A finales de la década de los 90 Andrés Calamaro cotizaba entre lo más alto del rock en castellano tras el crédito conseguido con Los Rodríguez y con 'Alta suciedad' (1997), el disco que contenía 'Flaca', quizás su mayor éxito en solitario. En 1999 el músico argentino tenía 37 años y acababa de separarse de su novia de entonces, Mónica García. Las circunstancias eran propicias para entregarse al papel de estrella del rock disoluta con todas sus consecuencias: noches en vela, todo tipo de excesos, toneladas de sustancias tóxicas y una creatividad incontenible que desembocaron en 'Honestidad brutal' y 'El salmón'. O lo que es lo mismo, siete discos y 140 canciones publicadas en solo un par de años. Una cima artística que nunca jamás volvería a hollar.
Aunque después el propio Calamaro le haya querido restar importancia, su ruptura sentimental fue el detonante de aquella espiral creativo-destructiva en la que se embarcaría. Eufemismo para decir que se pasaría varios meses en vela, grabando frenéticamente noche y día en su piso de Malasaña (Madrid), en el estudio de su hermano en Palermo (Buenos Aires), en Miami y Nueva York, y metiéndose todo lo que pillaba por el camino o le llevaban sus proveedores. Todo era componer, grabar y consumir, en un bucle interminable.
Olga Castreno, asistente argentina del cantante, se lo contaba así al periodista Darío Manrique, autor de 'La huida hacia delante de Andrés Calamaro' (2014): "¿Cómo mantenés a alguien que está componiendo las veinticuatro horas, con gente llamando, entrando y saliendo todo el día? Fue todo muy difícil. Para que comiera le tenía que poner el sándwich en el teclado, porque no se iba a levantar a comer. Cuando llevaba tres días sin dormir, le podía decir: ‘Venga, Andrés, ve a dormir’, pero no estaba hablando con una persona, estaba en otro mundo por completo, no tenía las necesidades de una persona normal, como comer, ducharse o dormir. El mundo al que se había trasladado era él y la música. Y llega un momento en que me preocupa su salud, porque está pesando 49 kilos y usa pantalones de mujer, por la talla”.
El mundo en el que deambulaba Calamaro se (des)componía en rock, pop, tango, reggae, ranchera, bossa nova, blues, funk, folk y jazz, y se traducía en decenas y decenas de canciones, al final un centenar del que se escogieron 37. En la discográfica no se podían creer la cantidad de dinero que se estaban gastando (al final fueron 250.000 dólares, según estimaciones de DRO), aunque cuando escuchaban lo que iba pergeñando con su banda y colaboradores varios no dudaban en seguir apoyando el ambicioso proyecto.
"'Fueron años brillando en la oscuridad de los diamantes y sobrevolando los tachos de basura. Amanecía tres veces por día, a veces cuatro. Canilla libre, la patria desquiciada. Para la fantasía, y las habladurías, fue una secuencia delirante de sexo, drogas y rock (...) Experimentando con (todas) las drogas y sexo duro, escribiéndole al futuro entre cincuenta muchachas", rememoraría muchos años después el artista.
'Honestidad brutal' era un álbum doble, casi dos horas y media de música, en una época en la que la gente ya estaba empezando a dejar de pagar por los discos físicos. Aquella obra a contracorriente mostraba a un creador torrencial pidiendo la palabra para vomitar demonios, palabras, ritmos y sentimientos nacidos de las tripas. La lista de relucientes perlas incluye 'Te quiero igual', 'Cuando te conocí', 'Paloma', 'Los aviones' 'Aquellos besos' o 'La parte de adelante'. El disco marcaría un antes y un después en el rock en castellano y llevaría a Calamaro a lo más alto.
Pocos meses después doblaría la apuesta con el titánico 'El salmón' y sus 103 temas registrados prácticamente en primeras tomas espontáneas, sin cribar y dejando expuestas incluso las equivocaciones. Por supuesto, entre tanto exceso, regado con cantidades aún más ingentes de estupefacientes, no todo era aprovechable, pero los momentos de genialidad valían la pena. Aquello podía ser visto como una demostración de egolatría injustificable o como un suicidio profesional, e incluso personal.
Lo cierto es que a Calamaro se le fundieron los plomos tras la publicación de ese quíntuple disco. Se quedó seco. Prácticamente desapareció de la escena pública durante casi un lustro, dedicado a tratar de salir de la nube narcotizante en la que había vivido. Se marchó a la sierra y vivió como un aldeano. "Me convertí en un campesino más, las mismas botas de agua, la camisa a cuadros, iba a desayunar al bar con el carnicero…”, explica el artista en el documental 'Calamaro: Bios, vidas que marcaron la tuya'.
Y si le tomó tantos años recuperarse es porque "la verdadera rehabilitación lleva tiempo, hay que hacerlo con un psiquiatra y con nuevas drogas, hay que cambiar unas drogas por otras”, añade en torno cínico. Volvería en 2004 con un disco de versiones, 'El cantante', seguido del álbum en directo 'El regreso' (2005). Se abría entonces una nueva etapa de alta actividad, encadenando discos como 'Tinta roja' (2006), 'El palacio de las flores' (2006) o 'La lengua popular' (2007) que, aunque miraban muy de lejos la genialidad de sus dos obras maestras, le permitieron rehabilitarse artísticamente.
Durante estos años se ha mantenido limpio y alejado de antiguos vicios. "Los excesos y yo nos reímos de las cosas que hicimos juntos, horrorizados. Estamos separados hace muchos años y no tenemos relaciones, ni cordiales", aseguraba este año en una entrevista en 'El Confidencial'. Con álbumes más o menos satisfactorios, el exRodríguez sí se las ha arreglado para seguir dando que hablar, más por sus polémicas (y muchas veces cuestionables) declaraciones sobre todo lo divino y lo humano que por la calidad de su música más reciente, todo hay que decirlo, pero siempre sin pelos en la lengua.