Ningún mueble resiste la comparación con la silla. Su brillo alcanza más allá que cualquier otro mobiliario o menaje: la mesa, la cama, la estantería, el puf, el armario, la escalera, el pasamanos, el reposapiés, la alfombra… Si se empeña, puede ser silla y al mismo tiempo el resto de muebles y enseres. A la inversa, de vez en cuando un mueble distinto a ella, ideado con otros propósitos, acaba por comportarse como un primitivo asiento. O quién no acomoda el culo sobre una mesa o en un escalón y se queda a gustísimo. Dice María Moliner que asiento es cualquier cosa que sirve o se utiliza para sentarse sobre ella.
La silla ejerce una extraordinaria fuerza de atracción. Su simple presencia te interpela. «Siéntate, y después ya veremos qué pasa», parece proponerte al entrar en una estancia y quedar cara a cara. Actúa por succión, como una esponja. Se presta. Y tú avanzas hacia ella casi sin darte cuenta, como sonámbulo. Herman Hertzberger sostenía que «la acción más elemental que permite a los individuos tomar posesión de su entorno directo es probablemente la de sentarse».
Además, está su carga metafórica. Todavía recuerdo cómo Pepe Viyuela convertía un asiento en una rebeldía, en un sueño inalcanzable, los días en que triunfó con un espectáculo en el que se pasaba una hora intentando sentarse sin éxito en una silla de tijera, mezclando surrealismo y gimnasia. Pero por encima de todo, el asiento simboliza el poder, le hegemonía, la influencia. Aunque también puede significar falta de autoridad. O qué describe mejor la soledad y el abandono que una silla vacía, o coja, por ejemplo. Algunos días la silla y tú, cómodamente sentado, representáis el fracaso de la gente que prefirió rendirse y descansar un poco, baldada, en lugar de seguir de pie, en la lucha.
El ser humano urde objetos que sueñan con ser algo más que eso y conquistar un significado, aunque sea secreto; o que un poeta les cante, como Pedro Salinas a la bombilla, Raymond Carver a su coche destartalado, o Jorge Guillén, por supuesto, al asiento. Siempre la silla es algo más que una silla: es un mensaje, una idea. Sabe poner en juego un complejo sistema de símbolos, capaces de provocar insospechados efectos. Lo vimos hace un par de semanas en Ankara, cuando el protocolo turco dispuso, durante la cumbre con la diplomacia europea, sillas para Erdogan y Charles Michel, pero no para Ursula von der Leyen. Su silla ausente, la que no había, el fantasma de la silla, nos habla de la sociedad que somos y de todo lo que nos falta.
Casi nada en relación a una silla es banal. En alguna medida, organizamos nuestra vida sobre la posibilidad de sentarnos. Quién sabe si solo una vez que tomamos asiento va encajando lentamente el resto del mundo a nuestro alrededor. De pie es como si nada, o poco, tuviese sentido, o entenderlo te dejase demasiado para el arrastre. En una silla vamos a sentirnos siempre más seguros. Aunque a un tiempo también más acechados, porque alguien estará siempre esperando la hora en que nos levantemos, distraídos, y ocupar nuestro sitio por sorpresa. Todo aquel que permanece de pie ambiciona sentarse, como si la silla fuese a cambiar su suerte para bien.