El chocolate es la droga legal que más engancha. Los adictos saben que es imposible pasar de largo ante una onza de chocolate. Si eso ocurre es que no estamos ante un auténtico chocolatero. Solo un impostor es capaz de mirar para otro lado cuando le ofrecen chocolate en cualquiera de sus versiones, que son muchas y variadas, calidades a elegir.
La ciencia lo explica claramente. El placer del chocolate es largo: se acaricia desde antes de ingerirlo. Las previas, los prolegómenos, esa anticipación golosa es la bomba. Es cuando la idea de comerlo ya recorre el circuito de recompensa, que discurre por el cerebro anterior, la amígdala y la corteza prefrontal. Ese recorrido tiene tres componentes: el emocional (te engatusa con el placer que sabes que vas a experimentar), el motivacional (es el estímulo para hacer lo que vas a hacer) y el cognoscitivo (ya has aprendido por experiencias anteriores el significado de lo que significa meter la zarpa en la tableta).
Por ahí, en medio del enjambre cerebral, hay unas neuronas que se comunican con otras pasándose información y utilizan la dopamina como neurotransmisor, que es como un vagón de metro donde viajan los impulsos nerviosos. Y resulta que la dopamina es clave para la toma de decisiones e incide en procesos como el sueño, la memoria y el estado de ánimo. Y es el conductor del placer. Y además aparecen otros neurotransmisores como la serotonina -conocida como la hormona de la felicidad- y las endorfinas. O sea, resumiendo mucho y sin aspirar a un Nobel de Ciencia, libérese del sentimiento de culpa porque si come chocolate la culpa es de la dopamina, la serotonina y de esos intrincados juegos que se traen a nuestras espaldas el hipotálamo y la corteza prefrontal. La culpa no es suya. Alivio. Vaya a la cocina a por chocolate.
El chocolate procede del vocablo xocoatl, que era su nombre original en náhuatl, una lengua de origen Azteca que se habla en México y en zonas de Centroamérica. El cacao procede de Mesoamérica, que es la región que integra el sur de México, Guatemala, El Salvador, Belice, Honduras y áreas de Nicaragua y Costa Rica, aunque hoy el 70% de la producción mundial se cultiva en África occidental. Pese a su origen, los europeos nos hemos criado con el dibujo de una vaquita en el envoltorio de las tabletas y hemos creído durante décadas que el chocolate venía de Suiza, como las maletas cargadas de billetes verdes, y con la leche incorporada desde el árbol.
Los árboles del cacao o cacaoteros pueden medir hasta siete metros de alto y producen unas vainas ovoidales– también conocidas como mazorcas o maracas- que pesan hasta medio kilo y encierran entre 30 y 40 semillas -llamadas igualmente pepas, habas o granos- que se someten a un proceso de secado y curado. Se fermentan, se tuestan y se muelen. El resultante se refina con rodillos de acero, se amasa y se agita. Después se somete a procesos de frío y calor para que consolide su estado sólido antes de convertirse en tableta. Ese es, sucintamente, el recorrido técnico, que ha ido evolucionando con el tiempo aunque mantiene los procesos históricos de un producto cuya industria mueve en el mundo 130.000 millones de euros cada año.
A partir de aquí vienen los líos. Porque si bien la literatura chocolatera sostiene que en ese momento del proceso se le añade manteca de cacao, masa de cacao y lecitina (que es un compuesto químico natural que se encuentra en la yema de los huevos, en la soja o en las semillas de girasol) para neutralizar los sabores amargos y conseguir una textura sedosa, los puristas pueden sacarle tarjeta roja. Todo depende de las cantidades, la pureza del cacao y las grasas que se le añadan.
Los estándares oficiales establecen que el chocolate debe contener al menos un 35% de materia seca de cacao, del cual el 18% debe ser manteca de cacao. El chocolate con leche lleva solo un 25% y un 14% de materia seca de leche (el 25% del total tiene que ser grasa sumando la leche y la manteca); y el blanco debe contener al menos un 20% de manteca. El chocolate blanco, en realidad, sí existe. El mejor del mundo es el de cacao blanco orgánico de Piura, en Perú, pero solo representa el 0,25% de la producción mundial. El que se encuentra usualmente en los supermercados lo que lleva es más manteca de cacao que pasta. Y no ha visto Piura ni en un documental.
El chocolate rosado, conocido como Ruby, contiene un 47% de cacao, leche y azúcar, y se produce con el grano de cacao del mismo nombre, con recuerdos a fruto rojo.
Esas son las grasas autorizadas. Pero, como ocurre con todo alimento que pasa por procesos industriales, se le han ido incorporando otras grasas como el aceite de palma o la grasa de coco, el sebo de Borneo o el hueso de mango, lo que técnicamente los convierte en sucedáneos de chocolate. Básicamente con esas grasas se abarata el producto. Si la grasa no es manteca de cacao no es chocolate.
Durante años, los países han sometido a severas y cambiantes regulaciones la definición, producción y venta de chocolates, sucedáneos y derivados. El mercado se ha desbordado con productos de todo tipo y la oferta en tabletas con distinto grado de pureza es abundante. Aunque, como todo, lo mejor es leer la letra pequeña porque hay trucos por todos lados.
A partir de ahí, ancha es Castilla. Están los chocolates de toda la vida, más negros, menos negros, con leche, almendras y avellanas. Pero también encontrará miles de variantes: con colorantes y por lo tanto de cualquier color, con frutos secos, hierbas aromáticas, cítricos, licores variados, especias, semillas y pimienta. Con tocino ahumado y cacahuetes, de wasabi, de patatas horneadas, con torreznos y morcilla. Los hay salados, con sal de hormigas y saltamontes, con ginger-ale, tomate, champiñones, con carbón vegetal de los volcanes islandeses, con algas, frutas liofilizadas. Una marca de Taiwan produce uno con gambas al curry. Algunos elaboradores hacen chocolate con sushi y otros con queso y cebolla frita. Y en la Hacienda Napaná, en México, fabrican un chocolate con vainas que han sido picadas por un pájaro carpintero cuando aún estaban en el árbol. Al entrar las semillas en contacto con el oxígeno a través del hueco que hace el pájaro en la cáscara, el chocolate fermenta prematuramente y se obtiene un sabor especial. En la variedad está el disgusto.
Como en todo negocio global y muy rentable, entraron en juego los estudios científicos, los pseudoestudios, los institutos científicos especializados y un largo etcétera. En general, los que impulsa la industria son trabajos que cumplen un doble objetivo: vender más y proporcionar argumentos al consumidor para que se sienta liberado de culpa al consumirlo porque el producto es depositario de los efectos más positivos imaginables para la salud. La Universidad Incarnate Word de Texas firma un trabajo que sostiene que comer chocolate puede producir una mejora temporal en capacidad de visión humana gracias a los flavonoides, que tienen efectos antiinflamatorios. El Club del chocolate afirma que “20 gramos al día de chocolate negro son tu placer y tu medicina (..) sus propiedades son bien conocidas y podemos resumirlas como cardiosaludable, antioxidante y rico en minerales”. Otras universidades avisan sobre la calidad de muchos estudios que defienden los efectos positivos del consumo de chocolate y la ínfima incidencia en la salud de los beneficios que difunden.
El propio Moctezuma, que no debía frecuentar la literatura científica chocolatera, tomaba su ración diaria. Según detalla Bernal Díaz del Castillo, un militar español de Medina del Campo que participó en la conquista de México, en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, el emperador azteca ingería una bebida elaborada con cacao en un cáliz de oro fino como bebedizo imprescindible para yacer con mujeres. Aún hoy, en Tabasco, Oaxaca y Chiapas se consume un producto con cacao y maíz llamado pozol y que parece hundir sus raíces en las costumbres y hábitos de Moctezuma.
Resumiendo: consuma con moderación, pero no espere que su estado general de salud mejore gracias a su ingesta ni confíe demasiado en las leyendas de sementales atiborrados de cacao. Mejor limítese a disfrutarlo que a esperar milagros que no se producirán.
Pero más allá de todas estas cuestiones relevantes, lo cierto es que solo es necesario saber que vas a comer chocolate para empezar a salivar. El paladar, las encías, la lengua, las paredes de la boca se impregnan de una pasta mágica que excita los sentidos y engrasa los mecanismos del placer. El chocolate hace felices a la inmensa mayoría de los habitantes del planeta tierra. Y a buena parte de los de saturno.