A Javier Andani, músico y abogado penalista y mercantilista, podríamos definirle como una especie de Dr. Jekyll y Mr. Hyde si no fuese porque sus dos identidades no poseen características opuestas ni tienen que debatirse entre el bien y el mal. Su doble naturaleza la componen la ley y el rock. La idea nació como un capricho de juventud que todavía se permite y ha conseguido que toda la locura que se puede vivir sobre un escenario con su banda de rock ACME encaje con la formalidad que exige el ejercicio de la abogacía. "Son facetas independientes en mi vida, pero no antagónicas", avanza.
Tiene 56 años, esposa, tres hijos y su propio despacho de abogados en la céntrica calle Maestro Clavé de Valencia. Cada mañana recorre en bici los siete kilómetros que separan su trabajo de la localidad en la que reside, Almàssera, en plena huerta valenciana. Antes, se enfunda el traje, escoge corbata y se recoge su media melena en una pequeña coleta. Solo si cree que la situación lo aconseja, se quita el diminuto aro que lleva en la oreja izquierda. Su alma rockera no será lo que le impide cumplir a rajatabla el código de vestimenta habitual en reuniones y juzgados. De vuelta a casa, cuelga el traje, se planta vaqueros y camiseta negra, se suelta el pelo y, guitarra al hombro, se reúne con el resto de su banda en un local de ensayo del pueblo.
"Siempre me gustó la música -nos cuenta- y fue mi soporte vital cuando perdí a mi padre a causa de un cáncer, con 53 años. Yo tenía 13 y tuve que afrontar un duelo en plena adolescencia. Fue triste, pero se despertaron en mí muchas inquietudes. Ese ejercicio de fortaleza me sirvió para abrirme nuevos caminos, vivir con flexibilidad o valorar diferentes expectativas". Lo de estudiar Derecho fue casi casual, una rama más entre aquellas en las que se habría podido sentir igualmente cómodo. Enseguida le cogió el gusto y supo que había hecho lo correcto. Un orgullo para su madre que, al enviudar, tuvo que hacerse cargo de tres hijos con un sueldo de funcionaria.
La banda la fundó hace ocho o nueve años, casi sin proponérselo. Empezó como el arranque de dos amigos unidos por su pasión por la música. Antes de pasar a la guitarra eléctrica, hace unos 15 años, Javier tocó durante años la acústica, sin más pretensión que la de divertirse. Lo suyo era el blues y el jazz, sobre todo. "Javier (así se llama también el amigo) vino a Almàssera desde Guadalajara para retomar un amor de juventud con una amiga de mi mujer y nos presentaron".
El flechazo musical surgió en cuanto el amigo pisó su casa y descubrió las guitarras. "Me gusta dejar los instrumentos sin cubrir porque estoy convencido de que si los guardas no los vuelves a usar. Cuando él vio las guitarras, hablamos y me dijo que tocaba el bajo. Entonces quedamos para tocar. A esa vez le fueron sucediendo otras. Jugábamos a ser rockeros y un día se nos ocurrió la idea de montar un grupo con el que seguir ensayando". Su primera decepción fue ver que algunos empresarios cobraban por tocar. "Me dispuse a cambiar este modo de ver el negocio y conseguí que nos llamaran para tocar. Puede sonar presuntuoso, pero ahora nos permitimos decir no a conciertos que nos proponen", aclara.
Aunque llenan garitos, la filosofía de grupo desde su nacimiento se resume en eso de lo bueno, si poco, dos veces bueno. "No damos más de tres o cuatro conciertos al año. No nos dedicamos a esto ni fantaseamos con grandes escenarios. Eso sí, en cada actuación lo damos todo y el lleno es total". Su último concierto tuvo lugar en Jerusalem, que es un histórico cine de Valencia reconvertido en sala de conciertos con capacidad para 500 personas. Fue todo un tributo al mejor pop rock nacional de los 80 y 90. Nueve músicos en el escenario, incluido el cuarteto de vientos, con versiones de Nacha Pop, Gabinete Caligari o Los Secretos.
Uno de los logros de Javier ha sido conseguir instrumentos de viento en lugar de sintetizadores. "Quería buenos músicos y hablé con un amigo, jefe de estudios del conservatorio de Moncada. Le propuse unirse al grupo y, además de aceptar, me consiguió dos trompetas y un trombón de varas. La banda ha sumado así a dos directores de conservatorio y un arreglista que, además, están encantados con el proyecto". En total, ACME, cuyo nombre es el de la dinamita que usaba Coyote para cazar a Correcaminos- lo integran nueve componentes. Además de Javier, abogado, hay un ingeniero, un químico, un profesor de Educación Física, un jefe de Estudios… profesionales que toman la música como un anexo a sus vidas, lo que les permite tener el control absoluto de cuánto y cómo quieren tocar.
Van escogiendo para su repertorio las mejores piezas de su juventud, "temas míticos que nos llevan a nuestra efervescencia juvenil sin que cansen y sin que suenan a pasado". Su público no es solo un grupo de nostálgicos de 40, 50 o 60. El pop rock de aquel tiempo gusta a muchas generaciones, va mucho allá del anhelo del ayer. El repertorio nació casi de un impulso personal y emocional de cantar aquello que el público tiene en la memoria. "Unas canciones divierten y otras tocan la fibra sensible porque en cuanto suena en el escenario la gente le añade una historia, un sentimiento o recuerdos que rescatamos. Son nuestras canciones, las que nos acompañaron en esa transición al mundo adulto y con ellas revivimos momentos muy importantes".
Aunque ninguno de sus tres hijos tiene intención de sumarse a ACME, el padre dice con satisfacción que aman la música. Los dos mayores han estudiado Derecho y la menor da rienda a su vena artística, sorprendiendo cada día a la familia. La benjamina de la familia es la autora del cuadro que cuelga en la pared del despacho de Javier y a él le gusta jactarse de ello.
Este abogado parece tener en su poder una especie de receta, quizás no de la felicidad, pero sí de ese estado de bonanza emocional que solo se consigue cuando uno logra manejar sus riendas. Cada detalle que comparte con nosotros delata que sabe de qué va la vida. "Hay que exprimirla a cada instante", recalca.