Uno ha escuchado aquello de que la edad es sólo un número un millón de veces y quiere creérselo. De hecho, se lo cree. El problema llega cuando desde niño has tenido un sueño y cada año que cumples crees que hacerlo realidad va a ser más complicado por distintos motivos como las responsabilidades que te vas generando en la vida, la situación económica (que unas veces es mejor y otras no tanto) y, sobre todo, el paso del tiempo por tus músculos y articulaciones.
Pues bien, el sueño de ese niño y de algún que otro amigo más siempre fue calzarse los esquís para bajar las montañas más remotas y menos transitadas posibles. La mejor manera de conseguirlo, haciendo heliesquí, que, para quien no haya oído hablar nunca de ello, consiste en subir a un helicóptero en lugar de los habituales remontes que podemos encontrar en cualquier estación y poner rumbo a esas zonas donde sólo tú vas a disfrutar de esa nieve. Para tus padres: “Una locura, hijo”. Para tus hijos: “Quiero ir contigo, papá”.
Dicho y hecho. Sin niños, claro. Varias décadas después de haberlo planteado por primera vez, por fin decidimos que era el momento. Solventadas las responsabilidades familiares con la inestimable ayuda de nuestras parejas y apañados los quebraderos económicos (porque la experiencia es única, pero no es barata) sólo quedaba ponerse manos a la obra con un entrenamiento que nos ayudara a disfrutar al máximo el momento en lugar de sufrirlo.
Cuatro meses de gimnasio, de sentadillas, de peso muerto, de carrera, de bici, de ‘no te tomes esa cerveza que ya no queda nada para el viaje’… y objetivo cumplido. Un estado de forma más que aceptable en las fechas previstas. Ahora sólo quedaba disfrutar al máximo.
El destino elegido no podía ser otro que no fuera Whistler (Canadá), la cuna del heliesquí en el mundo y uno de los mejores resorts del planeta para practicar deportes de invierno. El día escogido, no sin cierta fortuna, nos ofrecía una previsión de sol y frío (-18 aproximadamente) pero sin viento ni precipitaciones en el horizonte, algo que sin duda se agradecía porque la sensación térmica podía haber bajado 20 grados más dado que las cimas a las que íbamos a acudir rondaban los 3000 metros.
La noche previa, no nos engañemos, costó dormir. La adrenalina, la expectación y los nervios se apoderaron del grupo (cuatro amigos de la infancia con la cuarentena más que estrenada) entre vídeo y vídeo de YouTube con las bajadas más increíbles y con más de un susto que a alguno le hacía replantearse lo que estaba por venir. Sólo unas cuantas horas después, y jet lag de por medio, a las 6.30 sonaron las alarmas para prepararlo todo y estar puntuales a las 8.00 para la charla de seguridad.
Ahí, a medida que te van enseñando cómo actuar en caso de avalancha, para que sirve el transpondedor (un aparato que emite una señal para que te puedan localizar si te sepulta la nieve) del que no te vas a separar ni un segundo en todo el día, cómo utilizar el palo extensible para buscar a alguien enterrado en la nieve o cuál es la mejor manera de usar la pala para rescatar a alguien sin que se quede sin oxígeno, las pulsaciones se van disparando sin remedio (mi reloj llegó a marcar 150 y yo no suelo llegar a esa cifra con facilidad)… hasta que por fin subes al helicóptero con el resto del ‘equipo’.
En total, además del piloto y los dos guías (Marius y Darrell) nueve personas. Nosotros cuatro y cinco alemanes con el mismo brillo en los ojos pero una gran diferencia. Entre esos cinco alemanes estaba Margaret, una mujer capaz de desmontar todo lo que habíamos imaginado durante años sobre el día que hiciéramos heliesquí. Porque Margaret llega tranquila, sonriente, ilusionada y empoderada. ¡Porque Margaret tiene 72 años! Sí, 72 y ni un solo complejo. (¿Cuántas sentadillas habrá hecho esta mujer en los últimos meses?)
Como es lógico, y a ustedes les habría pasado lo mismo, todos nosotros alucinamos con nuestra compañera de viaje. ¿Cómo una mujer de 72 años va a poder esquiar en esas montañas? Pues pudo, vaya si pudo. ¿Y si se cae? Pues se levanta y sigue, con cierta ayuda pero sin la más mínima queja. ¿Y si se hace daño? Pues igual que si nos lo hacemos cualquiera de nosotros, aprieta los dientes y sigue bajando hasta el punto de encuentro. Admirable.
“Tengo 72 años y me encuentro perfectamente, ¿por qué no voy a hacer esto si es lo que me gusta y me apetece?”, asegura Margaret cuando le preguntamos cómo es que se ha metido en esta aventura. “Es una gran esquiadora y siempre ha querido hacer esto así que ya iba siendo hora”, comentan tanto sus hijos como sus nietos, escuderos de lujo en la aventura.
El plan del día incluía cuatro bajadas por donde Marius y Darrell, nuestros guías, decidieran que era más seguro, más apropiado y más divertido dadas las condiciones de la nieve, el riesgo de avalanchas, el viento, la luz... Todas las cimas en las que aterrizamos rondaban los 3000 metros de altitud. Subir más está reservado a los expertos en nieve virgen, algo en lo que no descartamos convertirnos con el paso de los años.
Los nueve esquiadores completamos la primera bajada en algo más de media hora y más de uno con la boca abierta de ver cómo Margaret se desenvolvía a las mil maravillas con nieve por encima de los tobillos y rutas nada sencillas. Tanto es así que mientras esperábamos que el helicóptero nos viniera a recoger para buscar la siguiente cima ya veíamos a Margaret como una más, nuestra heroína, pero una más. El segundo descenso, tal vez el más complicado del día, mandó al suelo a la mitad del equipo (Margaret incluida), pero afortunadamente no hubo que lamentar daños de importancia. Un hombro dolorido por aquí, unas risas por ver que tu colega es incapaz de levantarse por allá… pero todos sanos y salvos en el segundo punto de encuentro.
Llegó entonces el tercer vuelo rumbo al tercer pico, donde Margaret nos anunció que terminaría su aventura. La última bajada no la iba a hacer con nosotros porque el cansancio le pasaba factura. Aun así, disfrutó los más de cinco kilómetros de ese descenso como una niña. Al llegar, aplauso cerrado para ella, que se subió al helicóptero para volver a la base mientras el resto del equipo, salvo un lesionado que decidió junto a los guías que era mejor parar ahí que arriesgarse a quedarse tirado en la última bajada y que le tuvieran que rescatar, completaba un día increíble con un último descenso para el recuerdo.
El sueño de aquellos cuatro chavales que ahora peinan canas (el que puede y el que no ni siquiera eso) se había hecho realidad como jamás imaginaron que sucedería: junto a una persona que bien podría ser su madre dándoles una lección de vitalidad y energía que nunca olvidarán. Ahora toca pensar en cumplir nuevos viejos retos, aunque con la lección de que la edad es sólo un número muy bien aprendida. Gracias, Margaret.