Pregúntale a un enólogo, a un viticultor o a un sumiller y seguramente te encontrarás con que cada uno te da una definición diferente de ese concepto intangible y arcano: la mineralidad, una palabra hija de esa semántica tan afectada que abunda en el mundo del vino y es maná para los adoradores de los rituales. Más fácil es hablar de los taninos, desde luego.
Se teoriza mucho sobre la dichosa mineralidad, se la cita en las catas como si se sacara una paloma blanca de un sombrero, y con bastante frecuencia, el ejemplar orador (y bebedor) se lleva la mano al pecho enunciándola. ¡Oh, la mineralidad! ¡Oh, infeliz el que no note el aroma de este vino a yodo sembrado de ligeros toques cenagosos y férricos!
Hoy te hablamos de este concepto tan de moda entre los buenos bebedores de vino y los paladares con más taninos.
Olor a piedra de mechero, a pólvora, a piedra y coral. Así se expresarán los poetas del vino para descorchar el olor, llevarlo al aire y darle un marchamo de calidad al caldo que se traigan entre labios, mientras que otros buenos conocedores del arte vinícola rechistarán, dirán que no existe tal cosa y que no es posible que ese carácter mineral del suelo y su composición pase a la savia de la planta que dará el vino. Este concepto de la mineralidad, que parece resistirse a morir, apareció en las notas de cata de los enólogos y expertos a partir de los 80, cuando Robert Parker se sacó de la manga un aroma nunca expresado hasta entonces para hablar del vino que estaba catando: “Olor a piedra húmeda”
El crisol de aromas y sabores, que salen de un concepto tan amplio y fantasmal, nos hace siempre viajar a otros campos semánticos: hierro, concha de ostra, sal marina, pedernal, cerilla en combustión. Nadie sabe definirlo muy bien, como hemos dicho, pero todo el mundo la nombra igual que un tópico en las catas. Y la respuesta a la pregunta es evidente: ¿Qué mineralidad puede esperarse, por ejemplo, de un buen vino blanco? Para unos, sal de mar con ese toque de amargor metálico que arranca del paladar notas a yodo; para otros, la inexistencia, un constructo, una notación poética de algo que en realidad no está ni estará nunca en el vino.
Para definir la mineralidad de un caldo, lo primero que hay que hacer es echar a andar y observar en la tierra que alberga la vid, que es la que le va a dar esa ‘nota’. Según algunos expertos, el ‘carácter mineral’ del vino se alía con la tierra en la que se cultiva, y a mayor concentración de ciertos minerales en el suelo, más marcada quedará la vid con su presencia. La mineralidad se refiere siempre a los elementos químicos de la tierra del viñedo, y lo más lógico, lo que hacen los entendidos para el que se emociona y se pone a hablar de ella sin tener mucha idea, es pararle los pies y explicarle las dos maneras que hay de referirse a ella: la mineralidad del aroma y la mineralidad del sabor del vino.
La mineralidad del gusto se refiere a las sensaciones en boca, que en el libro ‘Posmodern Winemaking’, Clark Smith define como una descarga eléctrica, similar a la que se produce en nuestra lengua al chupar dos polos de una pila. Ese sabor invisible, como podría ser el umami en la gastronomía.
Así lo explican en Enoarquía, un portal dedicado al mundo del vino: “En muchas descripciones que recurren a la mineralidad se alude a la acidez; otras personas lo califican como una “sensación vibrante de pureza”; algunas recurren al “cristal”, a la verticalidad e incluso a la salinidad que, dicho sea de paso, puede ser un potenciador y un pariente cercano de la esquiva mineralidad. La única descripción que nos parece satisfactoria es la facilitada por Clark Smith, sencillamente porque describe una característica muy específica que, además, no resulta fácil encontrar, que hemos descubierto pocas veces y que nos hace sonreír y disfrutar cada vez que la hallamos en un vino”.
La mineralidad del olfato, por su parte, excluye toda la gama de aromas florales, de madera, de envejecimiento, y la identificamos en los aromas que nos evocan la piedra: pedernal, sílex, hierro, tiza, talco o yeso, entre otros. Estas palabras, extrañamente, aparecen bastante a menudo en las descripciones de vinos, un terreno para la mejor literatura (de terror).
Otro experto, Alfred Peris, lo explica así en la revista 7 Caníbales: “Ya está científicamente probado que la relación entre la composición química de los vinos y su percepción “mineral” en la degustación, no tiene un vínculo directo asociado a los minerales que componen el suelo del viñedo, pero sí hay una correlación en su forma y estructura física. Así, por ejemplo, cuando un vino tiene un sabor a tiza, calcio o carbonato, posiblemente sea por el exceso de calcio, sodio y magnesio absorbido por la vid, el cual produce un nivel de pH del vino más elevado que reduce la sensación ácida y aumenta las notas salinas en la boca, que se ven potenciadas por una mayor formación de las sales cálcicas del ácido tartárico. En cambio, cuando un vino tiene un aroma y sabor que nos recuerda al sílex, pedernal o piedra de fusil, no es por la presencia de caliza en el suelo, sino a un exceso de fósforo y azufre en los vinos”.
Tengan razón o no, queda claro que la mineralidad es un concepto que no morirá fácilmente y seguiremos oyendo hablar de ella mucho tiempo.