Ernesto Penas, biólogo marino experto en pesquerías, lanza un alegato contra el desprestigio del consumo de pescado y advierte de la necesidad de combinar la extracción y el cuidado de los ecosistemas marinos. Un alegato a favor del consumo de pescado, una defensa de una actividad que hunde sus raíces en el comienzo de la humanidad, una llamada de atención a los procesos de mejora pendientes del sector y una advertencia contra la radicalidad verde y la estulticia.
Lo dice para encabezar el libro citando la Ley de Brandolini, también llamado Principio de asimetría de la estupidez, un adagio muy internetero que reza: “La energía necesaria para refutar una tontería es de un orden de magnitud superior a la necesaria para producirla”. O sea, que cuesta más desmontar una bobada que elaborarla.
Ernesto Penas Lado, biólogo marino, experto en ecología marina y pesquerías y durante 30 años empleado en la UE en el área de políticas pesqueras, ha escrito La proteína azul. Por qué no hay que dejar de comer pescado (Editorial Almuzara), un libro que es un análisis detallado de todos los aspectos relativos a la pesca y las amenazas y virtudes relacionadas con el consumo de pescado, “la proteína animal más saludable del mundo y con una huella de carbono y un impacto sobre la biodiversidad más bajo de los de muchos sistemas de producción de alimentos en tierra”.
Advierte, alineado con la agenda de los objetivos de desarrollo sostenible 2030 que “la lucha contra el hambre, la desnutrición y por la seguridad alimentaria no está ganada” y recuerda que “esta requerirá el consumo de todas las fuentes de alimento y, por ello, la pesca responsable y bien gestionada está llamada a jugar un papel clave”.
La primera noticia de la actividad pesquera se remonta a hace 40.000 años. Ya entonces era fuente básica de alimentación de diferentes civilizaciones. Con el Imperio romano la pesca crece en importancia. En aquella época, además del consumo en fresco, se desarrollan y cobran importancia las salazones, una técnica que permite conservar el producto y por lo tanto su transporte.
Célebre fue el garum, hoy de nuevo reinventado en las mesas aunque con una interpretación bastante libre dado que las certezas respecto a los condimentos exactos son muy endebles. Una salsa / pasta que hoy apellidarìamos gourmet cuya base eran vísceras de pescado fermentadas y que ya Plinio el Viejo en su Historia Natural o Columela en su obra enciclopédica registran en la mayoría de los platos que se consumen en Roma.
A partir del siglo XVI la pesca pega un salto de gigante con las pesquerías del arenque y el bacalao. Supuso el manejo de grandes cantidades de pescado en caladeros muy alejados de la costa, lo que disparó su consumo, especialmente en las civilizaciones cristianas, donde la carne tenía un consumo limitado por cuestiones de origen religioso. Fue la llamada “gran revolución” del pescado.
Según el autor, el bacalao es “el pez que cambió el mundo”. Y advierte de los dos graves problemas actuales de la pesca: la falta de relevo generacional en la actividad y la batalla cultural del conservacionismo radical contra la pesca extractiva. Hay colectivos ecologistas que exigen dejar de pescar para preservar los océanos al entender que la pesca es dañina para los peces, los ecosistemas marinos y la salud humana. En revistas especializadas o a través de documentales de consumo masivo se llega a pedir la pesca cero para proteger los ecosistemas.
El libro se detiene en la idea de una escasa sensibilidad marítima en un país como España, que junto a Portugal, lideró las mayores gestas históricas en el mar, que es una potencia pesquera, que está rodeada de costas y cuya actividad genera directamente más de 2.000 millones anuales y algo más del 1% de PIB nacional.
Aunque regionalmente, en algunas comunidades, puede superar el 10%. La pesca es históricamente una herramienta para fijar a la población a su entorno. Penas señala la contradicción de que pese a los avances en materia de sostenibilidad, del establecimiento de cuotas, de mejora de la trazabilidad y de políticas favorecedoras de una pesca más sostenible con triple impacto: ecológico, social y económico, su mala imagen sigue creciendo.
“La pesca se enfrenta hoy a la declarada hostilidad de una aparte de la opinión pública, agitada por intereses como el ecologismo, animalismo, veganismo y otro movimiento sociales (..) que tienen en comun una visión esencialista de la naturaleza, de los mares como reserva de biodiversidad y de especies carismáticas a las que la pesca pone en serio peligro”.
Advierte en ese sentido del riesgo de que el conservacionismo se convierta en un “problema de ricos” con una componente “neocolonialista” que le diga a los países en desarrollo lo que no deben hacer para no repetir los problemas históricos.
Los datos de consumo de pescado son muy variables en la UE: en Islandia se ingieren 92 kilogramos de pescado por persona y año, 57 en Portugal, 42 en España o 6 en los países balcánicos. Defiende el autor el consumo de pescado como parte sustancial de la dieta mediterránea, que ha evolucionado hacia la pesco-mediterránea, avalada por la sociedad Americana de Cardiología por sus ventajas en la salud coronaria y muy por encima de cualquier otro tipo de dieta.
Al margen de sus ventajas nutricionales, hay otras en clave económicas: muchas especies son más baratas que la carne y son clave para el desarrollo de comunidades con escasos recursos. Especies como la sardina o la anchoa resultan estratégicas por su bajo precio y su potencia alimentaria.
“El mensaje lanzado por la ciencia a los políticos es muy claro: el pescado es un elemento esencial en la lucha contra el hambre en el mundo”. Los cálculos autorizados estiman que en 2050 el planeta tendrá que disponer de recursos para alimentar a 9.000 millones de habitantes y “la proteína marina no puede ser ignorada por más tiempo”.