Kiosqueros, el último reducto de los galos: “Los clientes te cuentan de todo, es como un confesionario”
Trabajan siete días a la semana, 362 días al año, sus lectores son mayores y no se renuevan, el hábito de comprar prensa se pierde… Esta es la realidad de un negocio que se desangra
“El futuro es fatal. No tengo ya trascendencia. Cuando pueda retirarme, que espero que sea lo antes posible, el kiosco desaparecerá”, vaticina Isidoro (56), kiosquero sevillano
El modelo tradicional de kiosko sufre una crisis, pero ya están surgiendo otro tipo de enfoques más modernos, donde se vende café premium y revistas de diseño internacionales, además de la prensa
David (51) es más que un kiosquero. En el rato que paso con él al pie de su kiosco, situado en la calle del Conde Duque de Madrid, semiesquina con Alberto Aguilera, saluda por su nombre a media docena de viandantes, fieles clientes, a varios de los cuales pregunta por su salud. Todos sin excepción tienen más de 70 años. Además de vender periódicos y revistas, David ejerce de vecino, amigo y confidente: escucha con amabilidad y paciencia los problemas que las personas del barrio le relatan. Quizá esos peatones adquirieron sus diarios a primera hora de la mañana; lo cierto es que en el intervalo de nuestra conversación, que fácilmente se prolonga cuarenta y cinco minutos, absolutamente nadie —nadie— realiza el acto, antaño masivo y ritual, de comprar prensa.
Basta darse un paseo por cualquier ciudad española para constatar que el oficio de kiosquero se está perdiendo. Mientras décadas atrás los despachos de periódicos lucían sus cromáticos muestrarios casi en cada esquina, hoy resulta díficil toparse con uno. Muchos han cerrado. Otros muchos, sobre todo aquellos situados en lugares céntricos de grandes capitales, se han transformado en puntos de venta de souvenirs turísticos y merchandising de equipos de fútbol. Y los pocos que quedan, subsisten a duras penas. “En 2007, un domingo cualquiera hacia una caja de mil euros”, cuenta David. “Vendía una media de 120 ejemplares de El País. Hoy lo normal es que reciba entre 40 y 45 ejemplares; hay domingos que vendes todos y domingos que dejas de vender diez. Los ingresos se han reducido a una cuarta parte”.
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David lleva desde 2006 al frente de este kiosco familiar. “He nacido en él”, declara con orgullo. Hace setenta años su abuela ya vendía periódicos en la misma esquina; la madre de David le ayudaba. Tiempo después el negocio pasó a manos de su tío, que lo gestionó dos décadas. Cuando éste se jubiló, David, que había trabajado antes en la oficina de un almacén de material eléctrico y en una factoría que elaboraba lotes de Navidad para empresas, viendo lo bien que le había ido a su tío (“vivió la edad de oro de los kioscos”), decidió seguir la tradición. “Me arriesgué”, explica. Su esposa dejó su trabajo de auxiliar de enfermería en una residencia y la pareja se puso a cargo del establecimiento.
Apunta David a la crisis económica de 2008 como el inicio del declive del sector. “Empecé a notar que mucha gente dejaba de comprar periódicos, que los domingos ya no eran como solían, que las colecciones apenas se vendían… La gente dejó de consumir productos que no eran esenciales”, describe. Por un efecto dominó, al disminuir las ventas, muchas empresas editoriales se resintieron; no pocas cabeceras, principalmente de revistas, dejaron de publicarse. Total, como los contenidos estaban disponibles en Internet… “La gente lee las noticias on line, que es gratis. Pero se quedan en los titulares. Es una pena, no ya porque me afecta, sino porque se pierde cultura”, opina.
Una clientela mayor para la que no hay relevo
Como otros compañeros, en vista del aciago panorama optó por diversificar. Hoy es común encontrar en un kiosco de prensa artículos que nada tienen que ver con la profesión periodística, como botellas de agua, tabaco, chicles, paraguas… David vendió tabaco, pero se dio cuenta de que no le salía a cuenta, y cuando se le acabó la licencia, no la renovó. “Me quedaban quince céntimos por cajetilla”, señala. Intentó despachar bebidas, pero, como indica, “me colocaron un bazar chino a la vuelta de la esquina y la gente, por impulso, tiende a acudir antes a ese tipo de tiendas”. Para colmo, el covid asoló como un tornado el negocio. David dejó de ver a muchos clientes habituales, personas de edad avanzada. “La gente que lee periódicos es mayor y cuando se muere, no hay relevo generacional”, lamenta.
En la actualidad, David llega al kiosco a las seis y media de la mañana. Lo mantiene abierto hasta las dos o dos y media de la tarde. Su esposa ha encontrado un trabajo más seguro en un hospital y ya no le acompaña. En el transcurso de esas ocho horas, dispone de muchos tiempos muertos. “Hay días que dedico a revisar facturas”, dice.
En invierno, los rigores del frío le obligan a quedarse dentro del kiosco. Se ha aficionado a escuchar podcasts y espacios de Twitter dedicados al equipo de fútbol de sus amores, el Atlético de Madrid. Si el clima es benigno, departe animadamente con los vecinos en la acera. “Tengo un don de gentes que hace diecisiete años no tenía”, confiesa. “Era una persona muy vergonzosa, y esto me ha facilitado el ser más abierto. Hablas de todos los temas. Te cuentan de todo, es como un pequeño confesionario”.
Una rutina que se repite siete días a la semana, todos los días del año, excepto tres: Navidad, Año Nuevo y Viernes Santo. Una dedicación muy exigente que, unida a la precaridad de las ventas, termina minando la moral. “Somos superhéroes”, dice. “No puedo cogerme un día libre porque si lo hago, dejo de ingresar”. La severidad de su trabajo ha llegado a hacer mella en su vida personal: “Mi hija tiene doce años. Eso de salir un fin de semana por la mañana dar una vuelta, nunca lo he hecho con ella”.
El desánimo aparece en su rostro cuando le pregunto por el futuro. “El chicle lo llevo estirando bastante tiempo, siete u ocho años”, responde. “Está a punto de romperse. No creo que llegue a final de año. Estoy muy quemado. Me aburro mucho. Pero es una situación complicada: por un lado soy joven y me queda mucha vida laboral por delante, pero por otro, a partir de los 50 es más difícil empezar de cero con otro trabajo. Estoy preguntando si necesitan porteros de fincas. En diez años o menos, esto morirá. Cuando hablas con otros kiosqueros, ves que les está pasando lo mismo”.
“No tenemos descanso”
Los datos refrendan la caída en picado de estos entrañables comercios. Según Miguel Fernández, autor del libro Aquellos maravillosos kioscos, hace veinticinco años había censados en España en torno a 20.000. Entre 2012 y 2021 cerró un 44%. En la actualidad, solo quedan 4.252 en territorio nacional; una quinta parte de los que existían un cuarto de siglo atrás. En 2022, el porcentaje de población española que leyó periódicos impresos de tirada diaria fue del 13,7%; en 2008 era del 42%.
“Las personas mayores son las que siguen comprando, si no fuera por ellas… La juventud no consume nada”, dice Isidoro (56), otro de estos supervivientes, que opera en la Avenida de la República Argentina de Sevilla. “Estoy en los Remedios, una zona de clase media-alta, y todavía me quedan lectores, pero cuando van falleciendo, se pierde el cliente y la venta, porque los hijos no continúan”, explica.
Lleva treinta y cinco años vendiendo prensa; se inició siendo aún muy joven, echando una mano a su padre. Desde su atalaya de papel ha sido testigo de excepción de la dramática evolución del negocio. “Todo empezó cuando llegó la prensa por Internet”, señala. Como tantos otros, buscó en la diversificación su tabla de salvación: vende también cupones de la ONCE (es punto de venta autorizado), chucherías y brinda servicio de entrega y recogida de paquetes. Con todo, el 75% de su facturación proviene de los periódicos y las revistas.
La obligación de estar al pie del cañón prácticamente todos los días del año se le hace cada vez más cuesta arriba. Sus horarios son extenuantes: por las mañanas abre de seis y media a dos y media; por las tardes, de cinco a ocho. Los fines de semana despacha hasta las tres. “No tenemos descanso. Pero, por desgracia, es la única realidad que he conocido. Ahora bien, eso a la juventud no le gusta. Tengo una hija y no quiere seguir con el kiosco ni en sueños. Ni yo quiero que siga”, dice. Isidoro aguarda con impaciencia el día en que pueda jubilarse. “El futuro es fatal”, vaticina. “No tengo ya trascendencia. Cuando pueda retirarme, que espero que sea lo antes posible, el kiosco desaparecerá”.