En la obra de Pepe Baena menos es muchísimo más. Cotidianeidad, proximidad y sencillez. Esos son los atributos que definen la obra del pintor gaditano, de 42 años, quien recoge en sus bodegones la mejor tradición que vincula al arte y la comida. Hace más de dos mil años que la comida forma parte de la temática artística. La pintura religiosa comenzó a encumbrar la presencia de los alimentos. Y durante el renacimiento se amplió y se refinó hasta alcanzar al tercer episodio de La historia de Nastagio degli Onesti de Bocaccio inmortalizada por Boticelli, quien retrató el célebre banquete en un pinar. Pepe Baena, que no es Boticelli ni falta que le hace, no pinta banquetes. Lo suyo es más de naturalezas muertas. Acedías, salmonetes, borriquetes, sardinas asadas, pijotas, chocos y un pez cochino abierto en canal, mostrando su anatomía interior. Pescados de la Bahía de Cádiz. "No se me ocurriría pintar un pececito de colores del Caribe. Mi pintura se basa en la verdad, en mí verdad, la de mi día a día, la que veo y siento", explica el pintor, de estilo figurativo, puro realismo artístico.
Baena, quien estudió Imagen y Sonido, empezó a pintar hace diez años, cuando nació su primera hija, pese a lo cual acumula ya premios y reconocimientos. "En mi casa siempre había gustado la pintura y eso quizás me fue despertando el interés. Pero de pronto se me encendió algo dentro pese a que nunca había pintado y me dio por ahí. Hoy es una obsesión para mí: le dedico las tardes enteras, me encanta, pinto todos los días. Cuando llevo dos días sin pintar me vuelvo loco" explica el pintor, quien comparte su estudio de la gaditana calle Cobos con su mujer, la restauradora Elisa Soberli.
Hay algo delicado en la pintura de Pepe Baena que entronca la comida con el acontecer diario de la gente. Sus cuadros no son sofisticados, pero la atmósfera que logra sí lo es. Y llegar a la sofisticación desde la sencillez es, en sí mismo, un atajo sofisticado. Es tal el realismo que alcanza que las piezas parecen reales. El pescado frito quema, los churros se enfrían retorcidos sobre el papel de estraza en una terraza de la calle Londres y la tostada de manteca colorá pringa y chorrea grasa codo abajo.
Para lograrlo trabaja básicamente con tres palancas: una idea que le enganche, la proporción rigurosa del lienzo respecto al tamaño real de lo retratado y el color. Trabaja la autenticidad del color y las texturas. Sin artificios ni conceptualizaciones que lo alejen de la realidad. Nada que rompa con lo conocido, lo identificable, con la cultura del día a día, con el vivir de la gente. La atmósfera es la de una casa cualquiera a la tarde, cuando los niños vuelven jubilosos del colegio y les espera medio paquete de galletas María Dorada en la mesa de la cocina junto un vaso de Cola Cao. O esa parada a media tarde del padre, del abuelo, que incluye café con leche y torta de aceite de Inés Rosales, las legítimas y acreditadas tortas de Castilleja de la Cuesta (Sevilla), cuyo propietario le compró el cuadro tras dispararse el interés en las redes sociales. Con la torta había resucitado la magdalena de Proust del respetable. A cada tuit, una historia, un recuerdo, una evocación, una conexión con el tiempo que se fue. La memoria y la comida, ese binomio.
Además de la fauna de la bahía de Cádiz, tiene pintado un lienzo con dos cabezas de cerdo que se salen del cuadro. Y, sobre todo, un bodegón que huele a puchero, a la carne hervida en cocido, ese aroma que sale por las ventanas de las casas humildes y se enseñorea del barrio. El cuarto de muslo de pollo, la bandeja sellada y cogida del lineal de un supermercado con el hueso de espinazo salado, la carne magra de ternera y el tocino fresco y añejo; zanahorias, apio, cebolla, patatas y los garbanzos en una bolsa de plástico translúcida y arrugada. Ese cuadro es la celebración de lo cotidiano. La escena repetida en cada domicilio muchas veces. La exaltación de lo que somos. Los garbanzos y el sudor de la frente. La herencia de la adafina que cocinaban los judíos sefardíes en una olla de barro en el siglo XV. Lo dejaban al fuego lento la noche del viernes para tomarlo en el Sabbat. Baena lo clava en un lienzo que reúne la sencillez antológica de su pincel y la profundidad de las hendiduras que deja la vida en cada puchero.
Baena tiene dos referentes: Velázquez y Antonio López. "Velázquez es el pintor de pintores, nunca te cansas de ver su obra y de contar nuevos detalles. López es un genio de la técnica, de la realidad". De Velázquez le queda por ver la vieja friendo huevos que se conserva en la National Gallery de Escocia, en Edimburgo. Y Antonio López, precisamente, ha alabado la obra de Baena. "Yo creo que si algo le seduce es la verdad de mi trabajo. No hay imposturas: es mi vida, la vida de la gente y la pinto como la veo". Ha retratado a toda su familia: su mujer, sus hijos, los abuelos y a la abuela de su mujer. Trabaja con fotografías que toma él mismo. "El retrato no es fácil y si te hacen un encargo, peor, porque te tiene que gustar a ti y al cliente".
No sabe si algún día le dará por pintar banquetes al estilo de Boticelli, de Las Bodas de Caná de El Bosco o El almuerzo de campesinos de Velázquez, pero si lo hace será un almuerzo contemporáneo, con paquetes de picos, platos al centro, móviles en la mesa y los interfectos pagando a escote. De momento, sigue con los bodegones y las naturalezas muertas.
Su reto: pintar una tortillita de camarones, esa filigrana casi transparente de harina de trigo y de garbanzo con cebolla, perejil y camarones que fueron saltarines. A ver cómo asienta en un lienzo su extrema ligereza y su carácter mítico en el plato icónico de la gastronomía gaditana.