El juego ha ocupado siempre una parte muy importante en la vida de los niños. También la infancia de los uppers transcurrió jugando. Precisamente en los juegos infantiles de los años 70 está inspirada la serie surcoreana 'El juego del calamar' con la que Netflix ha conseguido enganchar o al menos intrigar al público de medio mundo. Va camino de convertirse en la más vista del año. En ella más de 400 personas participan en seis pruebas infantiles para ganar un premio millonario, el equivalente a 33 millones de euros. Cualquier ataque físico está permitido. Sin restricciones y sin poner límite a la violencia. Los que fallan son asesinados a sangre fría.
Aunque la serie está recomendada para mayores de 16 años, muchos menores han podido verla y están reproduciendo parte de esa mecánica violenta en sus patios y parques. ¿También en España los juegos infantiles eran tan agresivos? ¿A qué jugaban los niños españoles en los 70? En aquella época la infancia venía marcada por la imaginación y la espontaneidad. No necesitaban nada más.
Los padres no se preocupaban de controlar o velar por la seguridad de nuestras actividades más allá de la prudencia. Tampoco era necesario estar atentos a si fomentaban de forma idónea la creatividad o las habilidades sociales. Todo esto surgía casi instintivamente. ¿Hubo algo que los progenitores debieron cuidar y se les escapó? ¿Encontraríamos hoy alguna razón para mirar con recelo el juego del escondite inglés? Cuatro uppers nos cuentan cómo se divertían de pequeños y si hoy aconsejarían esos mismos juegos a sus hijos o nietos.
Siempre hubo juegos en los que un grupo atacaba y el otro se defendía. Y si no lo había, los inventábamos. Era la época de los indios y vaqueros. Liarnos a tiros después del colegio se convertía en plan perfecto. El patio del colegio era tan sobrio que daba poco juego y por eso buscábamos escenarios en las plazas en los que dábamos rienda suelta a la imaginación. Siempre improvisábamos con algún palo, plumas y cuerdas para que las peleas resultasen creíbles. En el pueblo, Alba de Tormes (Salamanca), había alguna casa en ruinas con las que hacíamos contrafuertes. No había ganadores ni vencidos. Creo incluso recordar que siempre terminábamos con alguna riña, real pero sin llegar a las manos.
Tengo dos hijos, de 11 y 8 años. Si un día quisieran jugar a indios y vaqueros, haría la vista gorda para no aburrirles y aburrirme con lo políticamente correcto, con la explicación del juego simbólico, etc. Ojalá pudiesen salir a la calle con la inocencia con la que salíamos nosotros y sin la mirada prejuiciosa de quien anticipa el peligroso o ve agresión donde no hay más que fantasía infantil. Estamos sacando las cosas de quicio.
No conocía el juego del calamar, pero en principio pensé que me recordaría a la rayuela que en mi época se pintaba en el suelo con cuadrados y rectángulos. Yo jugaba con mis hermanas, aunque lo de ir saltando a la pata coja se me daba realmente mal. A medida que he ido viendo la serie reconozco que me ha sobrecogido. En verano, después de cenar, jugábamos en El Molar (Madrid) al escondite inglés. Era esa época en la que empezaban los tonteos entre chicos y chicas y este era uno de los pocos juegos que nos gustaban a todos. Nada tiene que ver con la versión coreana que vemos ahora con la horrible musiquita de fondo de la muñeca. Afortunadamente, el que se movía no era asesinado a tiros. Simplemente, tenía su soportar su rato de vergüenza como perdedor.
Mi hijo, de 17 años, sí ha jugado alguna vez de pequeño, también en El Molar. Si de repente le viese ahora retomar el escondite inglés, por supuesto que me preocuparía. Igual que yo, ha visto la serie. Me entristece que pueda inspirar maldad a los niños y adolescentes.
De Huelva tuvimos que mudarnos a Sevilla en una época en la que el barrio estaba lleno de casas de poca altura y tascas por todas partes de las que salían decenas de chapas de botella que los chiquillos recogíamos. Somos tres hermanos y mi madre nos daba los botes que ya no usaba para guardarlas. Reuníamos más chapas que nadie y eso nos permitió hacernos muy populares. Entrenábamos en el patio de casa y seguíamos en la plaza. Realmente la vida transcurría en la calle y las disputas eran cosa cotidiana. Merecían la pena a cambio de tantas horas de diversión.
No tengo interés en ver la serie después de todo lo que he visto y oído sobre ella. Tampoco me gustaría que llegase a mis sobrinos, de 12 y 14 años, aunque va a ser inevitable que sean ajenos a algunas de las escenas y comentarios. Todo ha cambiado demasiado. El mejor antídoto contra la violencia infantil es el deporte, los juegos al aire libre y el contacto con la naturaleza. Ahí nadie va a tener que estar alerta de si el juego es seguro o no.
Todavía recuerdo el esguince que mantuve en silencio durante un par de días. Jugábamos a churro, manga, mediamanga o mangotera no muy lejos del Paseo de Gracia, en Barcelona. Conociendo mi ímpetu, mi madre me advertía antes de salir de casa. Más que nada por la monserga que le daban las vecinas sobre lo bruto que era o el daño que le había hecho a alguno de sus niños. Y tenían razón. Más de una vez me quedé con algún pedazo de tela de pantalón o camiseta entre las manos. El caso es que nos divertíamos y quejas no iban más allá.
La mecánica era muy simple. Los jugadores se colocaban en fila y se iban colocando agachados con la cabeza entre las piernas unos sobre otros. Unos saltaban encima de otros y había que resistir sin caer. Cuando todos estaban medianamente colocados el primero tenía que apoyar su mano en su otra mano (churro), en la muñeca (manga), en el codo (media manga) o en el hombro (manga entera). El contrario tenía que adivinarlo. Si no lo hacía o se derrumbaba antes de tiempo, se invertían los papeles. Un día me cayó encima el más grandote de la panda y vi las estrellas. Apenas pude caminar hasta casa y al día siguiente disimulé el dolor como pude. Cuando el tobillo se transformó en una bola gigante, no tuve más remedio que confesar.
Si me dan a elegir entre las pantallas o la brutalidad del churro para mis cinco nietos, de entre 6 y 13 años, me quedo con esto último. Sin duda. Son actividades de contacto que les ayudan a liberar tensiones y con muchos beneficios para el cuerpo y para la mente.