Una de las cuestiones más fascinantes que descubrí cuando escribía 'Tras los pasos de Jane Austen' fue el paso de la escritora a la edad madura: la mayoría de los lectores identificarán a la autora con sus obras, y pensarán en heroínas jóvenes, casaderas, que sellan su amor con el galán de baile en baile. O quizás hayan cedido a esa imagen clásica de una escritora solterona y sentimental. Sin embargo, Jane Austen, una de las escritoras más leídas de la historia y una de las mentes más lúcidas del siglo XIX, se encuentra muy lejos de ambos tópicos.
Lo cierto es que Jane murió en 1816, a los 41 años. Ahora consideramos que murió muy joven: en esa época, en la que la mortalidad infantil era lamentablemente alta, y en la que varias mujeres de su familia habían muerto a los veinte por complicaciones de parto, se la consideraba una mujer madura. No solo por su edad, sino también por la actitud y el modo de vida que había adoptado en los últimos años.
De hecho, es interesante acercarnos a esta historia y de paso aprender algunas cuestiones sobre la manera en la que se vivía en las clases medias inglesas hace dos siglos: entenderemos mucho mejor algunos de los conflictos de las novelas y películas y, sobre todo, la importancia de conseguir una renta, ya que era imposible lograr un salario.
Jane era la hija menor de una familia numerosa. Su padre, clérigo, dio una educación universitaria o un oficio para sus hijos varones; las dos hijas, Cassandra y Jane, no tendrían dote, ni tampoco se esperaba que vivieran de un trabajo, debido a la clase social a la que pertenecían. Su destino natural era el matrimonio, y, bien educadas, bien relacionadas y guapas, eso parecía en principio una tarea fácil.
No fue así: Cassandra se comprometió, pero su novio murió de unas fiebres. Ella decidió retirarse del mundo sentimental. Recibió una pequeña herencia de su prometido, que le permitía una cierta independencia económica. Los romances de Jane no cuajaron. Cuando su padre murió, no tenía una libra de ingresos propios y muy pocos ahorros. Hasta entonces siempre había vivido con su hermana y con sus padres, y de la asignación que estos le daban.
Ahí fue, tras la muerte de su padre, cuando Jane experimentó un cambio importante en todos los aspectos: sus hermanos buscaron para las mujeres de la familia una granjita en la que vivieran sin pagar renta. Abandonaron por lo tanto Bath, la ciudad en la que vivían por la salud del padre y como una última oportunidad para que Jane encontrara marido. Por otro lado, Jane retomó la escritura, que desde jovencita había practicado, con una enorme pasión: escribió o revisó todas sus obras en muy pocos años. Y, por último, abandonó las exigencias sociales que se le aplicaban a las chicas casaderas para adoptar voluntariamente la estética y la forma de vida de una solterona. Tenía 34 años, y ya no era, según los criterio de su tiempo y su entorno, una mujer joven , pero no tanto como se empeñó en parecer.
Los vecinos de Chawton, donde vivió sus últimos años, la recuerdan con zapatones cómodos y ropa recia en los paseos a los que salía con su hermana. Sus sobrinos lamentaban que, aún joven, hubiera comenzado a llevar una cofia de vieja que ocultaba sus hermosos rizos castaños. Su piel y sus colores parecían de niña, pero se empeñaba en vestir como alguien mucho mayor, salvo cuando sus sobrinas la peinaban y la arreglaban y se la llevaban de carabina a algún baile.
Incluso entonces (siempre le gustaron los bailes y la animación de la gente joven) bromeaba y gruñía al respecto: qué bien ser ya una solterona y una señora mayor, decía, mientras mis sobrinas bailan yo me siento junto al fuego y puedo beber todo el jerez que quiera.
Lo que en realidad nos cuentan estas anécdotas no es tanto que Jane hubiera renunciado a la vida amorosa (era frecuente que los viudos se casaran con amigas de la familia ya mayores; quién sabe si no le hubiera ocurrido a ella) como a las presiones y a la dictadura de la apariencia que atenazaba a las chicas jóvenes. Poseía demasiada conciencia de sí misma como para comportarse como una jovencita cuando ya no lo era, y sabía que la sociedad, tan cruel entonces como ahora, no dudaba en burlarse de esas figuras; pero sobre todo, a Jane ya no le interesaba nada de aquello. Había logrado, mucho antes de que Virginia Woolf lo reivindicara, un espacio propio. En esa edad madura había retomado una pasión devoradora que además, podía permitirle independencia económica: la literatura.
Jane escribía cuando había acabado con sus tareas domésticas, que llevaba a cabo puntualmente; y escribir era, precisamente, una de los pocos trabajos tolerados en una dama. Su entorno abundaba en casos de escritoras, de irregular calidad, que obtenían ingresos por la escritura. Tras un par de decepciones editoriales, había publicado "Sentido y Sensibilidad" y después "Orgullo y Prejuicio" y "Mansfield Park" habían sido grandes éxitos. Por primera vez en su vida, Jane poseía ingresos propios, y dejaba de depender del dinero de sus hermanos o de las herencias prometidas de sus parientes ricos. No necesitaba casarse para no ser una carga, no debía nada a nadie.
Para alguien de su inteligencia y de su altura moral, ese logro y esa satisfacción no se comparaba a nada, y sus momentos más felices, paradójicamente, no tuvieron lugar de jovencita, en ese eterno mercado del matrimonio al que nunca accedió de buena gana. No tener dote le impedía casarse con alguien igualmente pobre, y la convertía en un partido poco conveniente para quien poseyera dinero. No mostró nunca demasiado instinto maternal, y dado los riesgos del embarazo y del parto en la época, no resulta extraño. Vive, diviértete, le recomendaba a una de sus sobrinas No te comprometas demasiado pronto, vales demasiado como para entregar tu pasión y tu noble corazón al primero que pase. De otra, que desoyó sus consejos y se casó joven y de manera poco conveniente, decía en una carta: "Vuelve a estar embarazada otra vez. Pobrecilla, acabará gastada y exhausta como un animal en unos años".
La sinceridad y el pragmatismo con el que hablaba era ya el de quien está de vuelta de todo y se permite decir la verdad le pese a quien le pese. Jane vestía como le daba la gana, entraba y salía casi con completa libertad, viajaba a Londres sola para ocuparse de sus negocios y para ver a su hermano Henry, y todo eso se lo había dado la edad. No sabemos qué hubiera ocurrido de haber vivido, como su madre o su hermana, cuarenta años más: cuántas maravillosas novelas, cuántas anécdotas y cartas nos hubiera dejado. Cómo hubiera disfrutado del éxito que ya acariciaba, y que sobre todo disfrutaron sus hermanos y sus sobrinos.
Jane poseía de manera intuitiva lo que a tantas personas nos cuesta asumir: el arte no ya de envejecer con gracia, sino de abrazar de manera resuelta las ventajas de la edad, que a una escritora le brinda experiencia, calma, libertad, ruptura de prejuicios y una enorme distancia con las tonterías de lo mundano. Ordenó sus prioridades sin aspavientos, pero también sin la menor duda. Y, de esa manera discreta pero tenaz que caracterizó toda su vida, logró el mayor sueño de todo escritor: permanecer durante siglos en la mente de los lectores, mantenerse viva, fresca e inmortal en cada una de sus historias.