La vie en rose en su copa
El rosado va dejando de ser el patito feo de los vinos
Todo pese a las leyendas e inexactitudes que circulan sobre el vino más veraniego y glamouroso
Es un vino que puede ser muy interesante y que triunfa en maridajes
El buen tiempo mueve el armario, la despensa y la bodega. Los productos de temporada cambian y el vino rosado empieza a florecer en las mesas. En España, aún en demasiado pocas. Por una suerte de prejuicios sumados al desconocimiento y agravados por las ocurrencias que circulan por ahí, el vino rosado se ha ido convirtiendo en el patito feo de los vinos. Si alguien dice tomemos un rosé –en francés– parece que el vino cobra glamour, como si tuviera más clase. Si se dice rosado, muchos aficionados al vino con ínfulas entonan el vade retro. Y si se dice clarete, muchos piensan en pueblo y boina. Perdónalos, Baco, porque no saben lo que dicen.
Machismo vinícola
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Hace unos años que el rosado empieza a ser un poco el hijo pródigo. Vuelve, pero lento. Sobre él sigue prevaleciendo una mirada absurda y en muchos casos, machista. Machista porque quizás por el color se asocia con las mujeres. Machista porque se le adjudica ligereza -aunque en realidad tienen más cuerpo que la mayoría de blancos- y por lo tanto, escasa masculinidad. Machista porque hay quien piensa que tomarse un rosado puede parecer estéticamente a los ojos de otros congéneres un exotismo impropio de gentes con barba y convertir al sospechoso consumidor en una variante del hombre blandengue de El Fary.
Un vino con poca testosterona, piensan sus detractores. Vino de mujeres, como si el paladar de las mujeres fuera diferente al de los hombres. Precisamente, estudios científicos del Instituto Monell -líder en investigación sobre el gusto y el olfato- acreditan que el paladar femenino es, en efecto, diferente, pero a favor: tiene hasta un 30% de papilas gustativas más que el de los varones, lo que les confiere más capacidad y sensibilidad para degustar los sabores. Y la inmensa mayoría de mujeres prefiere el tinto, seguido del blanco, los espumosos y el rosado. Sorpresa, igual que los hombres. Eso de los blancos y los rosados para ellas y los tintos para ellos es una tontería monumental.
La Asociación de Mujeres Amantes de la cultura del Vino (Amavi) lleva años trabajando con datos. En sus encuestas, solo el 4% de las mujeres recuerda que un sumiller le haya ofrecido alguna vez la carta de vinos en un restaurante. El 96% de las ocasiones funciona un automatismo: elige el machote. Igual que cuando alguien dice eso de “vino femenino” porque se trata de un producto suave y ligero. Papanatismo machista flotando en las copas de vino.
Producimos el 20%, consumimos el 2,5%
Volviendo al rosado. Está bien que a cada uno le guste el vino que quiera pero es peor idea que no te guste uno en concreto porque los apriorismos ni siquiera te invitan a probarlo. Quienes se dejan arrastrar sin más criterio por esa corriente de opinión de la escuela anti-rosadista se pierden conocer un vino que puede ser muy interesante y que triunfa en maridajes en los que otros vinos fracasan.
De entrada, los datos, que son una fotografía fiel del consumo de estos vinos en España. España es el segundo productor del mundo de vinos rosados (20%) solo por detrás de Francia (35%). Entre los dos países controlan el mercado mundial. El tercer país es EEUU (10%), según el estudio Rosé Wines Wolrdtracking, elaborado por el Consejo de vino de Provenza, una meca de los vinos rosados. Se consumen unos 20 millones de hectolitros al año en todo el mundo. En Francia se bebe un tercio de todo lo que se produce. En España, producimos el 20% y solo consumimos el 2,5%. Así que nos dedicamos a exportarlo y somos líderes mundiales en volumen de ventas.
Mitos y leyendas: el anti-rosadismo
Además de la forja machista evidente en torno al rosado, hay otros cuñadismos que agregan más confusión y arrojan capas de desconocimiento sobre el vino rosado. Ni caso. Por ejemplo, el rosado puede hacerse utilizando uvas tintas y blancas, pero su color no es el resultado de mezclar ambas uvas. No es un sortilegio para conseguir ese color rebajado ni un sabor suavecito. Eso dicen algunos en los bares aporreando la barra. En realidad, sus características proceden del proceso de elaboración limitando el tiempo que el vino pasa en contacto con los hollejos. Los hollejos o los bagazos son la piel de la uva y través de los taninos y pigmentos le dan coloración al vino. Para hacer un tinto, el vino puede estar en contacto con los hollejos hasta cuatro semanas. Un rosado está 24 horas como máximo.
La uva tampoco es hoy de menor calidad. Simplemente al tener menos antioxidantes son vinos que duran menos y hace bien en bebérselos pronto. Y por cierto: un rosado y un clarete no son lo mismo, aunque los expertos no se ponen exactamente de acuerdo en la diferenciación de las tipologías. Y sí, es posible que en tiempos pretéritos se usara uva de menos calidad e incluso restos sólidos de uvas para hacer unos rosados que en nada se parecen a lo que puede encontrar hoy en el mercado. El estigma ya no tiene motivos objetivos para sobrevivir. Sobre todo porque hablamos de una época, hace 40 o 50 años, en la que también se hacía bastante vino malo fuera tinto, blanco o el de Asunción que ni era blanco ni tinto ni tenía color.
Rosados españoles
La variedad es inmensa. No hay uniformidad en cuanto a la coloración: los encontrará rosas pálidos, granates y frambuesas (tirando más al color clásico del rosado español), color salmón, tipo pétalo de rosa, los hay color cebolla y otros casi transparentes.
Hay rosados de bodegas españolas que son una delicia y no precisamente baratos, es el caso de Le Rosé 2020, de Bodegas Antídoto, en Ribera del Duero, elaborado con tinta fina y albillo y que se marcha a los 60 euros. De menor rango pero muy interesantes el Olivia Rosé 2021 de Pazo Pondal (Rías Baixas), con albariño, treixadura, sousón y pedral que cuesta unos 16€ o Las Musas 2022, de Bodega Museum, de D.O. Cigales, cuna de los claretes, que emplea garnacha y verdejo. Anote también el premiado Gurdos de la bodega Gordonzello de la D.O. León, elaborado 100% con prieto picudo, la uva autóctona de León y Zamora. Por 11€ se lleva una botella a casa, con su fruta silvestre y sus aromas florales esperándole debajo del corcho.
La Provenza, la casa madre
Así, hay cierta moda tendente a consumir rosados. Según los datos del Observatorio Mundial del Rosado el gran salto se produjo en las dos primeras décadas de este siglo, con un incremento del 40% en su consumo, mientras desciende la producción y la demanda del tinto. El gran pulmón global del rosado es la Provenza, en el sureste de Francia. Son 20.000 hectáreas que incluye 84 comunas de los departamentos de Var, Biouches-du Rhône y los Alpes Marítimos. Las variedades de uva negra más utilizada son cinsault, garnacha, syrah, mourvedre y la tibouren. Y las blancas -más accesorias- son la semillon, claireta o vermentina. Son vinos afrutados en la nariz, muy florales, frescos pero igualmente pueden ser complejos e intensos y siempre elegantes. Y están muy lejos de ser una moda. En 30 años se ha triplicado su venta. Una de cada tres botellas de vino vendidas en Francia es de rosado. Al contrario, lo más glamouroso desde tiempos inmemoriales en la zona de influencia de Niza, Cannes, Saint-Tropez y otras ciudades de la Costa Azul y la Riviera es ver atardecer con una copa rosa pálido en la mano. Sin complejos.
Para iniciarse en los provenzales intente conseguir el celebérrimo Whispering Angel, a precio módico, unos 22€; o algo más sabroso: el Clos cibonne (con uva tibouren), una delicia por diez euros más, nada disparatado. Hay mucha oferta por arriba y por debajo de esos precios. Pero no hay que volverse locos para probar un provenzal de calidad. Lo dijo Edith Piaf: la vie en rose.