La anchoa del Cantábrico: una historia muy siciliana
Antonio Hernández Rodicio, periodista experto en gastro, nos introduce en los orígenes de la anchoa cántabra
Hablamos con la familia Sanfilippo, quinta generación haciendo bocartes en salazón, como paradigma de los emigrantes de Porticello que impulsaron una industria
Cada año compran unos 100.000 kilos de bocartes. Solo el de primavera. Trabajan una a una, lomo a lomo. Envasan en latas de diez kilos, no de 300 como es habitual en el sector
El método. Todo está en el método. Esa cosa tan de Descartes de buscar la verdad. Y la verdad está en el fondo de cada lata de anchoas Sanfilippo. Solo el mejor producto -el bocarte de primavera: de abril a junio-, con el tamaño adecuado y un tratamiento puramente artesanal. Así lo hacía ya Giuseppe Sanfilippo, el chaval que llegó a Bermeo con 11 años para ayudar a un tío que trabajaba ya en la anchoa.
Era 1920. Hace un siglo exacto. El año del Tratado de Versalles que certificaba el fin de la I Guerra Mundial, el mismo año en que se extendía por el mundo la llamada gripe española. Aquel Sanfilippo nacido en Porticello, provincia de Palermo (Sicilia), en la Costa Tirrena, arribó a España a la sombra de su tío, como otros miles de italianos, persiguiendo la anchoa justo cuando los caladeros italianos estaban esquilmados. Cuando descubrieron el bocarte de primavera del Cantábrico los italianos decidieron desplazar a sus equipos a estas costas. Las campañas eran largas. Así que muchos echaron raíces, familias y negocios. Más de un centenar de marcas italianas terminarían asentándose en Cantabria.
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Los sicilianos trajeron la técnica de la salazón aplicada a la anchoa, entonces un pescado poco valorado comercialmente, aunque la alta demanda del producto y los elevados precios que alcanzaba modificaron incluso la actividad de la flota pesquera: las traineras se olvidaron de la sardina y se entregaron a la pesca del boquerón, según exlica el investigador Luis Javier Escudero Domínguez en su Historia de los salazoneros italianos en Cantabria (Publican ediciones).
Aunque existe constancia de la industria de salazones romanas en ánforas desperdigadas desde el norte de África a Adra, Cádiz o Cartagena, el sistema supuso una novedad en Cantabria y en el tratamiento del bocarte. Tanto, que impulsó una industria que aún hoy perdura con sesenta conserveras que dan empleo directo a miles de personas, entre ellas a 1.200 mujeres. El sector moverá en 2020 hasta 25.000 toneladas de anchoas.
Sanfilippo, Giuseppe, quien se casó con doña Luisa Sárez, de Castro Urdiales, trabajó en varios oficios vinculados a la anchoa y gozaba de prestigio en el sector, hasta que en 1964 montó su propia fábrica. Era el abuelo de Ignacio, actual gerente de la empresa familiar, de Bárbara y Paula. Son la tercera generación del primer Sanfilippo que llegó a España y la quinta dedicada a la conserva; su familia paterna elaboraba salazones en Porticello desde 1896. Hoy en esta casa, que lleva por marca el apellido de la familia, se mantienen intactos los procesos. Todo es artesanal.
Se cuentan con los dedos de una mano las marcas que hoy mantienen esos procedimientos. Las únicas máquinas que tiene la empresa son un camión para llevar el producto y la cerradora para sellar las latas. Y así han consolidado un prestigio internacional. "No tenemos secretos. Lo único que no hacemos es saltarnos pasos para reducir los costes. La excelencia necesita tiempo y tiene un precio. Esto es lo que hemos aprendido en la familia, aunque nos impida tener un crecimiento más fuerte. Nadie trabaja con un proceso tan estricto como el nuestro: nuestra decisión ha sido no pasarnos al lado industrial", explica Nacho Sanfilippo, gerente de la empresa familiar, que con 19 personas fijas en plantilla factura un millón de euros entre filetes de anchoa en salmuera y la anchoa en salazón.
Cada año compran unos 100.000 kilos de bocartes. Solo el de primavera. Van, como todos, a la pelea por la mejor anchoa. Trabajan una a una, lomo a lomo. Envasan en latas de diez kilos, no de 300 como es habitual en el sector. Todo es laborioso. Tienen capacidad para producir unos 4.000 kilos diarios, frente a los 50.000 que alcanzan otras marcas industriales. "Me acuerdo de la pasión que ponía mi abuelo en el método. Era una obsesión. Hemos vivido siempre en ese ambiente, hemos vivido las costeras, los momentos buenos y los malos. Recuerdo cuando el pescado se llevaba en coches de caballos a la fábrica, donde se trabajaba hasta las doce de la noche cuando había mucho pescado", recuerda el gerente de la casa. "Lo nuestro es una cultura", concluyó.
Cuando los italianos empiezan a hacerse fuertes en estas costas, en 1.885, había 28 conserveras entre Cantabria, Asturias, Vizcaya y Guipúzcoa, de las cuales solo siete se dedicaban a las salazones. Llegaron los Sanfilippo, los Brambilla, Palazollo y Orlando; los Cefalú, Maccione, Cusimano, Oliberi, Vella y los Giannitrapanio. Como si fuera la alineación del once de gala del Palermo o del Atlético Catania, pero no son futbolistas sino los apellidos de los pioneros que trajeron otra forma de enfocar la pesca y la transformación del bocarte, anchoa o boquerón, que hablamos, en cuqlquier caso, de la misma especie (engraulis encrasicolus). "La anchoa en salazón es parte de nuestra cultura", afirma Tino Sampedro, patrón mayor de la cofradía de la anchoa de Cantabria, que hace unos años homenajeó a los descendientes de los silicianos "que con su ímpetu y su ilusión ayudaron a consolidar una historia de éxito".
La cofradía se presentó en sociedad un cinco de abril de hace 22 años. La fecha conmemoraba el mismo día del cuarto mes de 1960, cuando el puerto de Santoña batió el récord mundial con mil quinientos millones de kilos de bocarte en una sola jornada. "Nuestra pasión es defender nuestra cultura, la de los pescadores, la de las conserveras y las de las mujeres, que tienen algo especial en las manos para hacer ese trabajo tan delicado con los bocartes", asegura Sampedro. La técnica que emplean las empleadas es la del sobado a mano, un delicado trabajo para desespinar y preparar cada filete de anchoa, dejándolo de terciopelo. La alternativa es escaldarlas, pero el agua caliente no solo se come parte de la carne sino que deja las espinas al aire. La noche y el día. Por eso una octavilla -el tamaño más habitual de las latas- vale lo que cuesta. Y si no cuesta lo que vale, desconfíe. Con cierta experiencia y fijándose en algunos detalles -que no haya restos de sangre coagulada en forma de manchas marrones, que se hayan eliminado por completo las espinas y las barbas, la tersura, el punto exacto de sal, el tamaño, que tenga aroma a mar y no a pescado fresco…etc.- distinguirá las anchoas de calidad.
Los salatores de anchoas fueron un oficio de prestigio. Toda una industria floreció: barrileros, toneleros, sobadoras, etc. Entonces la anchoa se enviaba principalmente a Génova, Livorno o Nápoles. En la segunda ola, también llegaron muchos genoveses. Entre ellos Carmelo Bambrilla, quien con 13 años tocaba tierra cántabra en compañía de sus padres, procedentes de Cremona, donde su familia ya se dedicaba a la conserva. Bambrilla, que hoy tiene 79 años, ha sido hasta su jubilación director general de El consorcio, otra de las marcas de referencia. "Esta ha sido una tierra de acogida estupenda. En Cantabria nos agradecen mucho a los italianos que trajimos un conocimiento e impulsamos una industria, pero nosotros estamos agradecidos por que fuimos muy bien acogidos desde el principio", recuerda Bambrilla.
Entre los siclianos, en 1883 llegó Giovanni Vella Scatagliota, a quien se le atribuye meter la anchoa en aceite. Hasta entonces, se utilizaba solo la salmuera e incluso la mantequilla, algo lógico si se observan los valles cántabros y su cabaña vacuna, aunque los italianos también la utilizaron para su conservación. Recientemente una marca como Anchoas Revilla ha sacado una conserva de anchoas con mantequilla El Andral, como homenaje a los pioneros.
La de la anchoa de Cantabria es una historia muy siciliana. La historia de Frank Sanfilippo, de Il nono Ignacio, de Giuseppe, de Ignacio Sanfilippo Suárez y de Nacho Sanfilippo-Binauld, actual gerente. Y de otros muchos como ellos que cambiaron la costa siciliana por la cántabra, se emparejaron con mujeres de la tierra de adopción y ayudaron a que floreciera una industria que aún persiste generando empleo y prestigio al nombre de Cantabria. Quizás esa era la verdad que perseguía la familia en el fondo de hojalata aceitado de cada octavilla de bocartes.