Historia del Rolex, así nació el fabricante del reloj más lujoso del mundo
El creador de Rolex, como otros visionarios, supo lo que la humanidad necesitaba mucho antes de que fuera inventado: los hombres querían medir el tiempo con más precisión
Cualquier devoto del lujo masculino te lo dirá: un hombre no es un hombre si su muñeca está desnuda y no puede mirar la hora cuando llega tarde. Vamos, que no eres nada sin tu reloj. Si además eres algo aficionado a engalanar tu muñeca con engranajes y tuerquitas vistosas que te separen de los simples mortales, con su nómina, su hipoteca y su coche viejo e hipercontaminante, lo más probable es que alguna vez hayas entornado los ojos con lujuria homicida por tener o desear una de las marcas más famosas del mundo: Rolex.
Como casi todos los objetos de lujo que gozan de su propia leyenda, estos relojes tienen su tortuosa historia.
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En el origen fue la precisión
Todo comienza en 1904, con dos hombres, Hans Wilsdorf y Alfred Davies, partiéndose la crisma para levantar su negocio de distribución en Londres, que traía los movimientos de Suiza y los instalaba en las cajas de relojería inglesas, para dejar paso a los relojeros, quienes ponían sus propios diales en los aparatos.
Fue Wilsdorf, de 24 años, el que se dio cuenta de un detalle fundamental que cambiaría el futuro de los relojes. Quizás él mismo soñaba con llevar la muñeca uno que aún no hubiera sido inventado. Por entonces no eran demasiado precisos, así que el creador de la marca de relojes más famosa del mundo tuvo la idea de apostar por dos conceptos que convertirían a su proyecto en ese vellocino de oro: un aparato de enorme precisión que no desdeñara el diseño puntero y que se pudiera llevar como un elemento diferenciador de estilo. O dicho de otro modo: los hombres quieren fiarse de la máquina que administra lo más importante que poseen: sus segundos. Como todo buen visionario, esto fue la clave: dar con una necesidad —el cronometraje de precisión— y levantar su criatura a partir de ahí. En 1908 registra la marca Rolex.
No pasó mucho tiempo hasta que esta idea fue llevada a la práctica: Wilsdorf desarrolló su conocido ‘movimiento’ (mecanismo de precisión) en un taller de Berna, en Suiza. Puso allí la Fundación Wilsdorf, que a día de hoy sigue siendo la propietaria de la marca.
El único problema era este: para que su invención fuera un referente, la marca tenía que ser reconocida por alguna institución que probara la eficacia del mecanismo, la fiabilidad de eso que solo unos meses antes era un deseo difuso (estilo y precisión asesina en un mismo cacharro), así que Wilsdorf batalló hasta conseguir el certificado Suizo de Precisión Cronométrica, otorgado por el Centro Oficial de Calificación de Relojes, en Bienne.
Las ventas dieron un primer volantazo y crecieron, y como si se tratara de una carrera donde el ganador tiene dos alas que lo impulsan a la estratosfera, enseguida obtuvo la llave para el siguiente paso. En 1914, su ‘hijo’, ese reloj obsesivamente perfecto, consiguió una distinción que hasta entonces se reservaba para los cronómetros marinos, los más fiables de toda la Tierra; un certificado ‘clase A’ que le otorgó el observatorio Kew.
Cambio de escenario
La búsqueda de una economía de escala y de una importación más barata de plata y oro hizo que la empresa se trasladara a Reino Unido en 1919, aunque esa rueda imparable de gastos siguió aumentando, y la marca correteó hasta Berna, Suiza, donde sigue instalada a día de hoy.
Wilsdorf no era un hombre que se quedara de brazos cruzados a menudo. Había resuelto el problema inicial de la precisión, y su Capilla Sixtina de las tuercas clavaba el tiempo sin equivocarse, pero seguía teniendo dos inquilinos molestos dentro de sus relojes: el polvo y la humedad. Su marca ya poseía una abultada cartera de clientes y por eso era fundamental escalar al peldaño siguiente lo antes posible.
En 1926, da un paso de gigante en el afianzamiento de la marca y crea con su equipo la primera caja de reloj herméticamente sellada, o dicho en el lenguaje de la calle: el primero de estos bichos resistente al agua. Lo llamó ‘Oyster’. Otro gol en plena escuadra a una floreciente industria, aunque todavía débil, por carecer de un marketing lo bastante agresivo. Los clientes estaban tan acostumbrados a proteger los relojes tapándolos cuando llovía que hicieron falta algunas medidas creativas para convencerlos. Hay anécdotas bien conocidas: demostraciones públicas en las calles de Londres donde un hombre sumergía un Rolex en un acuario para probar su resistencia al agua.
A partir de aquí, Rolex emprende una carrera contra el tiempo regada de invenciones que han sentado los precedentes del futuro. A la precisión hubo que sumarle el sellado, y a ese le siguió el Oyster Perpetual, en 1931: el primer reloj automático de cuerda. El dato curioso aquí es que Wilsdorf supo comprender las necesidades de los hombres de a pie de la época. Durante la segunda guerra mundial, la mayoría de las marcas estaban centradas en producir relojes para la industria militar, puesto que muchos soldados y pilotos necesitaban relojes resistentes y básicos para sus operaciones en tierra.
Wilsdorf se desmarcó de esta tendencia en el 45, con el Datejust, que mostraba la fecha en el panel justo a medianoche y fue una nueva revolución en un camino, el de su marca, plagado de hitos que continúan hasta nuestros días.