Hace poco me divorcié por segunda vez. Estoy seguro de que te resbala, pero aun así me cuesta contarlo. Porque, pese al abismo emocional que separa a quien esto escribe de quien lo lee, es probable que por un instante se esboce en tu mente la idea de que soy una calamidad, un desastre en el ámbito de las relaciones sentimentales; alguien que, directamente, no sirve para vivir en pareja.
Fracasar una vez, pase. Está a la orden del día. Pero protagonizar una ruptura de ese calibre dos veces parece que requiere, aparte de una tozuda reincidencia, una torpeza contrastada. Y lo peor de todo es que puede que tengas razón.
Si me resulta difícil admitirlo a desconocidos, imagínate a mi entorno más cercano. Especialmente cuando en su mayoría está formado por parejas aparentemente sólidas. Aunque sabes que lo encajarán con afecto y comprensión, temes pasar por un bicho raro. Te preocupa que lleguen a catalogarte como un inadaptado que no sabe amoldarse a una convención arraigada en el ser humano desde tiempo inmemorial.
Pero, como cantaban Mecano, "lo que piensen los demás está de más": cuando deshaces una familia por segunda vez es fácil que tú mismo te consideres defectuoso. Si a eso le añadimos los traumas propios de una separación —el trato enrarecido con alguien a quien amaste, el dejar de ver a tus hijos a diario, el descalabro económico, el comenzar desde cero una nueva etapa, incluso a nivel logístico—, comprenderás que un trago agradable no es.
Por aquello de que "mal de muchos, consuelo de tontos" he buscado en los datos del INE cuántos incorregibles hay como yo en este país. De los 95.245 divorcios registrados en 2018, cerca de 8.000 correspondían a parejas en las que al menos uno de los cónyuges ya se había divorciado antes. Si mi calculadora Casio no falla, rondan el 8,3%. Resuelvo que es una cifra considerable, lo que atenúa mi pesar. Cada vez somos más, puesto que en 2013 solo 6.738 divorcios (un 7% de los acaecidos ese año) contaban en sus filas con un cónyuge previamente divorciado.
Aun así, tal vez no seamos tan incompetentes: los segundos matrimonios lo tienen más difícil para perdurar, según la ciencia. Un estudio del National Center for Family and Marriage Research de la Universidad Pública Blowling Green (Ohio, EEUU) halló que mientras casi la mitad de primeros matrimonios acaban en divorcio, el porcentaje se eleva hasta el 60% cuando se trata del segundo, y al 65% cuando alguien se casa por tercera o cuarta vez.
¿No se supone que uno debería haber aprendido de los errores de la experiencia anterior y estar más capacitado para no repetirlos? La escritora estadounidense Maggie Scarf, autora del libro 'The remarriage blueprint' (2013), defiende que estas segundas oportunidades son más complejas.
En un artículo en la revista Time exponía que los nuevos matrimonios presentan "una serie de problemas de diseño imprevistos, como los vínculos de lealtad de los niños, el desglose de las tareas parentales y la unión de culturas familiares dispares. (…) En esencia, deberán dejar atrás muchas de sus viejas suposiciones sobre cómo se supone que una familia real, es decir, una familia tradicional de primer matrimonio".
La psicóloga clínica Mara Cuadrado, miembro del Colegio Oficial de Psicólogos de Madrid, es indulgente. "Si se vive cada ruptura como un fracaso personal —dice—, es lógico que al terminar dos relaciones la persona se culpe o que piense obsesivamente que no sirve para tener pareja. Sin embargo, dos divorcios no son más que dos ocasiones en las que no hemos podido resolver los conflictos de pareja o neutralizar variables externas a la pareja. No siempre hay culpas, no siempre se han hecho mal las cosas, no siempre se elige bien la pareja que sería más compatible con nosotros".
Inevitablemente, hasta las cuestiones prácticas se ven envueltas de un patético velo sentimental. Recuerdo la despedida de la que durante años había sido mi casa como un episodio tristísimo (incluso realicé un itinerario por las diversas estancias despidiéndome de cada rincón). El adiós a mi querida gata Kora, sabiendo que no iba a verla más, fue muy doloroso; genio y figura, me dedicó un último zarpazo. Esta desazón se produce también con un primer divorcio, pero el segundo te aporta la certeza absoluta de que el cisma con tu entorno íntimo es definitivo.
Para no desmoronarnos, Cuadrado recomienda realizar una lectura positiva de la situación. "Es sano hacer un análisis crítico de la trayectoria que ha tenido nuestra pareja, pero, lejos de hundirnos, debería enseñarnos qué hemos de cambiar en el futuro", sugiere. De este modo, podemos incluso salir reforzados de la experiencia.
Te ves obligado a construirte una nueva realidad, diseñar un nuevo comienzo, que ya no es el segundo sino el tercero; y esto pasa por crear un nuevo espacio. No es tarea sencilla: solo del divorcio se derivan gastos de abogado y procurador y la posible manutención de los hijos; añade la probable mitad de la hipoteca de una casa en la que ya no pondrás un pie.
Si alguno de estos desembolsos se solapa con los de un divorcio anterior, tu estilo de vida se verá profundamente trastocado. "Muchos hombres tienen que volver a casa de sus padres", dice Yolanda Gil Lozano, abogada especializada en Derecho de Familia y directora del despacho Gil Lozano, en Madrid. "Es lamentable. Imagina que ganas 800 euros y te meten una pensión de 250. ¿Qué alquiler vas a pagar?".
Evidentemente, no quieres volver a vivir con tus padres ni buscar cobijo debajo de un puente, pero evitar dichas opciones implica hacer equilibrismos con tu cuenta corriente (ni siquiera serían válidas: necesitas un hogar relativamente grande para acoger a tus hijos).
Dado que no podía permitirme un alquiler en la misma localidad donde mis hijas están escolarizadas, tuve que mudarme a otra más alejada aún del centro de Madrid. En primera instancia sopesé aceptar casi cualquier cosa y casi cualquier configuración: me conformaba con un estudio minúsculo donde poder ubicar una cama para las niñas y un sofá-cama para mí. Afortunadamente, la locura me duró unos pocos días.
Enseguida comprendí que el alojamiento escogido iba a ser mi nuevo hogar, mi refugio y mi reino; y que, por mi salud mental, necesitaba generar un escenario agradable, bonito, cómodo. Así, y haciendo un esfuerzo que obligaba a tirar de ahorros, elegí algo más grande y combiné muebles de saldo con algunos caprichos, como un sofá bueno y el tipo de alfombra que siempre me había gustado y sobre el que nunca había conseguido acuerdo conyugal en el pasado.
Constructoras e inmobiliarias nos han ignorado históricamente, pero en los últimos tiempos parecen algo más sensibles a nuestro colectivo. En Europa se está experimentando con nuevos formatos de casas válidas para el antes y el después: en Amsterdam, Studio OBA ha diseñado viviendas que pueden dividirse tras el divorcio, similares a las que ha empezado a construir Birk & Co. en Oslo, y que permiten combinar la práctica cercanía y la deseada independencia una vez que se ha producido el lamentable desenlace.
En España, hay inmobiliarias que ofrecen un servicio personalizado a divorciados. "Vivir solo penaliza en todos los ámbitos y la vivienda no es una excepción", me dicen los responsables de Testa. "En el caso de las personas que acaban de divorciarse o separarse, los gastos que antes se compartían deben afrontarse en solitario".
Han notado cómo la cifra de singles crece año tras año, y les ofrecen pisos a medida. "Nuestros pisos se encuentran, en general, en áreas metropolitanas de las principales ciudades españolas, la mayor parte en Madrid. Nuestras promociones se encuentran distribuidas en zonas muy heterogéneas y también con tamaños variados, de una o varias habitaciones; pueden beneficiarse de descuentos y condiciones especiales ofrecidas en la contratación de suministros básicos (luz y gas), seguros de hogar o en el alquiler de muebles (electrodomésticos y equipamiento)".
Vives todo el proceso como sumido en continua transición. Estás de camino a algo, que no sabes bien qué es; pero estás deseando llegar. Finalmente, y como todo en la vida, dicha transición termina, y —de nuevo hablo por mi experiencia— llega un día en que, quizá por primera vez, disfrutas del hecho de estar solo, de hacer lo que te da la real gana, y puede que también del sugestivo reinicio de tus actividades donjuanescas, lo que sin duda rejuvenece. Eso sí, yo me lo pensaría dos veces antes de volver a las andadas nupciales.
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