En 1975, cuando tenía 17 años, antes, por tanto, de que se convirtiera en totémico ejemplar de estrella del rock patrio como batería y compositor de Gabinete Caligari, Edi Clavo habría podido encajar el fangoso concepto de “pasota”: estrato de la marginalidad juvenil “de aspiración tardojipiosa”, como él lo describe —los ecos hippies, como todos, llegaban con retardo a nuestro país—, que pasaba de meterse en berenjanales políticos tanto como devoraba con avidez cualquier artefacto cultural (discos, festivales de música, revistas, libros, películas) que le asegurase estar en el “rollo”, o como diríamos ahora, en la onda, plantando, sin saberlo, la semilla necesaria para que cuatro o cinco años después germinase la modernidad y, en lo musical, la nueva ola.
“Fue para mí un año de iniciación —explica—, de salir del cascarón, al mundo exterior. El rock es un leitmotiv de mi vida desde que tengo uso de razón: de pequeño pedía discos a los Reyes. En 1975 empecé a salir por la noche con amigos, a ir a conciertos… Recuerdo que el día que murió Franco se suspendieron las clases en el colegio. Había en el ambiente la sensación de que algo podía cambiar. No sabías hacia dónde, pero ese señor, que era una especie de sombra siniestra, se había muerto”.
Eduardo Rodríguez Clavo, que ahora tiene 64, y que además de músico es escritor, licenciado en Historia del Arte, avezado motero, esporádico conferenciante, dandi impenitente y casi, casi, titulado en Imagen y Sonido —carrera que tuvo que dejar en quinto por exigencias del citado estrellato—, nos transporta en su último libro, Viva el rollo! (Sílex Ediciones), que va ya por su tercera edición, a ese vibrante 1975, año en que, mientras el dictador agonizaba, una juventud melenuda y armada de jerga propia (“basca”, “dabuten”, “mogollón”) creaba nuestra primera contracultura.
Dos acontecimientos señalados marcan la elección de ese agitado año como objeto de análisis. Uno, la muerte de Franco; el otro, la celebración de los dos primeros festivales multitudinarios de música de nuestro país. Por un lado, Canet Rock, en Canet de Mar (Barcelona), los días 26 y 27 de junio de 1975, con Pau Riba, María del Mar Bonet, Sisa, Companyía Eléctrica Dharma, Orquesta Platería… Una semana después, el 5 de julio, el Festival Pop de Burgos, rebautizado para la historia por La Voz de Castilla como “la invasión de la cochambre” (“A Burgos le ha cambiado la cara; ahora tiene legañas”, rezaba el artículo), y que acogió en la plaza de toros de la capital burgalesa a Triana, Burning, Bloque, Iceberg, Hilario Camacho, Storm, Companyía Eléctrica Dharma… “El rock deja de ser una actividad marginal, casi delincuencial, y se empieza a crear un minicircuito con grupos españoles que pueden realizar giras, ganar dinero y sobrevivir”, dice Clavo.
En medio de esa transición cultural, previa a la política, cobró especial protagonismo la figura del pasota. “Había dos facciones en la sociedad —describe—: los que estaban a favor del régimen, que eran pocos y mayores, y los que estaban en contra, que eran jóvenes y muchos. Yo tenía amigos de más edad que andaban metidos en política, en partidos de izquierda, contestatarios… Su actitud era beligerante. Pero a nosotros, que nos persiguieran los grises [apodo coloquial de los policías nacionales] no nos divertía; nos divertían otras cosas: el poder ir a un concierto de rock, tocar la batería… Lo de ‘pasota’ se lo inventó alguien para definir a la gente que tenía el pelo largo, que no iba a manifestaciones… Puede que yo fuera considerado un pasota, porque pasaba de política. A mí me interesaba el rock, nada más”.
Y como interesado en el rock, vivió en primera persona, en calidad de músico incipiente y, más tarde, curtido profesional, el paso del underground de la segunda mitad de los setenta al estallido colorista de los primeros ochenta. En 1977 formó Rigor Mortis con sus amigos Jaime Urrutia, Ferni Presas y Eugenio Haro (no confundir con los posteriores Rigor Mortis, rockeros duros de Barcelona). Dieron un único concierto como teloneros de Burning, su banda de referencia. Después, Urrutia se enroló en Ejecutivos Agresivos, mientras que Clavo se integró en Ella y Los Neumáticos, donde despuntó una jovencísima Christina Rosenvinge. Cuando Ejecutivos Agresivos se disolvieron tras publicar el single “Maripili” (1980), Urrutia, Presas y Clavo se reencontraron y fundaron Gabinete Caligari.
“Me atrevería a decir que la movida es la sublimación comercial del rollo”, manifiesta Clavo. “En el rollo, el rock, las drogas, la marginalidad estaban latentes. En la movida todo eso no solo salió a la superficie, sino que se hizo comercial: se vendió esa actitud hedonista. Pero el cimiento de la movida está en el rollo”. Sin embargo, si algo caracterizó a las bandas de la movida fue su desprecio absoluto, su oposición frontal, al hippismo, al rock urbano y progresivo que les precedió. Si te gustaban Alaska y Gabinete, esgrimir un odio visceral a Triana y Ñu era norma de obligado cumplimiento. “Desde un punto de vista freudiano, había que matar al padre. Renegábamos de eso: estaba pasado. En el rock, lo que hoy es moda, mañana está viejo. Y a nuestra generación nos tocó abjurar del rock de los setenta”.
“Los grupos de la movida técnicamente eran peores —prosigue—, pero la actitud se equiparó con la técnica. En los setenta daba igual la imagen, lo importante era que tocaras bien. En los ochenta valía con tocar más o menos, pero también era importante tener un atractivo visual”. De hecho, cuando se dieron cuenta de que los grupos modernos les comían la tostada, varios ilustres cabecillas del rock (Leño, Topo, incluso Miguel Ríos) intentaron actualizar su imagen, abandonando petos y pantalones de campana, cortándose el pelo y poniéndose corbatitas de cuero. “Tuvieron de reciclarse, porque si no, se quedaban sin trabajo”, dice Clavo.
Gabinete Caligari debutó en 1982 con un EP de cuatro canciones autoeditado con Parálisis Permanente. Ambas formaciones compartían predilección por el post punk, los sonidos oscuros y las letras lúgubres. En años sucesivos, el trío de Jaime Urrutia (voz, guitarra), Edi Clavo (batería) y Ferni Presas (bajo) lanzó dos álbumes y un minielepé en la discográfica independiente más potente del momento (DRO) —a ese periodo pertenecen canciones como “Cuatro rosas” y “Al calor del amor en un bar”, esta última blasón de su rock castizo—, antes de que les llovieran ofertas de multinacionales. Eligieron EMI, franquicia en la que publicaron el excelso Camino Soria en 1987. Ese álbum, del que se vendieron cerca de 300.000 ejemplares, convirtió a Gabinete en titanes del rock nacional, estatus del que no se apearon hasta su separación en 1999.
“Fuimos peldaño a peldaño”, reflexiona ahora el batería. “La pasión siempre era la música. Cuando conocí a Jaime Urrutia y Ferni Presas supe que con esos tíos iba a llegar a alguna parte. Porque había talento, había química”.
Desde que Jaime Urrutia iniciase carrera en solitario, poniendo drástico fin a la de Gabinete Caligari, el grupo ha sido uno de los pocos que ha dicho adiós y nunca ha vuelto. “Tuvimos un poco de resquemor con Jaime, quien no fue del todo franco con nosotros. Nos dijo que quería dejarlo un tiempo… Luego nos enteramos de que ya había firmado un contrato como solista. Durante estos años tampoco nos ha propuesto hacer una gira”, dice. Entonces, ¿si se lo propusiera…? “No se haría realidad”, zanja. “Ya es too late, como dicen los ingleses. Por mi parte, ya no volvería a tocar con Jaime en ningún sitio. Eso se acabó. Hay que dejar un bonito cadáver, y Gabinete Caligari es un bonito cadáver de los años ochenta”.
Aún estaban Gabinete dando sus primeros pasos cuando Edi Clavo fundó en 1984 el grupo paralelo Malevaje, especializado en tango. Tras la ruptura de la banda matriz, se matriculó en Historia del Arte y buscó suerte, sin encontrarla, con Paraphernalia, junto a Ferni Presas, único músico de aquella remesa con quien conserva estrecha relación (“seguimos siendo amigos, Ferni y yo”, proclama con orgullo). Hasta que llegó la pandemia quedaban para tocar por simple deleite; ahora Ferni reside parte del año en Santander, y no dejan de verse cuando regresa a Madrid.
Retirado de los escenarios, Clavo confiesa que solo muy de vez en cuando (“una vez al mes”) se sienta a aporrear la batería que tiene montada en su casa. También cada cierto tiempo se reúne con un par de amigos para tocar en un local de ensayo “como cuando se reúne la gente a pescar un sábado. No en plan profesional, sino por no dejar el instrumento”, dice. Los libros (Viva el rollo! es el cuarto que lleva su firma) y las ocasionales conferencias centran actualmente su actividad. “Hago ese tipo de trabajos que me divierten y me nutren intelectualmente”, añade.
Su hijo, de 15 años, que no ha mostrado interés por tocar música —ha salido futbolista: juega en un equipo federado de San Lorenzo de El Escorial, localidad donde residen y ante cuyo famoso monasterio posa Clavo para esta entrevista—, consume, como los de su generación, el inevitable reguetón. Edi Clavo, siempre abierto de mente, acepta comprensivo los nuevos ritmos urbanos que seducen a la juventud, e incluso compara el rechazo que suscitan en el oyente maduro con el que el rock de los setenta provocaba en los mayores.
“A lo mejor yo estaba escuchando a Bob Dylan en mi habitación, entraba mi padre y decía: ‘¿Cómo puedes estar escuchando a ese tío que canta como una oveja?’. Y tenía razón: canta como una oveja”, recuerda. “A mí no me gusta el reguetón, pero entiendo que guste a los jóvenes. Ahora todo está a un clic. Quieres oír el último disco de Rosalía, haces clic y lo escuchas. Antes, si querías oír un disco de Lou Reed, o ibas a una tienda a comprártelo o lo escuchabas en casa de un amigo. Físicamente tenías que desplazarte, coger el metro o el autobús. Había que hacer un esfuerzo, debías ser un aficionado de pro para seguir la música. Ahora pican de aquí y de allí”. Y no, en este caso la culpa no fue del cha-cha-cha.