Quedamos en el Retiro, un lugar mucho más bello que el que describe su nuevo libro. A Rosa Montero le gusta la belleza, le importa, quizá por eso ha ubicado 'La buena suerte' (Alfaguara) en un pueblo desamparado, una casa junto a la vía del tren, el balcón oxidado, la bombona de butano, un sitio al que nadie iría pero en el que decide quedarse a vivir un hombre de éxito. ¿Por qué?. Rosa llega sin bolso y con zapatillas rojas: "Ya solo uso deportivas, las tengo chulísimas, son un pique", dice. Luego descubriremos que también son un símbolo, junto con sus tatuajes, de una de las veces en que tuvo que reiniciarse (como su protagonista). Pero eso llegará un poco más adelante, cuando repasemos, década a década, sus metamorfosis vitales más decisivas, la. "No te creas, me está costando esta cifra tan redonda", insiste.
Es su decimoséptima novela. Libro número 43 si contamos compendios de artículos, relatos y obras de varias firmas. Por el camino, treinta y un premios, entre los que no se incluyen el Nacional de Periodismo y Nacional de las Letras. "Siempre escribes sobre las mismas obsesiones, solo que cada vez intentas explicártelas de una manera más bella", explica nada más sentarnos en una terraza, alejadas y con la mascarilla puesta. Son los nuevos tiempos, que justo adelantó sin saberlo con un personaje como Pablo, su protagonista, que se autoconfina y se obsesionaba con lavarse las manos.
"En esta novela he conseguido profundizar mejor que en ninguna otra sobre la sustancia de la vida: el mal y el bien, el dolor y la felicidad, el esplendor y de la oscuridad. Y todo eso en un artefacto de relojería, como un cubo de Rubik, para que se construya una trama de thriller existencial. Hay policías, delitos y misterio porque no entendemos por qué los personajes hacen lo que hacen. Todos llevan un secreto. Es un libro sobre la capacidad de reconstruir una vida cuando te ha herido el rayo de la destrucción", explica delante de un agua con gas.
Rosa enlaza unas reflexiones con otras, tiene un hilo constante de argumentación, habla urgente, certero, baja a tierra las frases y luego las eleva en una reflexión. Es su modo de contar las cosas, de investigar con bisturí de entomóloga cómo las personas viven su vida. "Me encanta la gente", dice varias veces, "por qué hace lo que hace y por qué no". Es decir, cómo son los otros que no es ella y que a la vez le hacen verse. Ese juego de espejos. "El protagonista se baja de un tren, que es su vida, para desaparecer en el sitio más feo del planeta. Ha vivido un apocalipsis personal y se sale al limbo brumoso del no ser, pero tiene que volver a ser, y para eso se tiene que perdonar y volver a reconstruirse. Y lo consigue gracias a Raluca, al amor", dice cerrando el círculo.
¿El amor es importante en cada 'volver a empezar'?
-Así es, aunque este personaje se resiste. Amar a alguien te hace más vulnerable, pero es que no hay opción. Da igual que sea un amante o un amigo. Necesitamos al otro para que la vida pueda llamarse así. Y si te alejas, te aislas y te haces un misántropo por ese miedo a la vulnerabilidad, como hace este personaje, lo que estás haciendo es elegir la no vida. Es como decir: 'Envejecer es una putada', ¡pero es que la otra opción es morirse! ¡No hay opción!
¿A ti te da miedo ser vulnerable por amar?
-No, jamás. Al contrario. Y si algo soy es buena amiga. Tengo amigos desde hace 45 y 2 años: quiero decir, que estoy abierta a crear nuevos, con lo exigente y difícil que es. Lo considero prioritario. Aunque curiosamente todas mis novelas tienen un personaje misántropo que supera eso. Le hago volver a empezar. A lo mejor es la atracción del contrario.
Proponemos a Montero un repaso a sus metamorfosis. No las del personaje, las suyas. Las veces que ella, como su protagonista, tocó fondo y se perdió entre la niebla y volvió convertida en otra Rosa, un poco más sabia cada vez. Década a década. Matar algo viejo para dejar paso a lo nuevo, que en realidad ya estaba desde el principio. Así lo cuenta ella misma:
-De los 5 a los 9 años no fui al colegio porque estuve enferma de tuberculosis. No sé montar en bici, por ejemplo. La gente me dice que claro, que por eso escribo. Y no, empecé antes. Mi primer cuento lo escribí con cinco años, era de ratitas que hablaban, y a los pocos meses enfermé. No recuerdo aquella época especialmente horrible, pero sí que estaba muy sola. Solo tengo un hermano, cinco años mayor, que sí que iba al colegio. Leía, escribía y oía la radio. Esa etapa es una vida y a los 10 volví a empezar otra, cuando empecé a ir al colegio, uno de monjas por Cuatro Caminos. No sabía nada del mundo. Me iban a poner en iniciación, pero como tenía mucho vocabulario se equivocaron y me metieron en ingreso. Lo saqué adelante pero fue un soponcio, nunca he estudiado tanto en un año. Eso ha hecho que no me sepa bien la tabla de multiplicar (risas). Aún hoy me cuesta.
¿Qué le dirías a esa Rosa niña?
-Siempre he pecado de angustiada. No depresiva, pero sí angustiada. Le diría que se intente quitar esa sensación de que estás en falta y no llegas, porque luego llegas de sobra. Fíjate, fui al Instituto Beatriz Galindo, 90 niñas por clase, en un caserón que se caía… Las más malas de la clase echaban trapos mojados en la estufita del fondo para que saliera humo y nos tuvieran que desalojar. Las pintadas más obscenas que he visto en mi vida fueron en esos retretes. Echaron a una compañera porque la pillaron follando con un albañil. No me odiaron porque quiero a la gente y siempre he sido muy buena amiga, pero era la típica que iba angustiada a los exámenes y luego sacaba matrículas. Estaba al borde del abismo todo el rato. Sí, le diría que todo va a ir bien y que no se agobie tanto.
-Dicen que si recuerdas tus 20 años es que no los viviste. Pues yo los recuerdo mal (risas). Hago teatro y soy súper hippie. Los primeros cinco años de los setenta me colgué de la psicodelia y fumé bastante marihuana. El amor fue mucho más libre en los setenta que en los ochenta, en contra de lo que la gente cree con lo de la Movida, luego ya vino el Sida sobre el 84 y se acabó la alegría en el sexo. Tuve la suerte de vivir el amor libre sin Sida y fue maravilloso.
Otra cosa importante en esa década fue mi angustia: tuve ataques de pánico clínicos con 16 o 17 años, a los 21 y a los 30. Luego desaparecieron. Estuve a punto de hacer psicología porque pensaba que estaba loca (risas). Eso marcó mucho mi vida. Techo túnel, se te va la realidad… terrorífico. Vengo de una familia pobre y en aquella época no te llevaban al psiquiatra, así que los pasé a pelo. Solo me decían que no tomase café. ¡Viva la química si es necesaria! Desde el primero me quedé con el miedo al medio. Aunque en realidad es como el catarro de los desórdenes mentales, está de la parte de aquí del río de la locura. Fue esencial empezar a publicar novela. Periodismo no, eso no te sirve de nada, cero.
Lo que llamamos locura es la sensación de una soledad absoluta. Ahora estoy super contenta del privilegio de haber tenido esas experiencias porque gracias a ellas he viajado por el 'wild side', la zona oscura, y he podido saber qué se siente. Porque si no has estado, no lo puedes saber. El otro día estuve dando una charla a psiquiatras y no entendían bien de lo que estaba hablando. No entendían que no entienden. La soledad es tal que eres como un astronauta al que se le suelta el cordón umbilical con la nave y se queda alejándose hasta la negrura más absoluta. Y además no lo puedes comunicar.
¿Qué le dirías a esa Rosa veinteañera?
-Un poco lo mismo. Que no se le hunde el mundo. No pasa nada, lo vas a poder hacer. Y también le diría: 'Oye, están buenísima, eres guapísima, aprovecha que luego es otra cosa' (risas). A ver, que yo no lo he hecho mal con el sexo, pero a veces con inseguridades innecesarias (risas).
-Empecé a publicar y dejé de tener ataques. Mi teoría es que una novela es en realidad un delirio, te pasas tres años o los que sean delirando: inventándote mentiras, con momentos de encierro creándolas, sintiéndote dentro de los personajes. Pero luego la gente lo lee y lo comenta contigo y ya no hay tanta distancia con el otro, esa soledad absoluta del astronauta se hace más pequeña porque se puede comunicar.
¿Qué le dirías a esa Rosa creadora en la treintena?
-Aprende a parar, Rosa. Eso aún me lo digo. Soy muy de hámster metido en la rueda. Y también más de lo mismo, la ansiedad es lo que a mí me mata: perfeccionismo, sentirte culpable si no estás trabajando en no sé qué, torturarte porque crees que no has hecho bien algo, responsabilizarte de todo, tener que hablar porque te da horror vacui… Y eso es estar fuera de tu lugar. Hay que aprender a aspirar a la ligereza y a vivir con serenidad el momento.
-Los noventa fueron Pablo, qué maravilla. Había tenido ya varias relaciones, de dos o tres años, pero ninguna así. Conocí a Pablo sobre los 37 y comencé una relación madura. Estuve viviendo con él veintiún años y eso fue increíble para mí, porque yo era muy apasionada. Bienaventurados sean los que viven la pasión, que es uno de los mejores regalos para el ser humano, pero qué desgraciados los que solo la repiten. Porque es centrífuga, te inventas al primero que pasa, te corroe la realidad, sales disparados a los dos años a repetir el proceso… Genial vivirla pero también genial superarla y poder ver de verdad al otro: y yo eso lo conseguí con Pablo.
¿Qué le dirías a la Rosa que se enamora?
Muchas cosas… Cuando alguien cercano muere siempre te sientes culpable de algo. Y es ridículo. Pero sí me gustaría haber sido menos peleona con él. Le peleaba mucho. Pero esa era nuestra relación. Y eso daba vida también. Te das cuenta a posteriori de que, como mujer nacida en un país hiper machista, me lo he tenido que pelear todo mucho, tremendo, y eso lo llevas hasta extremos ridículos, tipo conduzco yo, un ejemplo tonto. Es lógico que me haya articulado en eso porque lo necesitaba para vivir. Y hace que sean más difíciles las relaciones. A aquella Rosa le diría que dejase de luchar un poco.
-Pablo murió de cáncer en 2009 y fue un volver a empezar muy potente. Tienes que volverte a resetear, porque hay una vida que se cierra por completo. Hay muerte que se lleva un pedazo de tu vida y no lo vas a recuperar jamás. Pero sí puedes reinventarte, lo hacemos todos. Los seres humanos tenemos una capacidad increíble para volver a empezar. Y ahora será tremendo cumplir 70, porque simbólicamente da pavor. Lo peor que llevo de la edad es la sensación de que están talando el bosque del que soy árbol y de repente se van muriendo además muchos amigos. En los dos últimos años he perdido a cuatro, tres de ellos muy muy cercanos. Eso ya es gordo. La muerte empieza a talar tu generación. Siempre me acuerpo de mi madre, que se ha muerto ahora con 99 años, el 13 de marzo, pero de viejita, no de covid, que siempre se lamentaba de que no le quedaba nadie. Lo bueno que tiene la edad es que escribo mejor que nunca, escribir novelas es una carpintería y ahora puedo hacer mesas con las patas bien torneaditas.
¿Qué le diría a esa Rosa en pleno duelo?
-Yo creo que he hecho bien el duelo: he comprendido que no hay que hacerlo bien o mal, sino hacerlo. No hay que alcanzar ningún estandar, cada uno lidia con ello como puede. Hacemos lo que podemos, es otra cosa clarísima que he aprendido con los años. Intentamos dar lo mejor de nosotros. Creo que he ido perdido miedo a la muerte desde lo de Pablo y estoy más serena en general. Un poquito y no todo el rato. Lo alcanzas y desaparece y vuelta a empezar.
LA ÚLTIMA DÉCADA: Los tatuajes y la pandemia
-La pandemia me ha ayudado a parar. Como no sé decir que no, los últimos cuatro años he estado 90 días al año en Madrid. Eso no es vida. Es absurdo. Iba desesperada. Ahora hay felicidad en estar en mi casa con mis perras. La pandemia la pasé bien, porque me encanta encerrarme a escribir, pero a la vez mal, porque no había quién se concentrara y el dolor del mundo te rompía el corazón. Como sociedad tenemos un duelo enorme por hacer, ¡y todavía no se ha acabado! Ha habido cosas terribles con los ancianos muriendo sin poder despedirse. Eso es tremendo: un trauma como la Guerra Civil, no ya una crisis. Y nos va a marcar.
Los tatuajes son importantes en los últimos años. Cuando tenía 20 años no me los hice porque pensaba que tenía demasiada vida por delante, que iba a aburrirme. Pero a los 50 pensé que por mucho que viviera no iba a tener tiempo de arrepentirme (risas), así que me permití hacerme la salamandra del brazo. Luego te da el subidón de seguir tatuándote. Yo lo explico porque hay un conflicto: el yo es prisionero de un cuerpo, que no has elegido y que te enferma y te mata, y hacerse un tatuaje es decirle: 'vale, maldito, haces lo que quieres conmigo y me vas a matar, pero ahora tú te vas a morir con esta salamandra que yo te he puesto por mi propio deseo'. Hay una sensación de omnipotencia, una exaltación y por eso quieres seguir. La salamandra es un símbolo de regeneración y eso somos los seres humanos: aves fénix que rehacemos de nuestras cenizas.
Hace ocho me quedé tiesa y me pusieron cuatro tornillos y una placa de titanio en las vértebras. Pensé que tenía que volver a poseer mi cuerpo, decirle quién manda, y me tatué más: pájaros en todo el brazo izquierdo. Dos años más tarde, unas estrellas en el hombro, y debajo de la nuca un verso de Zurita: 'Ni pena ni miedo', que tiene excavado en el desierto de Atacama con letras que abarcan tres quilómetros. Es una frase magnífica para ir envejeciendo, porque cuanto más pasa el tiempo más pena tienes por lo perdido y más miedo por lo que pueda venir. Hace poco me hice en el antebrazo la fórmula de la relatividad, porque me encanta la ciencia, y 'Sapere aude', una frase de Oracio que significa 'Atrévete a saber' y que me define bien.
¿Qué le dirías a esa Rosa del presente?
-Lo que dice el tatuaje: toda mi vida he intentado atreverme a saber, no sentarme en mis ideas sino ponerlas en cuestionamiento y no protegerme con los prejuicios. Eso es, siempre todo en cuestionamiento.