Bruce Springsteen, la lucha del Boss con la sombra de la depresión
Su decisión de no probar las drogas, responde en realidad al terror de alimentar sus enfermedades mentales
Durante sus conciertos de tres horas, Bruce Springsteen levanta los brazos, grita, da vueltas sobre sí mismo, implora al cielo, salta sobre los bafles y se lanza al público. Al arrancar avisa de que quiere que todo el mundo se vaya a su casa "con las manos doloridas, los pies doloridos, la espalda dolorida, la voz irritada y los órganos sexuales estimulados".
Su espectáculo es físico, porque sus canciones evocan la dignidad del cansancio, y culmina en un éxtasis religioso: el público responde levantando las manos, gritando su nombre y transportándolo entre todos cuando se tira al foso. Con el Boss, el rock se vuelve un ritual mesiánico. "Somos mecánicos con una caja de herramientas" explica el cantante, "si reparo una pieza de mí mismo repararé una pieza en ti. Ese es el trabajo".
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Bruce, en realidad, no ha trabajado en su vida en nada que no sea la música
Pero el ídolo se ha hecho carne cada vez que ha reflexionado sobre la depresión que lleva sufriendo la mitad de su vida. Bruce Springsteen ha sido un faro moral para Estados Unidos durante el Watergate, la guerra del Golfo, la crisis del sida y el 11S. El público acude a sus conciertos buscando esperanza y sale sintiéndose parte de una comunidad (desde el que conoce todas sus canciones hasta el que solo ha ido por los hits, él eleva el espíritu de todos), por eso la confesión pública de su enfermedad mental le ha humanizado: a pesar de ser, como él mismo canta en Better Days, "un hombre rico en la camisa de un hombre pobre", emocionalmente no está por encima de los que le adoran sino que comparte su dolor. Y de hecho uno de los rasgos que más han contribuido a su beatificación cultural, su decisión de no probar las drogas, responde en realidad al terror de alimentar sus enfermedades mentales.
1982, su primera caída
La primera caída al abismo de Bruce Springsteen ocurrió en 1982, mientras grababa Nebraska. Durante un viaje desde Freehold, la localidad de Nueva Jersey donde creció, hasta Los Ángeles hizo parada en una aldea de Texas y se quedó mirando a la gente bailar, correr y reír en la feria del pueblo.
Tenía 33 años y esa postal de felicidad mundana le hundió hasta el punto de dar la vuelta y regresar a Freehold sintiendo, según explicó su biógrafo Dave Marsh, impulsos suicidas. "Tantos años después y sigo sin saber qué me empujó al abismo aquella noche" recuerda el cantante, "me sentí un observador de la felicidad ajena de los que viven y aman. Desde muy joven me había aislado, me había alejado de la vida para poder controlar a los demás y poder contener mis emociones".
Lleva el peso de América sobre sus hombros porque su música le da sentido a las vidas de sus habitantes
Su psicólogo le sugirió que esta obsesión por conducir hasta su casa de la infancia y pasarse horas aparcado en la puerta venía de un empeño en arreglar lo que había ocurrido dentro de esa casa. "Eso es exactamente lo que estoy intentando", le respondió Springsteen. "Pues no puedes" concluyó su terapeuta. Ahí comenzó un viaje de terapia, medicación y autodescubrimiento que según Bruce le salvó la vida y que, aunque sabe que no tiene destino final, necesita recorrer para aceptar a su padre y a la vez matar a su fantasma.
El papel de su padre
Doug Springsteen era uno de esos americanos que luchó (literalmente, en la II Guerra Mundial) por construir un país que sus hijos después despreciarían. Se pasaba las noches en la cocina a oscuras, en silencio y bebiendo durante horas. La actitud de Doug hacia su hijo Bruce era de indiferencia absoluta o de agresividad verbal, sin término medio, y jamás le dijo que le quería.
La madre de Bruce acababa cada noche huyendo de la cocina entre lágrimas. "Yo era un niño frágil, tímido, inseguro. Cualidades que repugnaban a mi padre. Le cabreaban" confiesa el cantante, "las consideraba debilidades. Me rechazaba, esencialmente, por ser quien era. Y eso me empujó a una vida de búsqueda para poder gestionarlo. Después comprendí que su actitud se asentaba sobre un mar de miedo y depresión tan vasto que nunca llegué a contemplarlo".
Comprender que su padre sufría una enfermedad mental (bipolaridad, depresión o paranoia esquizofrénica, dependiendo del análisis) llevó a Bruce a sentirse más cerca de él, pero a la vez le provocó el terror de haber heredado sus demonios. Como él mismo recita en Adam Raised a Cain ("Adam crió a Caín"), "el padre camina por habitaciones vacías, buscando algo que culpar, y tú heredas los pecados, tú heredas las llamas".
Al fin y al cabo, cuando se reinventó como estrella del rock recurrió a la identidad de su padre como homenaje y como búsqueda de aprobación: la ropa de obrero, las canciones sobre el amor en medio de la locura, la construcción de un puente entre el sueño americano y la realidad americana (Bruce, en realidad, no ha trabajado en su vida en nada que no sea la música). Pero adquirir la identidad pública y artística de alguien a quien nunca conoció de verdad y a quien temía acabó llevándole a apenas reconocerse a sí mismo y a odiar lo que sí reconocía.
El narrador de la historia de EEUU
Bruce Springsteen ha sido el narrador oficial de Estados Unidos en tiempos de crisis y de bonanza y lo seguirá siendo cuando Trump abandone la Casa Blanca manga por hombro. Lleva el peso de América sobre sus hombros porque su música le da sentido a las vidas de sus habitantes, les promete que todo va a salir bien y les recuerda que ellos, y solo ellos, son los que hacen grande al país.
Sus temas van desde el heroísmo de resistir ("la primera patada me la dieron en cuanto toqué el suelo" en Born in the USA), la adrenalina del día a día ("los vagabundos como nosotros, nena, hemos nacido para correr" en Born to Run) o la épica de seguir adelante ("caminé por la avenida hasta que mis piernas parecían piedra" en Streets of Philadelphia), pero siempre acaba volviendo al amor en tiempos de locura, el de sus padres y el que él inevitablemente emuló con sus mujeres: en la que él considera su mejor canción, que dio título a su autobiografía Born to Run, canta "¿caminarás conmigo sobre el cable? Porque yo soy solo un jinete solitario y asustado pero necesito saber qué se siente; podemos vivir con la tristeza y te amaré con toda la locura de mi alma". La compuso con 24 años y hoy suena a profecía sobre su amor por la madre de sus tres hijos, Patti Scialffa, con quien lleva casado 28 años y a quien acredita como su salvadora.
"Había una parte de mí que era capaz de una gran crueldad emocional, que deseaba herir y dañar y asegurarse de que aquellos que me querían pagasen por ello" escribió en su autobiografía sobre los primeros años de su matrimonio, "todo surgía del manual de estrategias de mi viejo. Cuando entré en contacto con esa parte de mi ser me asustó y me asqueó, pero aun así la mantuve en reserva como una fuente de poder maligno a la que podía acudir cuando me sentía físicamente amenazado, cuando alguien trataba de llegar a un lugar que no podía tolerar, cerca de mí. Era un comportamiento burdo, acosador, violento y humillante. Y una parte de mí estaba orgullosa de ese comportamiento emocional violento, siempre empleado de forma cobarde contra las mujeres de mi vida". Bruce Springsteen acabo siendo víctima (y convirtiendo a los que le querían también en víctimas) de una idea que le había inculcado su padre: tener una familia, ser amado y querer amar eran debilidades que le destruirían. Sobre el escenario era una inspiración para las masas, al bajar de él era un hombre muerto de miedo.
Punto de inflexión en 1991
La catarsis llegó en 1991, pocos días antes del nacimiento de su primer hijo. Doug les visitó y reconoció que Bruce había sido muy bueno con él. "Entonces él admitió que no había sido bueno conmigo" recuerda, "Fue el mejor momento de mi vida y fue todo lo que necesitaba. Mi padre quiso advertirme de los errores que había cometido para que yo no cayera en ellos con mis propios hijos. Para que los liberase de nuestros pecados".
A pesar de haber sufrido varias recaídas (la última a principios de esta década, recién cumplidos los 60, cuando pasó tres años "devastado en una oscuridad, atacado por lo que se denomina 'depresión agitada' y tan incómodo en mi propia piel que quería acabar con todo: me asaltaron pensamientos no deseados, solo sentía caída y malos presagios"), Bruce Springsteen ya ha aceptado quién es: el niño vulnerable necesitado de aprobación y el hombre virulento que castiga a los que se acercan demasiado.
Entiende que es parte de su viaje, trata de controlarlo y lo convierte en arte. Cuando se mudó de Freehold a Nueva York, metió en el coche un único recuerdo de su infancia: un caballo de madera en el que solía balancearse. Después se lo regaló a una novia para que el hijo de esta jugase con él y, cuando años después le pidió que se lo devolviera, ella le dijo que se lo había regalado a otra persona. Springsteen sintió alivio al aceptar esta pérdida. Como ocurría con el trineo de 'Ciudadano Kane' (o el osito del señor Burns en 'Los Simpson'), la liberación del hombre no se consuma hasta que no se resigna a dejar su pasado atrás.
La cocina como liberación
Una de las estrategias a las que Bruce recurrió para reconciliarse con sus fantasmas fue reclamar la cocina, ahora sí, como un espacio de felicidad. Por eso se pasó los 90 y los 2000 preparándole el desayuno a sus hijos cada día que no estaba de gira, un ritual que él define como "una intimidad recompensada con el sonido de los tenedores contra los platos y la tostadora saltando" y que explica, como no podía ser de otra manera, con una metáfora de clase obrera: "si esto de la música se me acaba, siempre podré trabajar en cualquier cafetería de América sirviendo desayunos de 5 a 11 de la mañana". Hablar abiertamente sobre su depresión, asumirla como parte de la vida y adscribirla a su relato como artista ha contribuido a derribar el tabú sobre una enfermedad mental que afecta a muchas más personas de las que lo reconocen. Y eso, en realidad, es lo más heroico que ha logrado Bruce Springsteen.