Puede que te hayas topado con su icónico sombrero vaquero en algún vídeo de los que por sorpresa le asaltan a uno en redes sociales o que, sencillamente, conozcas a Sézar Blue (César González, 45 años) porque eres uno de los 420.000 suscriptores de su canal gastronómico de YouTube (tiene otros de distintas temáticas), los 110.000 de Instagram o los casi 50.000 de Facebook. Sabrás entonces —y si no lo sabes, aquí estamos para contártelo— que más llamativos aún que su sombrero son sus vídeos (algunos con más de un millón de visualizaciones), que muestran a este influencer culinario probando y comentando siete, ocho, diez platos, que rebaña hasta dejar relucientes, de cada restaurante que visita.
“Siempre he comido mucho —dice—, y únicamente lo que cocino yo, excepto si voy a restaurantes. Si me invitas a tu casa a comer, te pongo como condición cocinar yo. No por nada, sino porque si lo haces tú, me lo pierdo yo”. Con siete años estaba enganchado al programa vespertino de televisión Con las manos en la masa. “Jugaba a hacer las recetas, y para que no me pillara mi madre, me las comía. Y luego cenaba”.
Para él, comer es sinónimo de diversión. “Cuando salía de fiesta, mis amigos bebían y yo me compraba un bocata de calamares. Y como todo era en plan de hacerlo a lo bestia, ellos se tomaban cinco cubatas y yo me comía cinco bocatas”. En la boda de su primo David dio buena cuenta de tres menús de boda. “Tres entrantes, tres paletillas de cordero, tres postres… Lo veía normal”.
Debido a su voraz apetito, alguna vez ha llegado a experimentar lo que define como “borrachera de comida”. Durante uno de sus caminos de Santiago paró en Astorga a degustar su “cocido maragato favorito”, nos cuenta. “Tomé tres unidades completas, tres fuentes con todas las carnes, tres de garbanzos… Cuando me levanté, todo me daba vueltas. Me di cuenta de que no iba a llegar al albergue, que estaba separado del restaurante por un parquecito. Así que me senté en el parque; serían las cinco de la tarde. Y me desperté cerca de las diez de la noche, poco antes de que cerraran el albergue. No podía moverme, del sueño que me dio”.
Si a eso unimos que detesta tirar la comida, se comprenderá mejor la filosofía de su canal. “Me pongo en el lugar del cocinero —explica— y entiendo que si llega alguien al local y deja los platos sin apenas tocar, por más que lo pague, le toque mucho las narices. Te aseguro que es un problema: veinte kilos he engordado. Tengo ganas de parar una temporada y ponerme a tono otra vez”.
Algunos restaurantes que examina son de postín, con estrella Michelin; lo más frecuente, sin embargo, es que nos descubra locales sencillos y asequibles —un suculento menú del día de un bar de carretera, un cordero de chuparse los dedos en un mesón perdido de Segovia, un rabo de todo de escándalo en algún rincón de Guadalajara—, lo que constituye su verdadera gracia. “Para que me haga vibrar de verdad —dice—, un plato debe ser casero; tradicional, a ser posible heredado de nuestros abuelos o abuelas; y, por último, tener un buen moje para pasarle un trozo de pan y dejarlo bien limpio”.
Alcalaíno de pro, nos cita en un tranquilo pinar del campus universitario, salpicado de mesas de merendero esparcidas en torno a un claro. Por las plácidas calles que lo circundan, escasas de tráfico, instruía a sus alumnos en sus días de profesor de autoescuela. “He hecho mil cosas”, recuerda. “Empecé a currar en 1993 para comprarme una guitarra eléctrica. Yo quería ser músico, ser famoso. Comencé repartiendo publicidad de la autoescuela de mi padre. Luego estuve en la oficina y acabé de profe. Siempre compaginando eso con muchas cosas”.
Ha hecho radio y se ha dedicado a la fotografía. Como guitarrista, ha publicado varios discos y acompañado en giras a artistas como Miguel Bosé. Puede vérsele a menudo en los programas de televisión que emiten actuaciones musicales de madrugada. En esa etapa de músico surgió el singular alias que hoy le acompaña.
“Fue el guitarrista Pedro Andrea quien me sugirió que pusiera como nombre artístico algo que terminase en ‘blue’; pero lo pronunció así, ‘blue’, no ‘blu’. Y el batería Ángel Celada, que tiene un humor basado en cambiar las palabras, durante una gira que hicimos con Hugo y Nika, de Operación triunfo, me dijo: ‘¡Hola, Sézar!’. Como un chistecillo. Escuché la palabra y me enamoró”, revela.
Hacia 2007 descubrió YouTube, plataforma en la que empezó impartiendo clases de guitarra. “Podían verte 11.000 personas, pero no te cambiaba la vida”, señala. Un día se apuntó a un concurso que premiaba a la persona que más comiera. “A mi lado se sienta un tipo con barba y me cuenta que sube vídeos a YouTube haciendo retos de comida. Era Joe Burger Challenge.
Como yo soy fotógrafo, me ofrecí a ayudarle. Así entré en YouTube, como el cámara de Joe. Enseguida empecé a grabar mis propios vídeos”. Se dedicó entonces a subir vídeos de fotografía, en los que, por ejemplo, explicaba el manejo de PhotoShop. “Lo veían cien personas”, dice. “Un día salgo comiendo una ración militar; lo vieron 30.000”. Cambió de temática. De eso hace cuatro años. Y así, hasta el día de hoy, en que en su mochila “puede haber 25.000 euros de material”.
Su aprendizaje en redes sociales debe mucho a la casualidad. “Lo mío es de risa”, admite. Así, en aquellos tempranos vídeos gastronómicos solo aparecía comiendo una hamburguesa. “Uno de ellos duraba, por puro azar, diez minutos y un segundo. Y me dice alguien en un comentario: ‘Anda, qué listo, ¿eh?, para monetizarlo’. Entonces pensé: ‘Ah, ¿que los videos deben durar diez minutos para que se puedan meter anuncios dentro?’. La gente daba por hecho que yo lo sabía: qué va, yo no tenía ni idea. Así que comprendí que si debía hacer vídeos de mínimo diez minutos tenía que pedir algo más, y empecé a pedir más platos: dos o tres entrantes, dos o tres segundos, postres…”. Desde entonces, sus vídeos duran de media unos 25 minutos.
Sézar Blue recalca que no acepta invitaciones por parte de los restaurantes. De ese modo se garantiza la imparcialidad. “En la comunicación política, deportiva o del corazón todo está, en mayor o medida, influenciado económicamente. La información está contaminada. Me di cuenta de que si alguien me invitaba, y el sitio no me gustaba, iba a verme en un brete. Así que, por un lado, podía renunciar a un dinero sin el cual ya vivía, y por otro, me dije: ‘En la vida, para destacar, has de ser diferente al resto’. Soy el único comunicador gastronómico que hay en España que es independiente”. Financia su trabajo gracias a los anuncios que YouTube inserta en sus vídeos, aunque no se cierra a acuerdos con marcas deportivas o de tecnología, ajenas a su sector. “No soy millonario, ni mucho menos. Ganaba más con la fotografía. Mi mayor capricho ha sido un Lego de mil euros”, dice.
En cualquier caso, no censura el proceder de otros youtubers: “Entiendo el enorme favor que hacemos a esos restaurantes. No es lo mismo que aparezca Karlos Arguiñano diciendo que tiene un restaurante superchulo que vaya un cliente, que además es prescriptor, y diga lo superchulo que es tu restaurante”. Pero Sézar se muestra tajante. “Basta que un restaurante me llame (como les sucede a otros compañeros, a los que les asedian) y me diga que quiere invitarme a comer, para que no vaya”.
Prefiere hacer reservas on line, para no anunciar su presencia, y cuando solo pueden hacerse por teléfono, da otro nombre. Entra en los locales con su cámara más pequeña, como si fuese un turista haciendo fotos, y el sombrero guardado en una bolsa. “En el momento en que me siento y saco las cámaras, en menos de diez minutos está el jefe o el encargado delante de mí. Cada vez con más frecuencia me conocen en cuanto entro por la puerta”, afirma. Aun así, sus veredictos son, por lo general, benévolos. “Me gusta recomendar. A veces pido siete platos y muestro cinco; los otros dos no los saco, porque no son buenos. Cuando un amigo te pide una recomendación, le dices dónde ir, no dónde no ir. Hay gente que se apoya en la negatividad. Yo no: si hay una cosa que me ha gustado, prefiero resaltarla”.
En la actualidad, Sézar publica en su canal principal dos vídeos cada semana. Como es fácil suponer, su labor no se limita a acudir al restaurante y grabar el condumio: ha de seleccionar los sitios, reservar hoteles, editar los vídeos, subirlos a todas las redes (en distintos formatos; por ejemplo, inunda Instagram de stories con primeros planos de las viandas que no aparecen en YouTube)… Pero sarna con gusto no pica, sobre todo cuando confluyen trabajo y ocio. “La diferencia entre ambos conceptos es difícil de medir”, dice. “Si levanto yo mismo un tabique en mi casa, es trabajo y no me han pagado. A veces subo cosas simplemente porque me ha pasado algo interesante. Si tienes esa inquietud, si coges el hábito, y, sobre todo, si sabes que hay ahí 20.000 personas que van a ver lo que tú les cuentes, te obligas a hacerlo. Esa parte no la considero trabajo, sino placer”.
“Pero luego —prosigue— está el montaje de cámaras, el grabar planos de recurso, la edición del vídeo… Eso sí que es un trabajazo. He aprendido que hay que delegar. Ya no soy un adolescente, la energía va a menos, y si sigo al ritmo que llevaba, paro. Ahora tengo una persona que me ayuda con la edición de vídeos, mi chica con los temas administrativos… No es que sea el director del periódico; soy el director, el de la imprenta, el periodista, el fotógrafo, el todo. Si me voy de viaje siete días [al día siguiente de la entrevista partirá para Noruega, donde estará una semana; y en breve hará la Ruta 66, en Estados Unidos, con su amigo Cenando con Pablo], debo dejar preparados los vídeos que se van a subir en mi ausencia, por lo que esos días previos voy a trabajar el doble. Todos los días del año, domingos incluidos, ocho o nueve horas le echo”.
Su éxito se debe a un conjunto de factores. Una de las cosas que imprimen personalidad a sus vídeos, y que también ha aprendido sobre la marcha, es el uso de un lenguaje amable, familiar. “Un día, una niña a la que impartía clases de guitarra me dijo que había dejado de seguir mis vídeos porque su madre me había escuchado diciendo unas palabrotas. Dije: ‘Madre mía, qué lección acaba de darme la vida’. Si dices palabrotas, pierdes a los niños, a los padres, a los abuelos y a los hermanos. Soy muy malhablado, pero en los vídeos no me permito soltar ni un solo taco”, explica.
Aparte del tono respetuoso está el hecho de presentarse como un hombre normal y corriente que se lo pasa pipa comiendo. Sus exclamaciones (“¡ahí va, qué rico!” es la más repetida) son sencillas, las mismas que pronunciaría cualquier otro que esté degustando una comida sabrosa. “Tengo muy en cuenta el entretener a la gente, el trasmitir mi disfrute…”, dice. No menos importante es el empleo de muletillas como: “Nos vamos para dentro a ver qué se cuece”, “Tengo un hambre que da calambre”, el “Fairy de pan” (cuando moja las salsas hasta dejar limpio el plato) o “Me va a dar un Camilo Sesto” (cuando ya no puede más). “Quise hacer como esos grandes comunicadores que tienen una frase emblemática. Pues yo tengo mi frase de inicio, de cierre… Mis cinco o seis chascarrillos”.
También ha aprendido a lidiar con los haters, colectivo ubicuo en el mundo virtual. En 2021 se difundió en ForoCoches que Sézar es caníbal; Ibai Llanos se hizo eco de la macabra broma, gesto del que luego se arrepintió públicamente. El youtuber gastronómico condena el discurso del odio on line sin medias tintas. “Es el bullying de las redes sociales, y está poco mal visto”, alega. “Ser un hater y presumir con tus amigos de la caña que has dado está hasta bien reconocido. No hay ninguna ley que te proteja. ¿En qué nos estamos convirtiendo?”.
Al principio trataba de borrar los comentarios despectivos. “Me llamaban gordo, calvo, feo…. Temía que pudiera leerlos mi madre”. Recuerda que algún hater se ha mostrado la mar de suave luego de conocerlo en persona. “Detrás de ese odio se esconde gente con problemas, que necesita sentirse alguien, sentirse fuerte sin serlo. Me dan pena”. Al mismo tiempo, reconoce que gracias a ciertas críticas ha mejorado muchísimo. “Hay que saber filtrar”, dice.
Con pareja (Vero, quien nos acompaña en la entrevista) y tres hijos, la estabilidad personal y la madurez aportan a Sézar la serenidad necesaria para llevar bien tanto los insultos como las lisonjas. “A que me pare la gente por la calle ya me he acostumbrado. Claro que a veces meto la pata: me ha pasado que he visto a alguien que parecía que me saludaba a lo lejos, me he acercado a devolverle el saludo y decirle si quería una foto conmigo y resulta que no me estaba saludando a mí”, se ríe. No le gustaría llegar al nivel de El Rubius o Auronplay, de no poder dar un paso por la calle. “Tengo muchísimos más seguidores de lo que había soñado”, confiesa satisfecho.