Como todos sabemos, los nombres no son cosa para ser tomada a la ligera. Uno de los libros más famosos relacionados con el mar, Moby Dick, comienza con la famosa frase “Call me Ishmael”, “Llamadme Ismael”. Como todos los grandes autores, Melville no escribía por escribir. Notemos que el narrador no dice “My name is Ishmael”, “Mi nombre es Ismael”. Quien dice “mi nombre es…” expresa algo que le ha sido dado y que ha aceptado; en un sentido, es una manera de sumisión. El modo que Melville elige para Ismael, “Call me…”, expresa algo bien diferente. Decir “Llamadme…” anuncia una determinación; es un acto de toma de posesión de un nombre; implica un reconocimiento de la potencia inmanente del nombre; declara la decisión de asimilar la impronta del nombre. Y es una decisión que se sitúa más allá de si el nombre le fue originalmente asignado por alguien —cosa que, como queda claro en el desarrollo de la novela, no merita la menor atención por parte del autor—.
¿Qué nos dice de Ismael el nombre por el que quiere ser llamado? El Ismael que ese nombre referencia fue hijo primogénito de Abraham, no concebido con su esposa Sara, que era estéril, sino con su sierva Agar, por decisión e instrucción de la misma Sara. Más tarde, sin embargo, Dios selló su pacto con Abraham y le concedió que Sara, a pesar de su avanzadísima edad, quedara embarazada y pariera a Isaac. El día en que Isaac fue destetado, Sara dijo a Abraham: “Echa a esta sierva y a su hijo, porque el hijo de esta sierva no ha de heredar con Isaac mi hijo”. Y Abraham así lo hizo. De manera que el Ismael cazador de ballenas, al asimilar ese nombre, se declara un paria, un marginado, un despreciado. Sin embargo, en la magnífica historia que cuenta, esa misma posición adversa de Ismael será la fuente de su independencia irrenunciable, de la total ausencia de prejuicios en su visión del mundo y de su condición de ser humano superior.
El poder de los nombres. Shakespeare, en el Acto II, Escena II de Romeo y Julieta, narra que Romeo, aprovechando la oscuridad de la noche, se infiltra en el jardín de los Capuleto y, oculto entre las sombras, escucha a Julieta quien, creyéndose sola, suspira y exclama en su balcón: “¿Qué hay en un nombre? Eso que llamamos rosa olería igual de dulce con cualquier otro nombre; y Romeo, aunque no se llamara Romeo, retendría esa querida perfección que tiene. Romeo, quítate tu nombre; y a cambio de ese nombre, que no es parte de ti, tómame a mí toda”. Como sabemos, sin embargo, en seguida los dos van a morir trágicamente jóvenes por culpa de sus nombres.
Y permitidme aquí que para redondear esta arbitraria introducción a los nombres de los barcos mencione brevemente que ya el narrador de la historia de Don Quijote (¿quién? ¿Cide Hamete Benengeli, el morisco aljamiado que tradujo, el autor implícito?) nos dice que cuando el hidalgo quiso nombrar a su caballo “cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le pondría”. Y más aún, luego de dar nombre a Rocinante “quiso ponérsele a sí mismo, y en este pensamiento duró otros ocho días”. ¡Y todavía faltaba elegir nombre para la dama que fue Dulcinea del Toboso!
Claro que los marineros no pensamos en estas cosas al momento de darle nombre a un barco. Y, sin embargo, de una manera u otra, las historias que los marineros sí tenemos presentes al pensar en el nombre de un barco, polemizan con el poder de los nombres. Pienso que no es razón despreciable el saber que Neptuno mantiene el Libro Mayor de las Profundidades oculto en algún lugar del fondo del mar, lugar al que los hombres sólo podrían acceder ahogados, acceder para no volver. En ese Libro están registrados todos los nombres de las naves que alguna vez navegaron. Ningún marinero desafiaría al dios de los mares registrando un nombre impío.
Veamos sin más las pautas principales que orientan la elección del nombre del barco. Debemos saber, ante todo, que es irrespetuoso de Neptuno navegar un barco que no tenga nombre todavía. Tampoco se debe dar a un barco un nombre presuntuoso tal como invencible, excelso o cosas de ese estilo. Es atinado también el evitar nombres de dioses o criaturas con las que Neptuno pudiera estar enemistado. Dada la veleidad de las criaturas divinas conviene no recurrir a ningún nombre de dioses o diosas. Y, por supuesto, jamás recurrir a los nombres de las tormentas marinas como huracán, tifón o ciclón que sonarían desafiantes.
Hay que pensar el nombre del barco como un tatuaje. El nombre del barco implica una decisión para toda la vida y que, como tal, debe enraizarse en lo más profundo del que lo ha elegido. Al mismo tiempo, debe ser airoso porque será expuesto a la vista de muchos.
Habiendo ya seleccionado el nombre de acuerdo con las guías mencionadas, se puede proceder al bautismo propiamente dicho. Como es ampliamente conocido, el bautismo del barco debe incluir una ceremonia digna. Es propio de la solemnidad del rito el incluir bebidas que por su jerarquía y abundancia regocijen a Neptuno. Las bebidas serán compartidas con los amigos que asistan al ceremonial.
Si se han cumplido estas formalidades, al barco, a su capitán y a su tripulación, los esperarán muchos años de navegaciones felices. Puede darse, entonces, al cabo de los años, el caso de que la embarcación cambie de manos. Y existen experiencias que nos llevan a admitir que puede entonces presentarse la compleja situación en la que, al nuevo capitán, a pesar de todos sus esfuerzos, le resulta imposible asimilar el nombre con que ha venido nombrándose el barco que va a comprar. Necesita simple e imperiosamente renombrarlo.
En estos casos hay tres pasos a seguir. Primero se debe, con todo respeto, eliminar el registro en el Libro Mayor de las Profundidades que mantiene Neptuno. Este procedimiento, que no es sencillo, requiere borrar del barco y su entorno todo rastro que vincule con el nombre anterior, tales como pinturas o grabados en cualquier parte del barco o en otros enseres marinos utilizados. Deben destruirse toallas, manteles y todo elemento o utensilio que lo ostente. Debe prestarse especial cuidado a documentos y bitácoras de viajes previos y, en especial, fotografías en las que aparezca el nombre a destruir.
Con este paso cumplido, se puede encarar el segundo que consiste en realizar una respetuosa ceremonia (en la que también es fundamental incluir bebidas en cantidad y calidad sobresaliente para los participantes, y en honor de Neptuno) en la que se anula el nombre corriente hasta ese momento.
Finalmente, ya se está en condiciones de proceder al tercer paso que es, por supuesto, el del bautismo con el nuevo nombre (no olvidar las bebidas).
Estas que algunos llaman tradiciones marineras o, incluso, supersticiones marineras, no son sino experiencias marineras acumuladas a través de siglos de surcar mares y, sobre todo, de tratar con Neptuno para evitarle enfados, confusiones o cualquier tipo de encono que pudieran tener nefastas consecuencias para los navegantes. Neptuno es, en última instancia, quien decide la fortuna que acompaña a cada navegación.
Los marineros nos mantenemos fuertemente respetuosos de los nombres. Y de las palabras en general. Seguimos diciendo crujía, driza, babor y estribor, y muchas otras palabras que nos permiten entendernos claramente y resolver con presteza, eficacia y justicia las situaciones apremiantes.
¿Y en tierra, se respetan las palabras? En tierra no. En tierra, se van diluyendo las palabras. Se las prostituye con alevosía para impedir que podamos entendernos claramente y resolver con presteza, eficacia y justicia las situaciones apremiantes.
El Capitán de nuestro barco, Gina, la Maga y un servidor, andamos en tierra muy confundidos y pesarosos. El último reporte del Credit Suisse Group indica que el 50% más pobre del mundo apenas concentra el 1% de la riqueza, mientras que el 1% más rico concentra el 45%, y que esto involucra a todos los países que se proclaman democráticos. ¿Será que los pueblos gobiernan para que las cosas sean así? O, tal vez, ¿será que en realidad no se trata de democracias sino de plutocracias, en las que se permite armar partidos políticos y se nos deja votar, pero los ricos son los que realmente gobiernan? ¿Será que los nombres van perdiendo valor? ¿Será que nos vacían las palabras de sentido? En esta nueva Babel la confusión no la causa Dios sino el dinero (¿o será lo mismo?). ¿Lograremos entendernos claramente y resolver con presteza, eficacia y justicia las situaciones apremiantes?