El gallo del corral que suscitó la envidia del matrimonio presidencial Coolidge en su visita a una granja, allá por los años veinte del siglo pasado, era el equivalente a ese latin lover con los atributos que tradicionalmente se han atribuido a la masculinidad: vigoroso, activo y conquistador. El presidente, que había superado la barrera de los 50, no parecía tener motivos para pavonearse. Sin embargo, su refinado sentido del humor se mantenía tan firme como siempre y no tardó en encontrar remedio para su desgana erótica: diversidad. Que le pusiesen también a él una gran variedad de damiselas y se vería entonces que hasta el gallo cacarearía.
Fue algo que posteriormente se ha comprobado en los laboratorios con machos de diferentes especies. Especialmente los mamíferos, aunque estén saciados de sexo, recuperan las ganas inmediatamente si se presenta una pareja nueva. Los toros solo se aparean con una vaca una vez por temporada. También los machos de las ratas demuestran que su periodo refractario o recuperación después del coito es mucho más rápida con nuevas candidatas con las que aparearse. Después de estas sorprendentes revelaciones, transformados en sendos estudios, nadie se atrevió a poner en duda que la rutina y la falta de variedad aboca al hombre a la infidelidad.
A corto plazo, puede que sea así y es un fenómeno que se aprecia más en los hombres, según los estudios de Susan M. Hughes, investigadora de la Universidad Albright College, en Pensilvania. En sus investigaciones ha encontrado evidencia suficiente de esta preferencia por la variedad siempre que se les brinda ocasión. Bajo el yugo de su cerebro primitivo, al hombre le resulta excitante tanto cambiar de pareja como elegir modelos de mujer físicamente diferentes. Sin embargo, no sería más que un impulso.
Los tiempos han cambiado y hoy nuevas realidades rebaten el efecto Coolidge, sobre todo en la madurez. Veamos algunas de ellas:
Biológica y evolutivamente, habría muchas razones para proceder como auténticas fieras. Sin embargo, la sociedad y la cultura han moldeado nuestros comportamientos y esa expresión genética. El cerebro humano dispone de áreas muy desarrolladas que regulan la toma de decisiones de un modo más juicioso que el simple impulso. La masculinidad se entiende hoy de manera bien diferente.
Cualquier encuesta impugna este viejo estereotipo. Las intenciones y las expectativas sexuales o amorosas no vienen marcadas según el sexo. Hombres y mujeres buscan relaciones casuales. Hombres y mujeres se enamoran. Hombres y mujeres pierden la cabeza por amor. Hombres y mujeres acaban exhaustos en la cama con una misma pareja. Hombres y mujeres se dejan vencer por la desgana. Y hombres y mujeres pueden ser infieles. Alrededor del 61% de la población lo es, sin que importe el sexo, la edad o condición, según una encuesta de la aplicación de búsqueda de pareja infiel Gleeden.
El neurofisiólogo Eduardo Calixto González lo achaca al desbarajuste hormonal que se produce durante un encuentro infiel. La experiencia es tan emocionante, caprichosa gratificante, que el cerebro busca nuevamente a otra persona para vivir un momento similar. Ellas son más discretas porque la sociedad aún las sigue castigando. El hombre se permite pavonearse y airear sus aventuras. Pero la infidelidad es una constante en la historia de la humanidad.
Volviendo al informe de Gleeden, más de la mitad de las mujeres alega atracción física o sexual para engañar a su pareja. El resto lo hace para volver a encontrar la magia de los primeros momentos o, simplemente, alimentar su ego. Tenemos el ejemplo de Virginia Woolf. Oficialmente era una mujer frígida y sin deseo hacia su marido. Fuera del matrimonio, vivió una relación de alta intensidad con la escritora Vita Sackville.
La abundancia de espermatozoides no hace que a ellos les apetezca a todas horas y deban cumplir siempre. No es más que un mito que les genera gran frustración ante la posibilidad de no poder dar lo que se espera de ellos, según una encuesta dirigida por Ana Alexandra Carvalheira, de la Universidad de Lisboa. Se comprende el entusiasmo de la primera dama Coolidge al presenciar la potencia del gallo, puesto que en su época nadie tenía la delicadeza de hablar de orgasmos femeninos. Unas décadas después, Shere Hite le habría enseñado cómo hacerse responsable de su propio disfrute.
El hombre por fin respira con alivio al librarse de tal carga y pide también relaciones más afectivas y menos sexuales. Le atormentan los estándares de resistencia y el sexo con pautas que proclama la cultura del viagra. Confiesa que él también ha tenido que fingir orgasmos.
Es verdad que la rutina en la pareja produce hastío sexual, pero existen otros muchos elementos que hablan de falta de deseo masculino, tanto en casa como en sus escarceos: agotamiento físico, el estrés diario, factores ambientales y niveles altos de ansiedad. Según el Instituto de Urología y Medicina Sexual, a partir de los 50 años, se produce un descenso progresivo de testosterona, hormona fundamental para mantener la actividad sexual, la erección y el vigor físico. En el 11% de los hombres mayores de 40 años, la caída es en picado, si bien puede ser tratado de forma muy efectiva. Si el gallo que dio pie a la famosa anécdota hubiese sobrepasado esta edad, el efecto Coolidge ni siquiera habría existido.