Shunsaku Kudo fuma Camel, patrulla las calles en una Vespa P150X y, sobre todo, bebe Tío Pepe. Mucho Tío Pepe. Kudo es el sagaz detective de la popular serie japonesa Tantei Monogatari (Novela policial) que triunfó en las pantallas niponas a finales de los setenta. Por entonces, González Byass estaba introduciendo su vino en Japón, aunque el gusto de los aficionados de aquel país por los vinos jerez años se remonta siglos atrás. Posiblemente, habría que añadir que es una pasión por lo español que va más allá de la uva palomino. Les interesa el arte , la sagrada familia les chifla; los grandes monumentos andaluces, pero también esa parte identitaria de la España más cañí, con un pack en el que destaca la gastronomía, con el jamón pata negra y la tortilla, el vino de jerez y el flamenco.
Desde que en 1929 La Argentina, junto a Pastora Imperio y Miguel De Molina, estrenara en Tokio 'El amor brujo y Andalucía', prendió la semilla. Kazuo Ono, el célebre bailarín de buto, que es un conjunto de danzas japonesas que reflexionan sobre el desastre nuclear, la ansiedad y el miedo, estuvo en la platea. Años después montaría 'Admiring La argentina', homenajeando a la bailaora. Con el tiempo llegaron figuras del flamenco japonés como Yoko Komatsubara, Yasuko Nagamine o Shoji Kojima. Hoy, más de 80.00 alumnos aprenden a bailar, cantar o tocar la guitarra en una de las más de 600 academias que hay en Japón. Los flamencos vuelven una y otra vez a Japón, a por yenes, en feliz frase atribuida a La Paquera, pero sobre todo porque sostienen que el aficionado japonés reverencia el flamenco, se acerca con un respeto y una sensibilidad que empiezan a extrañar en España.
Pues algo parecido ocurre con los vinos de Jerez. "Más quisiéramos que aquí mucha gente tuviera la pasión, el conocimiento y la curiosidad que tienen los japoneses por el vino. Es algo innato, les gusta nuestra cultura, la raíz de estos vinos, su particularidades, y aprenden". Lo dice el historiador e investigador jerezano José Luis Jiménez, experto en el asunto. Tanto que extiende el conocimiento hasta el entorno familiar. Es pareja de Tomoko Kimura, Official Sherry educator y primera japonesa con la certificación Sherry master. Tomoko es el exponente de lo que cuenta Jiménez. Vive en Jerez, donde trabaja como experta en el ámbito de sus vinos para los profesionales y aficionados japoneses. Ha organizado más de 700 eventos vinculados al jerez en distintas ciudades de Japón. Su historia es sencilla: vino con una beca de formación y se quedó. Viaja varias veces al año a Japón, siempre en relación al vino de Jerez, y hoy es una apóstol de los singularísimos vinos del marco en tierras niponas. "En Tokio hay abiertos ya 45 Sherry bar, que son lugares de culto para los aficionados al jerez", explica, "hay una oportunidad en aquel mercado, donde se entiende y se respeta lo especiales que son estos vinos".
Los círculos del jerez se cierran. En Tokio hay 170 venenciadores acreditados por el consejo regulador del Jerez. Con el título colgado en la pared del salón como una maestría de Oxford certifican que la venencia es una extensión del brazo. Ahora que acaba de jubilarse Paco Gandón, uno de los venenciadores míticos jerezanos, quien ha recorrido medio mundo venenciando vinos de la tierra, quizás haya que acostumbrarse a ver en el futuro portes menos señeros y que las del experto de Gonzalez Byass. "En Japón se lo toman todo muy en serio. Se visten con chaquetilla corta, fajín rojo y botas para venenciar. Colocan la bota de vino sobre un esterón de esparto. No les falta un detalle. Es un ritual que les encanta aunque lo hacen con un punto de exhibicionismo, tratando de alcanzar la máxima altura", explica Jiménez. En eso se alejan del clasicismo y la quietud canónica del venenciador jerezano, más asimilables al toreo de arte que a Sergei Bubka saltando 6,15. Hace unos años, 72 japoneses batieron un récord al venenciar todos a la vez en la terraza del centro comercial Mitsukoshi de Nihonbashi. Se podrá discutir el afán competitivo o la estética en el trasiego del vino de la bota al catavino, pero como método para introducir una cultura en un país del lejano oriente no está pagado.
Jiménez tiene acreditado que desde el primer tercio del siglo XVII el 80% del vino que se vendía a Japón procedía de Jerez. Así como que fue el vino que llevó a las autoridades niponas el primer embajador español el país asiático, Sebastian Vizcaíno. Es igualmente conocido que le principe Maruhito dejó su firma en una bota de una bodega jerezana en 1992, o que ya en 1974 se dedicó a Japón el cartel de la Feria de la vendimia. Hasta comienzo de los ochenta los generosos jerezanos eran un exotismo en un país que prefiere los licores de arroz y frutas, más suaves. Cierta occidentalización de las costumbres, el prestigio del boom gastronómico español con nombres como Adriá o Ruscadella, las acciones de marca y producto de los agentes implicados y la fortaleza del yen permitieron abrir hueco en el mercado. Hoy los vinos generosos de Jerez ocupan el segundo lugar en exportación tras los oportos o los madeiras portugueses.
Pero hoy las relaciones entre los japoneses y el vino de Jerez empiezan a tejerse de forma distinta. A través del consumo y el conocimiento. Un papel singular desempeña en esa madeja el Sherry bar en la zona comercial de Ginza, en Tokio, propiedad de Michico Takahashi. Abrió sus puertas hace 35 años, justo después del flechazo que sintió su propietaria por estos vinos tras una visita a Jerez. Se llevó unas botellas, encandiló a sus amistades y poco después decidió que quería seguir bebiendo jereces en Japón. "Ella se mueve en unos círculos de amistades muy bien posicionados, embajadores, anticuarios, el mundo del arte etc. Pero de lo que pudo parecer un consumo exótico se ha ido pasando a cierta normalización en el consumo, se ha extendido, y ella tiene mucho mérito", afirma Tomoko. El Sherry bar de Ginza consiguió un guiness hace unos años por tener la mayor oferta mundial de vinos de jerez: 227 referencias. El que fue el primer bar de jereces de Japón en abrir es un templo plagado de botas, banderines, cartelería y mil objetos alusivos, un lugar donde se venera todo lo jerezano, y donde cada vino se sirve en un catavino serigrafiado con la bodega de origen, algo que no ocurre en ningún sitio del mundo. Tiene una barra de tapas pero sobre todo lo que tiene son muchos clientes japoneses que van a beber finos, manzanillas y generosos. No es un bar para guiris. Es un bar para aficionados nipones. En 2016, la señora Takahashi, su propietaria, editó un libro de referencia, Sherry, duende en la bota, que pasa por ser una completísima guía del jerez. Durante más de tres años estuvieron trabajando sobre el terreno Momoko Izumi, una venenciadora certificada, y Katsunori Masuko, con las fotos de Borja Luque, para hilvanar esta nueva historia de los jereces.
Los datos fríos pueden observarse como una oportunidad para crecer o desde la relativización de las cifras. Según el informe de 2018 del Instituto de Comercio Exterior, el vino de Jerez vendió 166.826 litros a Japón, un 25% más que en 2017. El fino aumentó su cuota en un 18% y la manzanilla en un 29%. Tradicionalmente, los generosos se asociaban en el país nipón a vinos para cocinar. Con trabajo y campañas sostenidas en el tiempo, los vinos jerezanos empiezan a considerarse ya como vinos de mesa. El principal grupo de consumidores de vino en Japón está por encima de 55 años aunque los jóvenes empiezan a acercarse al vino y están abiertos a nuevas tendencias.
Quizás la globalización esté contribuyendo a acelerarlo todo, incluidas estas relaciones tan especiales que, además, son bendecidas desde arriba: el emperador Naruhito incluyó un vino de Jerez en el menú de la ceremonia de su proclamación. Fue un Sandeman medium dry, que compartió mesa con borgoñas, burdeos y sakes. Cocineros japoneses vienen a hacer sus tempuras y maridarlas con jereces de crianza biológica a la Copa de Jerez que organiza el consejo regulador. Y así un largo etcétera, aunque la fascinación es de ida y vuelta. Occidente también mira a japón e importa costumbres y usos a ritmo acelerado. Hoy, Japón está a 15.000 kilómetros de España pero a solo dos copas de amontillado.