Pasar un día de verano en la playa puede ser una delicia o una condena. De entrada, todo el mundo no está genéticamente dotado para resistir sobre la arena diez horas: entre las once de la mañana y la caída del sol. Ese es un horario homologable para cualquier bicho de playa que se precie. Y hay una selección natural que va sacando a muchos de la playa en las dos primeras horas.
Es un hábito que se entrena desde pequeño, aquel tiempo en el que los niños se tostaban al sol con una capita de crema Nivea para todo el día, muchos antes de que existieran los factores protectores progresivos. Todo era más básico. Y más sencillo. Y más arriesgado, claro, aunque de aquella generación uppers playera no murió nadie por un exceso de sol: sería porque los rayos ultravioletas todavía estaban razonablemente controlados.
Así, un día de playa puede equivaler a un trekking por el Himalaya pero sin salir de cien metros cuadrados de arena y mar. Tal es la energía que se derrocha, el entrenamiento que se exige y los conocimientos que se requieren para jugársela con éxito.
El ingrediente más importante de un día de playa es la alegría de vivir. La energía que inyecta el verano es la catapulta de un día de verano perfecto. El segundo es la compañía. Una reunión playera, vista a lo lejos, es una tribu de sioux apostados en una colina dispuestos a defender la posición. Hay quien le llama a esa inveterada y sanísima costumbre de pasar un día en la playa con todas sus consecuencias con un vocablo inglés: beachspreading o “esparcimiento playero”. Puede ser. La modernidad tiene esas cosas, pero la práctica es más antigua que el hilo negro.
La reunión playera siempre es flexible: partiendo de la docena de militantes puede alcanzar cifras por encima de la treintena. Cada miembro de la partida, agrupado a su vez en unidades familiares que se cohesionan y funden en una sola desde que se abre la primera cerveza, ha de asistir a la cita perfectamente pertrechado. Tamaña odisea no se afronta con éxito con aires primerizos.
Si es nuevo en estas aventuras, si nunca ha estado en el Amazonas con de la Quadra-Salcedo, déjese asesorar. Y el tercer ingrediente clave para un perfect day a lo Lou reed es la comida. El almuerzo playero. Una ciencia en sí misma. Nadie ha escrito el perfecto manual de la comida playera, y eso que hoy se escriben manuales de todo: de escapología, de contraexamen (para salir con éxito de un interrogatorio) o el clásico de Jesús Marchamalo de Copia y chuletaje en los exámenes. Pero la comida playera no tiene quien le cante. Hagámoslo.
No hay experto playero que no disponga en casa de un juego de fiambreras de todos los tamaños y colores. Alguna, sin tapa. No se preocupe: es un clásico. Las tapas de las fiambreras están diseñadas para perderse. El mundo de las fiambreras es ancho y diverso.
En los sesenta y los setenta se impuso un modelo hoy desaparecido: unos recipientes redondos de un material metálico hoy posiblemente prohibido por tóxico -mejor no saber- y multicolor. Se abrían y cerraban presionando con los pulgares dos pinzas laterales. Bajo la tapa principal había una cavidad pensada para la tortilla. Abajo, en la hondonada fiambreril, cabían otros productos elaborados. Eran de colores raros: rojos, azules y verdes apagados.
En el kit entraba media docena de vasos de mismo material, con un reborde historiado y que se parecían a los que utilizaban los faraones de Egipcio. Más tarde llegarían los productos de Tupperware, que existen desde comienzos de los 50. Con el baby boom, en la posguerra, las mujeres se dedicaban básicamente a cuidar de su familia. Un fabricante listo, Earl Túpper se inventó las tapas herméticas.
Se basó en las tapas de los botes de pintura, que evitaban que se secara el contenido. Tanto, que inicialmente se vendían en ferreterías y fue un fracaso porque la gente no sabía cómo funcionaba ni qué ventajas tenía poder meter productos elaborados en ese cacharro.
Y porque quienes frecuentaban las ferreterías eran los hombres, no las mujeres. Retiraron los productos de los estantes y se inventaron la venta por demostración, las celebérrimas reuniones Tupperware, que además le concedieron a muchas mujeres un carrera comercial profesional. Antes de que los tápers llegaran a nuestra vida hubo otras fiambreras de menor rango, no herméticas y de plástico poco resistente. Duraban lo que duraban. ¿Servilletas? Habiendo agua y arena…
Otro básico del equipo playero es la nevera. Otro artefacto que ha ido evolucionando con el tiempo: de las primitivas de tela que chorreaban el hielo derretido a su paso, hasta llegar a las modernas neveras de acero inoxidable y poliuretano, con ruedas para facilitar su transporte, capaces de retener el hielo varios días. Fundamental. Una nevera que responda al reto y con una buena distribución interna de los productos refrigerados es buena parte del éxito de un día playero.
El resto de los aperos son igualmente relevantes: una mesa plegable ligera, pero resistente y con capacidad de estabilizarse en la arena, unas sillas cómodas para el almuerzo y una hamaca para tomar el sol, cubiertos desechables y los vasos adecuados. Los más recomendables son de plástico duro, reutilizables y con capacidad mínima de 500 cc, para que quepa el hielo.
Y la sombrilla. Imprescindibles para proteger del sol las neveras y los canastos con la comida. Los muy sioux llevan incluso toldos extensibles sobre cuatro pivotes, carpas plegables, avances de tiendas de campaña, incluso sábanas y otros ingenios similares. No son del equipo básico, pero podrían homologarse en según qué circunstancias. Ha de advertirse que las costumbres de norte y sur varían. En la playas del norte son más contenidos en su exhibición playera. Bocatas, alguna lata y poco más. En el sur domina la exuberancia, es un playeo más barroco y desinhibido, sin cortarse.
La nevera de playa es sencilla: admite pocas complicaciones. El tinto con casera y los botellines de cerveza son la base canónica. Botellines, no tercios. Valen los de 20 o de 25 cc. Más no. Está calculado por algún tipo listo para conservar el frío en la playa hasta el último buche. El tercio es un desastre: a partir de la mitad la cerveza está para echarle fideos. Llevar tinto o blanco es poco recomendable si no es capaz de cargar con unas copas de cristal dignas y trabajar muy bien la temperatura.
En otras neveras complementarias debe llevar las bolsas de hielo. Ojo, sin hielo no vaya. No asuma riesgos innecesarios. Agua sí. Y refrescos y zumos para los niños. Hay quien se mete unas tónicas para un gintonic de sobremesa. Pero poco más. Es imprescindible que cada miembro de la expedición lleve su propia nevera. Después todo se comparte, pero para un día largo se requiere todo el material disponible. Hay que advertir de que el hecho de llevar nevera no excluye la visita pastoral al chiringuito más cercano a media mañana. Hay costumbres imperecederas.
Recuerden: la comida playera está pensada para compartir. El playeo de alto rendimiento tiene su hora del picoteo tras el baño de la una. A esa hora, el hambre trepa por el estómago como una enredadera. Se abren botellas y mirindas de naranja para los niños y las tapas de las primeras fiambreras saltan como por explosión. En unos segundos se despliega sobre las mesas un menú extraordinario que celebra la amistad.
Aceitunas de todos los colores y tamaños, cortes de ibérico, quesos y muchas patatas fritas de paquete. La propuesta de conservas incluye indefectiblemente los cinco grandes: anchoas, mejillones en escabeche, berberechos, sardinas en aceite y boquerones aliñados. Entre los aliños son reincidentes los pimientos asados con su cebolla, aceite y vinagre, las huevas de merluza aliñadas o las papas con melva, que son todo un clásico. Todo fácil de comer por el método del cucharón y paso atrás.
Uno de los reyes del momento del “vermú sin vermú” playero son los pimientos fritos. Ese pimiento verde fruto con su sal por encima y aún templado es un manjar. Y por supuesto, el gazpacho. Van aflorando botellonas de dos litros de plástico con gazpacho helado.
Ya saben, es la primera bebida isotónica de la historia. Con el tiempo y la preocupación por la dieta, fueron introduciendo las ensaladas, con especial ahínco en las de pasta. Pero nunca ha sido un punto fuerte de los menús playeros, generalmente más hipercalóricos. Funcionan mejor los pistos fríos y hay quien tira de empanadas, sabores a elegir.
El festín que ha comenzado con el aperitivo de la una es, en realidad, un continuo hasta los postres. Solo hay alguna parada técnica de pocos minutos para guardar las fiambreras sucias y sacar las limpias y poco más. En la tribu ya no se distingue el comienzo del final del comer. Se han liberado todas las hambres capaces de producir un dia de playa, especialmente entre los más pequeños: voraces como si no hubiera un mañana
Un día de playa en cualquier casa que se precie comienza con una fritada de papas a las siete de la mañana. Históricamente lo hacían sólo las madres. La gigantesca fritada de patatas para cuajar al menos dos tortillas: una con cebolla y otra sin cebolla. No hay primer plato de playa que sustituya a la tortilla. Pasarán los años, el mundo mutará, las generaciones serán más inteligentes, todos más altos y más guapos y los cyborgs dominarán el mundo.
Pero la tortilla de patatas seguirá ahí, enhiesta y redonda, vacilona y fotogénica en su fiambrera, en el primer puesto de la lista, como ese monumento que es a la inteligencia culinaria, a la cultura gastronómica española y al amor de las madres.
Se abren las fiambreras, se trocea la tortilla -en cuñas o en tacos, cada maestrillo sabrá- y se colocan todas en las mesas. Los niños se lanzan como alcatraces atlánticos. Los mayores, con más recato, pero van detrás. Y ahí sobreviene una crisis habitual: la tortilla que hace tu madre está exquisita, en su punto justo, con la patata bien frita en aceite de oliva. Y la de la madre de tu amigo, pues, regulera, por decirlo así.
Seca y dura como un ladrillo, mal frita la patata y cortita de sabor. Pero los hijos de tu amigo han leído bien el partido. Y se abalanzan sobre la tortilla buena, que es la tuya, hasta dar cuenta de ella. No te queda más que recurrir a tu civilidad, celebrar la tortilla ajena y empujarla con un botellín helado para no engolliparte. Es lo bonito que tiene el compartir, que se aprende mucho. Sobre todo a distinguir las tortillas buenas de las malas.
Los segundos platos para un día de playa tampoco se prestan a demasiadas disquisiciones: filetes empanados. De ternera, de cerdo o de pollo. Pero el filete empanado es la elaboración básica para jornadas maratonianas bajo el sol. Los chavales, que no han dejado de devorar cuanta tortilla arañan de las fiambreras, ya tienen en la mano el primer filete.
El ritual del almuerzo se celebra, no crea usted, bajo una estricta coreografía no ensayada: se van vaciando los tápers de las tortillas y como si unos músicos playeros tocaran El Danubio Azul de Strauss se van retirando las vacías mientras irrumpen y se van abriendo las de los filetes. Unas desfilan suavemente camino al capacho del sucio y las de los filetes se bambolean de mano en mano como la promesa de un segundo paraíso.
Con el filete empanado ocurre como con la tortilla: los hay con un empanado fino y la carne jugosa bajo el caparazón de harina y huevo y otros que sirven para repellar paredes. Así que se repite el ritual de apareamiento de los chavales con los mejores filetes. Antes de que usted se dé cuenta quedan disponibles los más gomosos, tiesos y duros. Darwin en la playa.
Unas salchichas guisadas al vino es un plato monumental para compartir, e incluso pollo frito en pequeñas porciones. Pero poco más. Los segundos platos de pescado no funcionan en la playa. Históricamente ha habido quien ha llevado algún guiso más contundente en la tartera, pero no es recomendable. Vamos al filete, Manolete.
La barbacoa es otra opción para un día de playa aunque tiene costes aparejados de todo tipo. La barbacoa exige llevar producto fresco y conservarlo bajo el sol es un poco más complicado, especialmente si hablamos de unos kilos de sardinas o caballas. La otra opción son filetes o chuletas y pinchitos morunos. Los niños los adoran se ponga usted un fez en la testa o no se lo ponga. Pero hay que cargar con el tiesto y el carbón, dedicarle un buen rato a preparar las brasas y siempre se corre el riesgo de molestar a las tribus circundantes con el humo, lo podría declarar las hostilidades. Después hay que limpiarla, recogerla y acarrearla. No sé yo. Los sabios con trienios en la playa recomiendan evitarla y dedicarse a la tortilla y los filetes empanados. Pero sobre gustos…
Cuando el sol no quemaba tanto hace medio siglo, muchos señores llevaban a la playa una red de balón de fútbol donde colocaban una sandía oronda y enorme. La metían en el mar para que se conservara fresca y mediante una cuerda larga la anclaban a tierra con una piqueta hasta el momento de consumirla. Sí, eso ocurría habitualmente en las playas en las que sigue jugando nuestra niñez como si fuera una canción de Serrat. Ese era el postre.
Hoy también se compran helados a los niños. Pero lo de la sandía tenía su rollo. Llega la siesta en su hamaca a la orilla del mar. Imprescindible si quiere sobrevivir, que aún le queda la mitad del día.
La merienda es el momento de rescatar los restos del almuerzo, Ahora es usual que se complemente comprando unos dulces básicos a los vendedores ambulantes que se patean las playas. Hubo un tiempo en el que triunfaba el pan con nocilla, los bocatas de chorizo revilla -con más grasa que magro- y el de salchichón. El café se lleva en termo y vasitos de usar y tirar. La leche ya incorporada, si es el caso. La fruta -ya pelada y troceada- en fiambreras y refrigerada es una buena alternativa.
En la playa también se cena. La cena playera, con el sol ya escondido y algunas linternas iluminando el campamento, es el momento del asalto final a las fiambreras. Se acaba con los últimos restos disponibles. No sobra nada. Esa tortilla gollipona que al mediodía parecía incomible, a esa hora en la que se confunde el día y la noche, es caprice des dieux. Lo que son las cosas: paladares flexibles quieren las madres. Los filetes sirven todos y ninguno parece especialmente duro. Se escurren los aliños y se rescatan las últimas latas de conserva del fondo del cesto. El pan, algo duro por el paso del día, se come como salido del horno y se celebra la vida con los últimos botellines disponibles. Estos últimos de Filipinas son siempre los mejores: se sacan de la escarcha de la nevera y están helados. Gran reserva. Los niños siguen jugando a la pelota o en el mar.
Y acaba su día de playa. Se sacuden la arena, se ordenan las fiambreras vacías y se sacan los restos de agua de la nevera. Amistad, compañia, energía positiva -somos fotovoltaicos: nos cargamos con el sol- y buen condumio. Esa noche dormirá como nunca: agotado por un largo día de playa. Habrá cubierto su Everest. Crema reparadora para las quemaduras y a descansar, que a la siete de la mañana hay que empezar a freír patatas.