Comprar absurdamente, quizá cosas que no necesitas, o que no sabes si usarás, es una de las cimas más extrañas de la humanidad. El siglo XX fue rico en ridiculeces. Instituyó el capricho, la superficialidad, y nos enseñó a crearnos necesidades ficticias, y a creernos felices por satisfacerlas. Por eso no es raro, cuando ves un objeto nuevo, oír una voz que te dice «¡cómpralo!». Cada poco experimentamos el impulso de hacernos con algo que no tenemos. No sabemos a menudo qué comprar, pero lo compramos igual. Ya nos enteraremos de los detalles a posteriori. Hicimos del hecho mismo de consumir un placer casi lógico. No importa qué compres. Pueden ser unos calcetines, un libro, una piña, una raqueta, un teléfono, un abrigo cruzado con doble botonadura, en tonos dorados, un coche o unos zapatos. El placer es el mismo.
Cuando tienes un poco de dinero reunido es como si el dinero te tuviese a ti. Nadie como él sabe arrastrarte a una tienda. «Quiero esto» es una de las subtramas más repetidas a lo largo de casi cualquier vida. El confinamiento, sin embargo, rompió de golpe esta inercia. Fue uno de sus muchos impactos. De pronto, no tuvimos nada superficial ni divertido que adquirir, solo aquello realmente necesario, y siempre anodino. Y así pasó el tiempo. Pasó de un modo rarísimo. Escuchabas el tic y unos días después el tac. Cuando llegó el desconfinamiento, y las tiendas comenzaron a abrir, las viejas y absurdas pasiones despertaron y nos hablaron otra vez: «Habrá que celebrarlo, ¿no?» Muchos nos lanzamos en busca de algo especial. Hace unos días yo me vi tan acorralado por esa voz que no me quedó más salida que entrar en la sombrerería La Lucha. Nunca entré en sombrererías. Jamás usé sombrero. Y sin embargo allí estaba.
Durante mucho tiempo me pareció que la historia más triste del mundo la contaba Woody Allen en 'Días de radio', donde el protagonista admite que de niño quiso tener un perro, pero sus padres eran tan pobres que solo pudieron comprarle una hormiga. Quizá en mi subconsciente todavía pesaba esa tristeza. No quería verme atrapado en ella. Quién sabe si por eso me dejé medir la cabeza, y después de probar tres o cuatro sombreros, me llevé un Trilby de la casa Stetson.
Nada más salir de la tienda me pregunté: Pero ¿qué has hecho, calamidad? ¿Para qué quieres tú un sombrero? Camino de casa me convencí de que un Trilby era justo lo que necesitaba, pero, sobre todo, después de meses confinado, era lo que me merecía. Me acordé del día que mi padre, para hacer tiempo, entró en una ferretería. No quería comprar nada, así que cuando un empleado le preguntó qué deseaba, mi padre pensó en algo que no tuviesen. Prefería pedir un imposible a admitir que en realidad no quería nada, solo matar el tiempo. Miró bien a su alrededor y finalmente dijo «Quiero una caja fuerte», convencido de que no había. Lamentablemente para sus intereses, tenían tres modelos. Mi padre, que es de la vieja escuela, se vio obligado a comprar uno. Eligió el más barato, que le costó 50.000 mil pesetas. Ya pasaron veinticinco años de eso. La caja fuerte sigue en casa, guardada en su envoltorio original, como símbolo de que hubo un tiempo en que ir de compras era un acto sin vuelta atrás, muy serio, y no un pueril juego como ahora.