Si John F. Kennedy fuese un hombre de nuestro tiempo, diríamos que es un extraordinario animal televisivo. Lo que ocurrió aquella noche del 26 de septiembre de 1960, durante el primer debate televisado entre dos candidatos presidenciales, fue un fenómeno mucho más simple. Tan simple que su contrincante Richard Nixon encontró la explicación a su derrota en algo aparentemente tan banal como el maquillaje. "Confiad plenamente en vuestro productor de televisión, dejadle que os ponga maquillaje, aunque lo odiéis, que os diga como sentaros, cuáles son vuestros mejores ángulos o qué hacer con vuestro cabello. Yo detesto hacerlo, pero habiendo sido derrotado una vez, nunca volví a cometer el mismo error", declaró años después reconociendo sin reparo que lo hizo mal.
Kennedy, sin embargo, apareció con la altivez propia de quien se sabe un hombre guapo. Era la ocasión para que millones de ciudadanos pudieran apreciar las cualidades de su próximo presidente y no estaba dispuesto a desperdiciarla. En su frente parecía llevar selladas las palabras que pronunció Churchill en 1953: “Cualquiera de los participantes de ambos lados puede perder las elecciones en cinco segundos”. Y así sucedió. Además de ganar el debate, el candidato demócrata acabó la noche con la característica aura de estrella de Hollywood.
El propio productor, Don Hewitt, se percató de la diferencia entre los candidatos en cuanto llegaron a los estudios de la CBS, en Chicago, a escasos minutos de las nueve de la noche. Nixon llegó con la "cara como verde e infeliz". Inmediatamente después, bajó de su limusina “este joven educado en Harvard y con cara de ídolo de jovencitas”, contaba el productor varios años más tarde. Los dos rechazaron los servicios de maquillaje de la cadena, pero en el camerino Nixon accedió a ponerse unos polvos de dudosa calidad que, en lugar de atenuar el sombreado del afeitado, tuvieron un efecto devastador sobre su rostro a causa de los focos y el sudor que se deslizaba sobre su piel. “¡Lo embalsamaron antes de morir!”, bromeó el alcalde de Chicago, Richard Daley, al día siguiente.
Nixon, candidato republicano, confió en que sus ocho años como vicepresidente de Dwight Eisenhower serían suficientes para tomar ventaja. Estaba en la cumbre de su poder en política exterior, pero lo que no sabía es que estaba a punto de descubrir la extrema fragilidad de su imagen televisiva. Subestimó el poder de la televisión, a pesar de que la pantalla favorecía de antemano a Kennedy, precisamente por su atractivo, y no vio ninguna necesidad de ocuparse de su aspecto. Aunque parezca una ironía, le perdió tanta seguridad en sí mismo.
Durante una hora larga, ambos trataron asuntos de economía doméstica sin demasiada trascendencia. Por primera vez, unos candidatos presidenciales tenían que adaptar su discurso a los códigos de la televisión y, sin esperarlo, el contenido del debate se diluyó cediendo todo protagonismo a las formas. En una televisión aún en blanco y negro, la imagen que llegó a los hogares de 70 millones de ciudadanos era la de un hombre anodino vestido con traje gris y con un andar dificultoso, debido a una reciente operación de rodilla, que contrastaba con el vigor juvenil que irradiaba Kennedy.
El demócrata tenía 43 años y mucho ímpetu. Como si se tratase de un actor antes de salir a escena, ensayó gestos, se adelantó a posibles preguntas incómodas y se presentó con un magnífico tono bronceado. Ese mismo día se había permitido dormir una siesta unas horas antes del debate e incluso tomar el sol. Kennedy no solo lució impecable, sino que llegó con el debate preparado a conciencia. Incluso llevaba consigo grandes tarjetones azules con sus ideas más categóricas. Consiguió transmitir que estaba preparado para asumir el mando.
Por su parte, Nixon estaba con 39 de fiebre, pero se negó a suspender el debate por miedo a que se le tachara de cobarde. Estaba pálido y no podía dominar sus nervios. El sudor caía por su frente y la boca se le resecaba. Acusaba el cansancio de una campaña que fue extenuante. Su propia madre le llamó inmediatamente después para saber si le ocurría algo malo. Y a pesar de todo, quienes siguieron el programa por radio señalaron como ganador indiscutible al aspirante republicano. Dialécticamente, él tomó ventaja, pero de poco sirvió. La televisión acababa de inaugurar una nueva dimensión en la política, aunque no todos los políticos que han llegado después han sabido muy bien qué hacer con ella. Era un nuevo instrumento de hacer campaña mucho más vivo, personal e inmediato que cualquier otro. A Kennedy le bastaba con mirar a la cámara y dirigirse a su audiencia.
Hubo tres debates más, pero ninguno tan decisivo como el primero. En los siguientes, Nixon se mostró mucho más resuelto, pero la suerte estaba echada. El 8 de noviembre su opositor se imponía con solo 100.000 votos de diferencia. Un 44% de los votantes confesó que aquella noche influyó en su elección. El triunfo de la telegenia fue un punto de inflexión en las campañas presidenciales. Han pasado 60 años y, desde entonces, no hay debate en el que no mencione aquel histórico momento. Los asesores han ido tomando nota y perfilan meticulosamente la imagen de sus políticos, su lenguaje no corporal, la longitud de sus frases o los mejores trucos cosméticos para conseguir el efecto ideal.
Cualquier enfrentamiento televisado tiene como referente desde entonces aquel de 1960, incluso ahora con la incertidumbre de un próximo encuentro Biden-Trump. Según los analistas, el primer debate entre ellos ha sido decepcionante, a pesar de que el discurso estuvo tan animado como animosos ellos. Ahora el país está tan polarizado y con un número de indecisos tan bajo que no se espera que el voto se movilice como lo hizo aquel 8 de noviembre de 1960.