Parecía que el confinamiento iba a iluminarnos a la fuerza en las bondades del teletrabajo, la conciliación perfecta entre el pijama y la productividad de las hormigas, pero el hecho es que también ha contagiado a muchos del síndrome de la rata en la rueda, y así seguimos, haciéndola rodar incluso cuando se apagan las luces. Como yo mismo, que estoy escribiendo esto pasadas las diez de la noche, cuando debería estar prometiéndole amor a la botella de vino barato que tengo en la nevera.
El que lo probó lo sabe. Trabajar desde casa tiene mucho de dádiva y espejismo, una dócil promesa de libertad fuera del cubículo de la típica oficina. ¡Estoy en calzoncillos! ¡Soy dueño de mi propia vida y de mis horas! "Acabo enseguida este informe", decimos mientras vamos a la nevera a picar algo. A las once de la noche ese informe nos toca el hombro. ¿Qué tal te lo estás pasando conmigo? ¿Seguimos un ratito más, campeón?
Muchos nos refugiamos demasiado a menudo en ese ‘lo dejo cuando quiero’, que lo mismo vale para el aplauso de las 8 que para contestar los whatsapps de tu superior kafkiano y su insistencia en que ese informe es para ayer, so pena de innominadas consecuencias. Una mentira como cualquier otra para no aceptar que saber desconectar del curro es, también, cuidarnos. Si somos capaces de hacer dolorosas torsiones de fitness porque deseamos parecernos al abdominal de Brad Pitt, también deberíamos saber cuándo hay que parar. Uno no debería ser su trabajo o solo su trabajo, aunque el Capitalismo y nuestra cultura laboral tóxica insista en inocularnos lo contrario.
En la vida es importante conocer hasta dónde podemos llegar (por ejemplo, en una relación clandestina, en una pelea violenta en la cola del supermercado por la última lechuga, en el estudio de las obras completas de Heidegger) y lo mismo ocurre con el trabajo y su hora de cierre. Elígela bien.
Sacralizar como adoradores paganos la frontera entre vida personal y obediencia a los mandados del jefe (o los propios, con nuestro “solo cinco minutos más”) necesita de pura voluntad. No es necesario tragarse veinte tutoriales de Youtube sobre cómo hackear nuestra productividad, tan solo pensar un poco en los beneficios de apagar el cerebro. Tener fe en un dogma: en la desconexión anida, casi con total certeza, un incremento de nuestra productividad (al día siguiente, claro).
Es posible que el confinamiento haya difuminado esos límites, pero precisamente porque se han tambaleado y nuestro cerebro se adapta muy rápido a la falta de horizontes claros, es capital fijar un horario (y respetarlo) y unos objetivos específicos y manejables para cada jornada. Ese horizonte trazado a fuego en nuestro cerebro nos ayudará a ser mucho más productivos.
Son las 8. Ha llegado el momento de amar cómo dejamos caer el boli y apagamos el móvil de curro, otra de las formas de compartimentar que muchos ilusos no cumplen. Respeta la hora de salida (metafórica), aunque estés en casa. Empezarás a ser más feliz.
El arte de desconectar del trabajo pasa una vez más por separar: espacios de trabajo y espacios personales. Si has desparramado tu oficina por toda la casa es fácil que acabes trabajando todo el tiempo, incluso cuando cocinas. De cómo has quemado la salsa por contestar un correo electrónico hablamos otro día.
Al principio cuesta pulsar esta opción en el móvil. Los dedos, rígidos como estacas. Parálisis. Súplicas. Puede que lloros. No, por favor, ¿y si llega un importante mail de un mandatario africano y TENGO que contestar inmediatamente? ¿Y si un cliente pide unos ‘pequeños retoques’? Ya sabemos cómo son los clientes que piden pequeños retoques. En otra vida tuvieron, seguramente, forma de vampiro o de lamprea, pero ese no es tu problema.
Sabemos de sobra cómo cuesta utilizar el modo avión (y cerrar las carpetas y sesiones del trabajo en el ordenador), claro que sí, hasta que empiezas beber de tu propio poder: el orgasmo de la procastinación, la satisfacción de saber que hasta mañana no sabrás absolutamente nada de lo que pasa en la cabeza de tu jefe o de tus compañeros de trabajo.
Fuera de toda ironía: la salud mental del trabajador del futuro pasa por reducir la hiperestimulación y los dictados su smartphone. Mira el caso de Francia, que en 2017 reguló por ley el derecho al descanso y la desconexión del trabajo.
‘El que conoce los límites de su americana y presiente la llegada de la hora del pijama será un hombre dichoso’ (viejo proverbio chino de confinamiento).
Para teletrabajar, vístete como te vestirías para acudir a una oficina. Ducha, ropa seria, formalidad (sin pasarte). A la hora señalada, graba esto a fuego en tu retina: es momento de regresar al dulce calzoncillo y tirarnos en el sofá haciendo el salto del delfín. Puedes sustituirlo por la ropa de deporte y concebir esa hora y media que resta antes de la cama como un premio al trabajo cumplido. Pintar, jugar con tus hijos, escuchar una sonata de Bethooven. En todos los casos, vago y maleante, o espartano deportista, te lo has ganado.
Y ya estaría. Si todavía no has cerrado la tapa del ordenador y sigues respondiendo mails, date una bofetada. Es hora de salir.