Llegaba junio y con él la jornada continua en el colegio. Te recogían a las tres. Entraban hasta siete niños en un 600 sin aire acondicionado ni cinturones de seguridad ni ventanillas traseras y rumbo a la Playa Victoria de Cádiz. Allí almorzabas, hacías la tarea sentado en una silla de nylon sobre una mesa de playa renqueante que se cimbreaba bajo el pulso del bolígrafo. Te aligerabas todo lo que podías para meterte en el mar hasta que tus progenitores te sacaban a collejas tras haberte avisado media docena de veces. Salías arrugado como un garbanzo. Jugabas a la pelota hasta que se ponía el sol y al día siguiente, vuelta a empezar. Y así hasta mitad de septiembre, cuando volvías a las aulas tostado de tanto sol y con tres despellejes más en las espaldas, como argollas en la oreja de quienes cruzaban el cabo de Hornos. Al principio fue la Nivea. Era el paradigma de moda como crema protectora, aunque con los años descubrimos que era hidratante, no protectora. Sería por eso que nos abrasábamos, aún con la confianza intacta en la sabia y generosa impartición del ungüento por parte de nuestros mayores. Nos gustaba la Nivea porque las avionetas hacían una pasada por la playa arrojando balones inflables de la marca. Más de uno estuvo a punto de morir ahogado metiéndose en lo hondo persiguiendo una pelota imposible que se alejaba con el viento. Cuando las quemaduras eran muy serias, que a veces lo eran, te aliviaban poniéndote vinagre en la espalda. Era muy eficaz. Centíficamente ignoro por qué, pero funcionaba. Con los años llegaron los primeros botes crema protectora factor 15. Porca miseria. El verano de Cádiz es así. Una ciudad estrecha que colinda solo con el ancho océano. Nuestra zona verde es la playa. Y los gaditanos somos medio anfibios. Llevamos verdín en los bajos, como los barcos de pesca, y tenemos el caparazón duro, como los cangrejos.
Las meriendas en la playa eran míticas. Durante junio, que eran jornadas de media tarde, bocatas de nocilla, chorizo o salchichón, maridados con batidos de sabores o zumos, sabores a elegir. Un lujo. Los más blandengues -como vaticinaría el Fary- se lo tomaban en pan bimbo. Algunos incluso con paté de cerdo -vulgo foigrás- de la tapa negra. Pero aquello era visto como una debilidad. Lo suyo era bocata chorizo en pan-pan. Pero las meriendas de julio y agosto, ya con jornada completa, eran pantagruélicas porque básicamente te acababas los restos del mediodía: tortilla de patatas y filetes empanados, con zumos helados - sabores a elegir- en la nevera llena de tacos gigantescos de nieves laboriosamente congelados una noche entera en las fiambreras viejas. En realidad era un segundo almuerzo. Comíamos más que una diputación. No nos juntábamos menos de diez o doce a la hora de la reapertura solemne de las fiambreras, con banda de música y público enfervorizado. Debíamos dar un espectáculo lamentable. Como cachorros hambrientos dispuestos a devorar lo que saliera del táper.
A media mañana, sobre la hora a la que bebe el Papa, solían darte un reconstituyente. En Cádiz se llaman dobladillos. Son dos rebanadas de pan untadas en abundante mayonesa -de la escuela del pegotón de Pepe Monforte- caballa o melva y rodaja de tomate fresco. Era un manjar de dioses. La mayonesa, que se solía hacer en casa porque entonces no se temía ni a la salmonela ni a nada y además la huevina no existía, te chorreaba alegremente pecho abajo. Se solucionaba inmediatamente con un baño prolongado y untándote arena en el pecho para espantar la grasa. Se acompañaba con casera “de color”. O sea, de limón o naranja, que aún se despachaban en vidrio con su característico tapón de presión de media vuelta. El tentempié de los mayores era la cerveza con cartuchitos de camarones cocidos, bocas de la isla y algún cangrejo moro que vendían por la playa los mariscaores, perfectamente vestidos de blanco, cesto en el brazo playa arriba, playa abajo. Dígase que allá por los sesenta, los setenta y los ochenta, los machos adultos frecuentaban con asiduidad recurrente los extintos chiringuitos playeros ubicados sobre la superficie, ya desaparecida, de mampostería, a donde acudían con el paquete de Récord o Ducados atrapado por la liga del Meyba mil rayas. Le endiñaban al valdepeñas cortito de casera servido en vaso tecnicolor -como cantaron los Cruzados Mágicos- y su tapita de pimientos fritos.
Para comer, queda dicho, siempre tortillas de patatas. Entonces ya estaban fuertemente enfrentados los concebollistas y los sincebollistas. Algunos incluso hacían una campera con chorizo y pimientos verdes para evadir la disputa, pero era una corriente marginal. Hay que decir que la familia nunca comía sola. Bajo el amparo de seis o siete sombrillas aparejadas entre sí con cuerdas para resistir cualquier viento cambiante, como solo un gaditano es capaz de anudarlas, se arracimaban media docena de mesas, neveras, sillas y regaderas. Flotadores diversos, colchonetas hinchables, infladores, gafas de bucear, balones de fútbol, palas de madera y una docena más de tiestos, incluyendo unas pocas toallas de marcas comerciales. En las mesas, sujetos con pesas, siempre había varios ejemplares del Diario de Cádiz, entonces formato sábana -un desafío sostenerlo abierto sin que volara- del Marca, el Burda y el Ama, que era la revista que reinaba en las crónicas finas de corazón en aquella época. Al sol, justo al lado de las sombrillas, se colocaban bidones de agua dulce que ya de noche se utilizaban para duchar a los pequeños con una regadera. De allí, directos a la cama. Si hubieran existido los drones, se habría comprobado que aquello era como un campamento del Tinduf.
Algunas familias tenían casetas de madera o mampostería fijas en la playa para guardar los aperos; otras no, pero no era lo más importante. Cinco o seis familias compartían el día de playa. Eso era lo trascendente. Algunas eran amigas de toda la vida, otras amigas de playa, a las que veías de verano en verano. Otras que venían de Sevilla, Córdoba o Badajoz terminaban arrimándose a la hora del bingo o de la partida de mus con los machos adultos. Se servía café del termo y algunos se daban un latigazo con alguna bebida de mayores. En pocos sitios se socializa como en Cádiz. En el almuerzo, toda la manduca se ponía sobre la mesa, cooperativamente. Se compartía todo. Igual fue entonces cuando se inventó el menú degustación, aunque este era más bien corto y ancho que largo y estrecho. Aunque a esas alturas de la vida ya sabías de sobra a qué tortilla había que arrimarse y cuál había que evitar porque era argamasa para enfoscar paredes. El delicado mundo de los filetes empanados se dividía en tres categorías: pollo, cerdo y ternera. Por el color distinguías perfectamente de qué animal bendito había salido aquel filete. Por la textura y el nivel de aceitosidad ya intuías quién lo había frito y la calidad del aceite. Es que éramos muy listos y teníamos trienios en días de playa. Algunas familias traían también croquetas, que sabían a gloria frías y todo; empanadas, incluso filetes de gallo rebozados. Se abrían latas de mejillones, anchoas y calamares en salsa americana, que entonces estaban muy de moda. Y solían traerse dos o tres platos con sardinas a la plancha del chiringuito más cercano. Pero mandaban, con mucho, las tortillas y los filetes empanados. Somos la generación del filete empanado. Eso es así.
El momento del postre tenía su aquel. Melón y/o sandía. Se rulaba. Sandía lunes, miércoles, viernes y domingo. Melón, los días de en medio. Algunas veces, brevas, higos y ciruelas negras. Nada más llegar a la playa un macho adulto desplegaba una cuerda larga que se remataba en una especie de copo, una red tupida en forma de balón donde se introducía, asegurada con pericia, la sandía. La cuerda se clavaba con una piqueta a la arena y la red con la sandía dentro se introducía en el mar para que se enfriara. Se sacaba a la hora del postre, fresquita y coleando. España en general y Cádiz en particular siempre ha sido cuna de grandes ingenieros e inventores. En Cádiz se inventó la Lotería nacional y la tanda de penaltis (en 1962 en un Trofeo Carranza). Y el enfriador sostenible de sandías.
Si había suerte, alguien convidada a un helado tras los postres. Cuando éramos pocos se estiraban más y convidaban a un cucurucho de dos bolas en la Jijonenca; si era día de tropa larga, polo de nieve en el kiosko playero. Tras el helado llegaba el momento más duro del día. La digestión. Por algún conjuro, a nuestra generación nos cayó encima la maldición de las dos horas sin bañarse. No se sabe bien de donde salió aquel atentado contra la humanidad juvenil playera de guardar dos horas después de comer si meterse en el mar. Eran dos horas que parecían cinco, justo cuando más apretaba el Lorenzo. Un horror infinito. Hasta que algún médico moderno e ilustrado, con el tiempo, terminó decretando que aquello era una tontería y tal como vino se fue. Hoy los niños no guardan digestión, no se mueren y son más felices. Y para colmo van rebozados en factor 50. Guardar la digestión solo era comparable al trauma que ocasionó a toda una generación la película Tiburón del maldito Spielberg, que podría haber hecho sobre un oso asesino en los Pirineos.
Y así. Día tras día. Y vuelta a empezar, el día avanzaba hasta que llegábamos a la cena o recena, donde se apuraban los ultimísimos restos de la merienda heredados del almuerzo. Una delicia, aunque los filetes que quedaban estaban tiesos, la tortilla había perdido esponjosidad y la casera “de color” ya no tenía fuerza. Se complementaba la cena con algunas conservas del fondo de armario y a seguir bañándose y pegándole a la pelota ya de noche. Toda una generación maduró en la playa, al sol. Siempre mojados y correteando, persiguiendo fiambreras medio llenas. Jóvenes, felices e indocumentados, a decir de García Márquez.
Han pasado los años y hoy, cada día, en la playa Victoria se arraciman las sombrillas de las familias amigas en formación de tortuga, intuyendo la dirección del viento cuando lo hay, con esa sabiduría fenicia que llegó desde Tiro. Se siguen viendo las neveras y las fiambreras, se comparte todo. Juegan al bingo y, sobre todo en la Caleta, se cantan los números a voz en grito con rima incluida. E incluso el Ayuntamiento instala los sábados en la Playa Victoria una pantalla de cine gigante hinchable y proyecta algún éxito cinematográfico. Las familias se instalan delante de la pantalla con sus butacas playeras. Y es que Cádiz tiene mucho de Cinema Paradiso. Seguro que alguien ha empalmado en un carrete secreto las secuencias de cada momento de amor que se ha vivido en esa playa. Es tan fácil y barato ser felices en verano.