrón existente en la cultura de masas de la época y en la que no era de masas. Se trataba de una épica pobre para una infancia pobre de espíritu, saqueada por una educación degradante y una moral hipócrita; una épica que retrataba perversamente la impotencia y la frustración de generaciones enteras a través de la exaltación de modelos imposibles y de ideales suicidas.
En fin, esas historietas fueron las que nos tocaron y de eso dejamos constancia.