"Y el perdedor es" o cuando ganar dejó de significar algo, por Juan Tallón
Sería entretenidísimo ver a los miembros del jurado, tan criticados por su resolución, asomarse a un balcón de la editorial Espasa y proclamar: "¡¿Pero qué pretendíais: que ganase Fulanito, que presentó esta mierda, o Menganita, que concurrió con esta porquería?!"
Prestamos tanta atención al ganador del premio Espasa de poesía, Rafael Cabaliere, y a que si es mal poeta, o malísimo, que casi no dejamos hueco para hablar de los autores que perdieron el premio. Esos ¿qué? ¿Cómo serían sus obras? No obligatoriamente peores, imagino. Por otra parte, tampoco necesariamente mejores. Creo que sería entretenidísimo ver a los miembros del jurado, tan criticados por su resolución, asomarse a un balcón de la editorial Espasa y proclamar: "¡¿Pero qué pretendíais: que ganase Fulanito, que presentó esta mierda, o Menganita, que concurrió con esta porquería?!", mientras lanzaban los poemas perdedores al aire. "Bastante hicimos que lo dimos el premio a Cabaliere, que simplemente es un mal poeta, y que, en principio, existe".
Sobre los perdedores de los certámenes literarios siempre quedan flotando misterios. ¿De verdad no merecerían la victoria? ¿Había entre ellos buenos poetas, o poeta conocidos, que simplemente no tuvieron un buen día, o poetas que carecían de miles de seguidores en Instagram y Twitter, o poetas a los que el jurado no entendió? Quizás hubiese un poco de todo. No olvidemos que el ganador se quedaba con veinte mil euros. ¿Quién no sueña que los caza? Hasta el poeta más influyente. Y, sin embargo, lo ganó un poeta sin obra, recóndito, lo contrario a influyente. Es verdaderamente notable. Lástima que los manuscritos perdedores se destruyan tras el fallo, junto a las plicas que ocultan la identidad de los autores. Por ahí se va la última esperanza de encontrar respuestas a nuestras preguntas sobre el obscuro premio Espasa.
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Quién sabe si con el tiempo perder ciertos premios adquiera prestigio, y la lucha por hacerse con la derrota sea encarnizada. Nadie entiende del todo la descontrolada época en que vivimos, así que la gloria también será confusa. "Soy ambicioso. Me presento para perder", confesarán en la intimidad algunos autores, endiosados. Y sonarán entonces menos raras las primeras palabras de Samuel Beckett cuando le comunicaron que era el nuevo Nobel de literatura. Pese a andar perdido por Túnez, la Academia sueca lo encontró. Beckett se puso al teléfono, escuchó lo que tenían que anunciarle y, cuando colgó, miró a su mujer y dijo: "Ya nos han jodido. ¡Qué catástrofe!".
Ganar y perder en literatura son acciones siempre delicadas. En algunos casos no significan nada, salvo que ganar es, al principio, más divertido. Hace algunos años, un escritor gallego envió el manuscrito de una novela recién terminada a dos concursos literarios. Tenía orgullo, fe en si mismo, así que se dispuso a esperar buenas noticias. Finalmente, los jurados premiaron sendas obras, ninguna la suya. Pero no se rindió. Envió la novela a un tercer concurso. Para su falta total de sorpresa, ganó. Sin embargo, no se detuvo a celebrarlo, como si aparte de una derrota, no hubiese nada más feo y aciago que una victoria. Apenas recibió la noticia, envió un mensaje a varios de los críticos que formaron parte de los jurados de los dos concursos anteriores. No se ahorró ni un resentimiento, quizá por falta de tiempo para estar simplemente contento y en paz consigo mismo por ganar, y les hizo saber que su novela al fin había encontrado un jurado sabio y decente, no como los anteriores. Los críticos solo echaron en falta una posdata con un «jódete, imbécil».