Gornick (1935) se conecta desde su dormitorio de Nueva York. Sorprende de pronto tanta intimidad, aunque ya ha hablado de esta casa en varios de sus escritos. Al fondo puede verse una cama con colcha blanca, un perchero con chaquetas de punto y una docena de libros en la mesita. Quizá alguno de ellos sea de los nueve que disecciona en su nueva aventura en España, 'Cuentas pendientes', donde se ha puesto a analizar lo que ha sentido al releer novelas que marcaron su identidad allá por la veintena y treintena. Y sí, la Vivian que se apasionó o se decepcionó o se identificó con este o aquel personaje ya es otra. En el hueco entre esos dos momentos cabe una vida. Y muchas metamorfosis. "El amor romántico ha dejado de ser esencial para mí", dice como ejemplo.
Todo comenzó cuando se puso a escribir para el New York Times un artículo sobre 'Regreso a Howards End' y se quedó muy sorprendida al descubrir que su recuerdo de lo que había leído su yo hippie con veinte años en la universidad y su impresión con 86 (en la era pospandémica) no se parecían en absoluto. Es lo que pasa con los lugares del pasado que te marcan: no hay nada como regresar para ver lo que has cambiado. Tú y la sociedad que te rodea. Tú y tu concepción del amor o la amistad. Tú y tu cuerpo. Tu anhelo. Tú y lo que era importante y luego ya no para tu generación.
Su experimento siguió con 'Hijos y amantes', de D. H. Lawrence, y con las novelas de Colette (ay, el concepto de feminidad) y también con 'El amante', de Marguerite Duras ("¿mi memoria me engaña?", se pregunta). Continuó con Virginia Wolff y con Natalia Ginzburg, de la que dice que ama un poco más la vida desde que la descubrió. "Pero insisto en que lo importante es que quería utilizarme a mí misma para contar otra cosa", dice.
Aparece Gata 1 (así se llama) delante de la cámara del ordenador. "Se pone celosa si me ve hablando por aquí", dice sonriendo Gornick. Perece estar harta de tantas entrevistas, como quizá la propia Gornick tras su pequeño boom de popularidad en nuestro país desde hace cuatro años, aunque sigue haciéndolas con buen humor. Feminismo, autoficción, Nueva York, relación entre padres e hijos, la familia elegida, hombres y mujeres, el deseo. Ese es su campo semántico, la nube de la palabras que quedan en el aire con cada charla.
Gata 1 vuelve a pasar ("come como una cerda, es huraña y pasivo-agresiva"), esta vez mirando la escena desde la cama de detrás. Hace bien en sentirse algo protagonista, al fin y al cabo centra el capítulo del libro dedicado al ensayo 'Gatos ilustres', de Doris Lessing, junto con su hermana, Gata 2 ("esbelta, delicada, me tiene ganada"), dos hembras que Gornick adoptó a la vez cuando apenas tenían unas semanas de vida aunque nunca antes había sentido ningún deseo de convivir con un animal.
"Después de décadas de vivir sola, me vi anhelando que hubiera en casa algo vivo aparte de mí misma (…). El miedo de mi madre a todo bicho viviente de más de dos patas se me había contagiado desde pequeña (…), pero se impuso el anhelo y allá que fui en busca de una criatura cariñosa que habría de ronronear en mi regazo, dormir en mi cama o animar el piso", escribe Vivian. Solo que no fue como se había imaginado: básicamente las gatas siguieron su naturaleza felina yendo a su bola y ella lo pasó mal hasta que un nuevo giro de guion hizo que algo encajase: la mera observación de sus rutinas comenzó a ser consoladora.
Su relación a tres ha seguido ensamblándose a buen ritmo en los últimos siete años hasta ahora, en la videollamada, cuando Gata 1 y Gata 2 reclaman su atención y luego pasean por sus dominios con independencia orgullosa. Un poco como ella misma a sus 86: Gornick ya ha contado en muchas entrevistas anteriores que está "sola por elección", pero únicamente cuando ella quiere, porque sigue tejiendo una nutrida red de amigos-familia y continúa con una vida social muy activa. "Si en tu ciudad estar soltera es un estigma, múdate y busca tu sitio. Hay mucha gente haciendo las cosas distinto", aconseja.
Un modo de estar en la vida y en literatura cuyo germen se explica muy bien en 'Apegos feroces', su primera obra traducida al español, todo un éxito de ventas (50.000 ejemplares hasta la fecha, un milagro para una editorial pequeña como Sexto Piso) y repercusión hace cuatro años, aunque fue escrita hace 30, cuando el New York Times ya la destacó como el mejor libro de memoires de las últimas cinco décadas.
En el libro narraba sus aventuras paseando por la ciudad con su madre, su infancia como judía proletaria del Bronx rodeada familias italianas y los conflictos entre sus ideales feministas y el día a día con sus dos (ex) maridos. Esa brecha ha marcado gran parte de su identidad. "En mi generación vi a muchos matrimonios que se fueron a pique. No porque él fuera una mala persona, sino porque las mujeres se dieron cuenta de que entre la teoría y la práctica de las relaciones hay una brecha enorme. Y no hay receta mágica para sortearla. Cada uno debe hacerlo a su manera. Mi primer marido me soltó una vez, yo en mi treintena y él a sus 40: 'Mira, no me fastidies, ¿me ha llevado 40 años aprender las reglas de cómo van las cosas y ahora me dices que no vale?'. Y no, no valió para mantenernos juntos", explica.
¿Se arrepiente de exponerse?, le preguntamos. "Al principio sí. Era muy inmadura. Trabaje en The Village Voice como reportera en los 70 y cometí muchos errores y dañé a mucha gente. No sabía cómo usarme a mí misma, a mi cuerpo y mi experiencia para narrar otras cosas. Dije muchas tonterías, porque no sabía lo que hacía. Pero aprendí. Ahora nunca escribo sobre nada sobre lo que me sienta vulnerable. Si me siguiera sintiendo vulnerable sobre mi madre o mi padre nunca escribiría sobre ello. Tengo que sentirme segura para contar la verdad y no inmolarme por el camino", dice.
Y continúa: "En 'Apegos feroces' pensé que todo estaba en el pasado, pero al cabo de cuarenta páginas me di cuenta de que tenía muchas cuentas pendientes con mi madre y que no podía escribir desde el pasado solo. Entendí que el grupo de mujeres del libro tenían que dialogar entre sí, había que perfilar esa experiencia: la conclusión fue que no podía abandonar a mi madre porque me había convertido en ella. Una vez que lo entendí, todo el libro se iluminó. No escribía para expresar mis sentimientos o criticarla, sino para perfilar esos apegos ferocísimos que todos tenemos en nuestra vida".
Luego vinieron 'La mujer singular y la ciudad', en la que escribió una carta de amor a Nueva York y a la amistad, 'Mirarse de frente', donde sus primeros trabajos como camarera y profesora universitaria le sirven para hablar de las desigualdades de género y clase, y este último, 'Cuentas pendientes', en el que mezcla crítica literaria con biografía para hablar del paso del tiempo, la memoria y las metamorfosis identitarias.
Todo, con el feminismo como paleta de color. Su generación protagonizó la llamada segunda ola estadounidense, si bien pronto surgió con fuerza un contramovimiento conservador que la dejó algo noqueada. Ahora, con el nuevo despegue desde 2017 con el #metoo, su relevancia histórica se ve subrayada.
Sin aquellas pioneras no estaríamos donde estamos. Aunque Gornick sí ve diferencias entre ambas generaciones: "Las mujeres del movimiento #metoo están mucho más enfadadas que nosotras, tienen más rabia revolucionaria. Nosotras éramos visionarias, pero solo intentábamos escribir el manual de relaciones entre ellos y nosotras, y explicar por qué éramos ciudadanas de segunda y por qué eso no podía seguir así. Queríamos dejar claro que no éramos como nos describían. En los 70 y 80 hubo enfado y rabia, pero no como la de ahora, que se piden cabezas".
Nada nuevo bajo el sol en su opinión. "Desde la revolución francesa, cada 50 años aproximadamente una nueva generación descubre lo que ya se había descubierto 50 años atrás, y vuelve a sentir que sus ansias de cambiar el mundo se ralentizan después por el freno conservador, aunque obviamente nunca se parte del mismo punto inicial. A la gente de mi edad nos ha costado entender que no va a cambiar nada del todo ya, ahora mismo, con la revolución. Sino que será poco a poco. Unos cuantos miles se dan cuenta cada cincuenta años. Y así avanzamos. De repente en un trabajo a nadie se le ocurre acosar a otra persona. Y así una y otra vez. El mundo irá cambiando a mejor, pero será poco a poco", predice. Y vuelve a acariciar a su gata.