«Seiscientas mil personas y ni un solo bar», se lamentaba asombrado Lawrence Osborne durante un viaje a la ciudad abstemia de Solo, en Indonesia. Aquel lugar con más de medio millón de almas que no bebían, y que tampoco tenían donde, le pareció «la receta perfecta para la locura» al escritor inglés y excrítico de vinos de la revista Vogue, y que acaba de publicar Beber o no beber (Gatopardo Ediciones). En su ideal de la vida humana, que antes o después se apagará, echar un trago resulta siempre «de lo más agradable», tal vez porque la realidad adquiere en ese momento liviandad, e importa menos si un día te vas a morir. Pero no se cierra en banda a que no beber sea para otras personas también fuente de bienestar.
Beber y no beber, admite, son dos estados entre los que las personas civilizadas «hacemos equilibrios». Cierto que, en las sociedades de consumo, desarrolladas, se vuelve difícil no beber, y de paso comer, como disfrute, mientras hacemos cosas más importantes, como celebrar la amistad, reírnos, contar, quedar de nuevo para el día siguiente. La vida comunitaria, las reuniones con amigos y compañeros, los encuentros, en fin, con semejantes, acaban favoreciéndolo. Es solo una pieza más del engranaje de esa diversión colectiva. Tampoco es que estar privado de casi toda compañía, como ahora nos pasa a quienes vivimos en localidades confinadas, con los bares cerrados, nos aleje necesariamente, y del todo, de la bebida. Supongo que acabará estudiándose el papel de la cerveza y el vino en la actual crisis, en la que la violenta alteración de nuestros hábitos sociales, afectivos, con el fin de protegernos del virus, nos empuja a márgenes desesperantes, y muy solitarios.
En vísperas de que llegase a mis manos el libro de Osborne, me escribió una amiga que, por esos días, guardaba cuarentena. Personas muy cercanas a ella habían dado positivo por Covid, y encerrada en casa se dedicaba a matar el tiempo leyendo y viendo series y películas, y, entretanto, combinando algo que pinchar y vino y cerveza sin propasarse, y así sobrellevar las limitaciones y el hartazgo que estas traen consigo. «Estoy bastante contenta», me confesó, pese a la situación. Cuando le pregunté por las cantidades, me dijo que estaba bebiendo una botella de vino cada dos días, de entre catorce y diecisiete euros, y que a mayores se abría una Estrella Galicia a eso de las ocho y media de la tarde, con su tapa. «Y con eso, y el pastillazo de dormir, que yo creo que también cuenta, todo bien».
Beber y comer entre risas, y alcanzar cierto estado lábil de bienestar que, a las pocas horas, no derive en resaca, representa un reto común, no por ello sencillo. 'Coger el punto', después de todo, es un estado tan sutil y cambiante que quizá no admite una fórmula exacta; puede valer para una vez, pero no para la siguiente. No hay mapas para llegar a ese 'sitio'. El camino aparece y desaparece. Unos días te quedas corto, otros sin darte cuenta te pasas. Un expertísimo vividor como el escritor británico Kingsley Amis admitía que «si queréis sentiros mejor cuando bebéis, el único método infalible es beber menos. Pero para descubrir cómo se hace eso, deberéis encontrar un experto más experto de lo que yo nunca llegaré a ser». Es una cuestión de freno. Frenar es más difícil que acelerar, todo sea dicho. Coger el punto consiste en beber y dejar de beber en exceso en un mismo gesto; al lograrlo, se alcanza la apariencia de día casi perfecto, que tú y tus colegas querréis repetir en cuando sea posible.