La pandemia, la dureza de los confinamientos, la normalización del teletrabajo y un cierto hastío de lo urbanita propiciaron en nuestro país un renovado interés por el mundo rural, una especie de regreso a la España vaciada, aunque solo fuera en el fin de semana, como si se tratara de un paraíso perdido, casi un paisaje mítico. Sin ir más lejos, como el Celama imaginado por el escritor Luis Mateo Díez (Villablino, León, 1942), aunque la visión del Premio Nacional de las Letras Españolas sobre este fenómeno dista mucho de ser tan idealista. "La naturaleza es el pasado del hombre", escupe en esta entrevista más de una vez el autor leonés sin un ápice de nostalgia por la cultura campesina que vuelve a invocar en 'Celama (un recuento)', revisitación alternativa del mundo que ya transitó en la trilogía formada por 'El espíritu del páramo', 'La ruina del cielo' y 'El oscurecer'.
¿Por qué volver a Celama una vez más?
Este volumen ordena los cuentos de Celama con una cierta antropología literaria. Están reescritos y succionados de ese mundo, e incluye muchas cosas inéditas. Es otra manera de llegar a Celama. Aunque hayas leído la trilogía y te puedan resonar cosas de ese mundo, es probable que tengas una visión distinta entrando por esta vía, más asentada en lo que son los elementos cruciales de ese mundo, las metáforas, los símbolos y los personajes más arquetípicos.
¿Cómo recuerda aquella cultura rural que vivió en su infancia y adolescencia?
Para mí ese es un mundo del pasado. La verdad es que Celama no es un mundo comprometido de una manera sociológica-político-vitalista con esa cultura. Está muy lejos del costumbrismo y de ese sentido con el que vemos ahora la desaparición de los mundos rurales. A través de mis vivencias y recuerdos, y su reelaboración por medio de la imaginación, he convertido ese universo en algo muy simbólico, casi hasta un poco abstracto y kafkiano.
¿No se alinea entonces con ese sentimiento de añoranza por la España rural?
Yo soy pesimista. Soy tan optimista que soy muy pesimista. La marcha de los tiempos acarrea evoluciones y liquidaciones por derribo. La mayoría de los pueblos que yo puedo recordar de mi infancia están mejor muertos que vivos. No sé por qué a nadie se le ocurrió hacer un pueblo en un sitio inhóspito, horrible, de donde apenas se podía salir, y hacer que la gente se amoldara a un tipo de supervivencia en la penumbra y el desarraigo, ajeno a cualquiera de los bienes del progreso.
Esto dicho así puede ser muy radical, pero es que yo tengo ciertas visiones personales para pensar que la naturaleza es el pasado del hombre. Es una hermosura, y hay que volver a ella, pero yo no tendría ninguna necesidad de vivir en la naturaleza. Soy tan escéptico en eso que a veces digo, como un chiste, que me gusta más una farola que un árbol.
¿Qué perdimos entonces que no hayamos recuperado?
Hay una vía de vivencias, de vitalidad y de ejemplaridad. Y de eso Celama da cuenta, pero desde esa perspectiva más simbólica. Lo malo de esto es que el olvido proviene de unas actitudes de civilización que son terribles pero son las que son. Yo no soy muy feliz en la naturaleza, pero sí me puedo extasiar y la he vivido con mucha intensidad. La naturaleza de la aridez. Soy un bicho raro.
Entonces usted no volvería
No, no volvería. No me gustaría acomodarme a recuperar aquella antigüedad de la existencia, cosa que respeto y me parece encomiable, pero yo no lo haría. Yo vivo demasiado enviciado. Y eso ya lo viví, en mi niñez, en un esplendoroso valle minero, de una vieja ganadería que fue liquidada, no fusilada, simplemente se murió. Seguimos para adelante. Aquella ganadería daba una carne especial, pero llegamos a Europa y el valle quedó perdido. Una vez que cerraron las minas era una supervivencia precaria.
Aquello es de una belleza enorme, pero cuando vuelvo allí me digo 'parece que nuestro futuro es nuestro pasado. No hay futuro'. Y eso me duele. Celama también se incrusta en la liquidación de las culturas rurales, en la tradición del trabajo como sufrimiento, la idea de la gleba, lo que tarda en llegar el progreso. Es un páramo de los hielos, que decía don Quijote.
Haciendo recuento personal, ¿qué ha significado escribir a lo largo de su vida?
Ahora que voy a cumplir 80 años lo tengo muy claro: El elemento crucial de la escritura es cómo he sido capaz de vivir mucho más de lo que hubiera vivido si no hubiera escrito. La conquista de un territorio de la imaginación, de inventar personajes e historias, es la aportación que he hecho para mí mismo. Yo he vivido mucho más escribiendo que viviendo.
Creo que es mucho más poderosa la vida que proviene de la ficción que la que proviene de la realidad. Esto se puede decir cuando ya tiene muchos años; antes no se puede decir. El compromiso del arte está con la vida. Y sirve para tener un conocimiento mayor de la condición a la que pertenecemos. No da solo satisfacción, la belleza da emoción. El que no lee novelas (buenas, a ser posible) sabe menos de quién es y de adónde pertenece.
¿Qué le diría al Luis Mateo de 30 años que empezó a escribir?
Le diría 'has sido un escritor prolífico, has contado muchísimas cosas, pero te has quedado corto. Si al final de tu vida vas a hacer 80 novelas, podías haber hecho mejor 400. Buenas todas'. Eso me lo reprocharía, no haber sido más prolífico. Tener esta sensación, entre turbulenta y pacificadora, de que una parte crucial de tu obra va a ser póstuma es un elemento que me atrae mucho.
¿Cómo lleva el paso del tiempo?
Uno de los bienes de hacerte mayor, aunque no hay nada bueno en ello, es que hay posibilidades de desatarse un poco. Ya no eres tan discreto, aunque lo sigues siendo, mantienes el sentido común, pero ‘pierdes la olla’, y puedo acabar escribiendo novelas más atrabiliarias y acaso menos respetuosas. Puedo abrir alguna zona en la que no había entrado antes. Hay hasta una cierta estética de la obscenidad.
¿Asusta envejecer?
No es que asuste, es que es una desgracia. A mí no me asusta la muerte. Con esto de la eutanasia digo '¡por fin!'. Mientras estás bien y tienes las cosas sencillas de la vida, vale, pero la vejez conlleva deterioro. El cuerpo pesa. La vida es incómoda. Te levantas por la mañana y hay que apurar, echar gasolina, y hay que moverse un poco para conservar cierta agilidad. Yo no he perdido nada de la frescura mental. Sí un poco la memoria, pero la memoria no me interesa mucho, ni la historia. Como viejo me he hecho muy descreído. Nunca creí en nada trascendente, pero tuve mucho respeto por lo sagrado.
¿Cómo es un día feliz a los 79 años?
Un día tranquilo. Te vas dando cuenta de que la felicidad son ramalazos, instantes, cosas poco duraderas, pero entre las ambiciones del ser humano ser feliz es ilusorio, y las ilusiones son fundamentales. Sabiendo que es imposible que un ser humano sea feliz durante toda la existencia, incluso a lo largo del día. Ya cuando el cuerpo pesa, y vas sobrellevando precariedades, la felicidad a los 79 años es la tranquilidad. Poder decir 'no hay nada que me extorsione para hacer a lo largo del día lo que me parece bien'.
Eso en este mundo es casi imposible. Porque cuando parece que te han castigado con la pandemia, hay un volcán en una isla llena de amigos a los que quieres. Y de pronto, cuando parece que estamos más tranquilos, viene un señor que se llama Putin y revoluciona todo. Es una expresión de la maldad sin límite, de la que los seres humanos tenemos tantas referencias en lo colectivo. La maldad a veces tiene cara. Y ahora es difícil estar tranquilo por mucha paz de espíritu que tengas.
¿Iremos a mejor?
Yo he tenido siempre mucha confianza en el ser humano, desmentida continuamente. Hasta después de haber pasado 50 años bajo la férula de un dictador que además era una persona estúpida y mediocre, ni siquiera con cierta grandeza de satrapía. Con todos esos contratiempos, sí que creo en el destino del ser humano. Creo que hay más parte bondadosa que malvada en lo que somos. Pero también hay mucho más sufrimiento que felicidad. Creo en el ser humano en el tanto por ciento en el que no creo en Dios.