A algunos destacados protagonistas de la alta cocina les sobra pretenciosidad. La sencillez -incluso la modestia, que suele ser sabiduría- no está reñida con la excepcionalidad. La pomposidad fatua y vana no es exclusiva de algunos grandes -y algunos medianos y pequeños- cocineros. Encontrará la misma actitud entre los abogados, los periodistas, los políticos y los escritores. Y entre los peones camineros, que alguno, empoderado y con bíceps, cree que va a coronar el centro de la tierra con su puñetero martillo neumático.
No es un mal extendido. No generalizo. Pero a algunos nadie les ha dicho que no han descubierto la pólvora, ni que algunas de sus creaciones son menos importantes que la vacuna del covid o incluso que algunos de sus platos no hay quien se los coma por mucho cuento con que adornen su explicación. De hecho, alguien debería prohibir la explicación de los platos. Esos sitios en los que te dan una conferencia a cada pase son insufribles. Una cosa es explicar sucintamente algo y otra es taladrarte el cerebelo con una interpretación metafísica de la intención del maestro. De hecho, la mayoría de las veces, cuanta más explicación menos chicha en el plato. Oiga, cocine y déjeme que ya me encargo yo del plato. Algunos están aquejados del mal de altura.
Será cuestión de actitud, pero es inseparable, porque los cocineros que más admiro se caracterizan por su normalidad, por no impostar el discurso más allá de lo razonable ni en su carta ni en vivo ni en directo, que algunos parecen que están recitando una conferencia magistral a Luis XIV sobre el bouef bourguignon cuando dan los buenos días.
Gente como Pedro Subijana, Joan Roca, Martin Berasategui, Eneko Atxa, Ferrán Adriá, Angel León, Luis Alberto Lera o José Andrés, por citar algunas estrellas del firmamento, aunque la lista es larga, son un ejemplo claro de que se puede triunfar en la vida sin necesidad de llevar montado en la cuádriga a un tipo sujetándote los laureles en el coco, recordándote que eres mortal y que, como todos, la vas a palmar y tararí que te vi.
A los del batallón de la sencillez los imagino, a todos y cada uno, deshuesando un rodaballo, pelando una alcachofa o limpiando un pollo con sumo placer, aunque su interpretación culinaria posterior eleve a los altares a la simple y básica materia prima. Y a los otros también, dicho sea de paso, aunque se empeñan tanto en disimular…
Dar de comer al prójimo es un acto maravilloso. Los cocineros hacen felices a los seres humanos y convierten la alimentación en algo refinado y elevado. Transformar esa experiencia en una disciplina que está entre la gastronomía, el arte, la ciencia y la filosofía es de traca. Y no hay que tirar de falsa modestia: es eso lo que hacen muchos de los mejores cocineros españoles. Lo que no hay es que contarlo a cada minuto al estilo de Luis Miguel Dominguín y su encamamiento con Ava Gardner, ni pedir mármol para grabar cada cosa que se le ocurre a sus señorías, que cuentan con una tremenda legión de aduladores. Esos agradaores profesionales son peores que los propios cocineros. Y busque en el éter digital, que verá como encuentra ejemplos.
La pretenciosidad desmedida lleva por un lado a alejarse de la gente y, por otro, conduce directamente a la cursilería más insoportable. Lo que es imprescindible es no olvidar que seguimos hablando de cocinar y de hacer feliz al cliente. De fondos y sofritos.
La alta cocina en España es una suministradora de autoestima, un mascarón de proa para un país a efectos de imagen. Y es impagable. No se trata de ir a almorzar todos los días a un tres estrellas sino de reconocer la excelencia. Como la hemos reconocido en el deporte, en la cultura o en muchas actividades empresariales de éxito. Y en el deporte también me cae mejor Rafa Nadal que Cristiano Ronaldo, tan engreído, aunque no reniego de sus goles. Fácil de entender.
Ojo que la alta cocina, que ha sido una de las pocas disciplinas que mantuvo el nombre y el prestigio de España en el exterior durante nuestra negra crisis económica, no se vuelva contra sí misma. Insisto, no es un mal extendido, pero algunos hacen el ruido de cuarenta y cuando los critican dicen que la gente, que es la que paga, no tiene ni puta idea. Y que los periodistas y críticos, si no son palmeros de la casa, no están preparados para juzgar. Y que el mercado no les ayuda. Y que la guía los putea. Y que a ellos les llueve peor que a otros. Y unas cuantas cosas más.
Es cierto que quien va a comer a según qué restaurante debería saber dónde se mete y si el cocinero trabaja para ti. Como aquella anécdota de Borges, quien le respondió a una alumna que le dijo que no entendía nada del Ricardo III que no se preocupara, que Shakespeare aún no escribía para ella. A servidor le mola la alta cocina, la reconozco, la admiro y la pago, pero prefiero unas fabes, unos filetes empanados o un cocido antes que según qué requiebros culinarios que, en efecto, no voy a entender porque no estoy preparado para entender algunas gilipolleces por más que un grupo de corifeos le toquen las palmas al artista.
Queridos y admirados cocineros un poco subiditos: busquen la sencillez, el reconocimiento del mérito ajeno, no sobreactúen, no se endiosen y dejen los espejos. Bajen el balón al pasto, como diría Di Stéfano, esa estrella rubia de mal carácter, sentencioso y de legendaria habilidad con el balón entre los pies.