Que el auge del turismo de masas ha destrozado muchas de nuestras costas no es ningún secreto. Desde que a mediados de los años 50 el régimen franquista decidió cambiar sus políticas autárquicas para abrir su economía al exterior, el interés político por atraer a cada vez más extranjeros a nuestras playas ha permitido que durante décadas se cometiesen auténticas barbaridades urbanísticas que han acabado con muchos de nuestros paisajes naturales.
Según el informe A Toda Costa, un documento elaborado en 2018 por Greenpeace y el Observatorio de la Sostenibilidad que analiza el estado de nuestras playas según la pérdida de bienes y servicios ambientales de los diez primeros kilómetros de la franja litoral, esta urbanización salvaje ha degradado el 80% de los recursos naturales de nuestras costas. Dicho de otro modo, en las últimas tres décadas, a pesar de la aprobación de la Ley de Costas, se ha duplicado la superficie de costa urbanizada, pasando de 240.000 a 530.000 hectáreas, lo que supone que el 13,1% del litoral español está construido.
Está claro que el ladrillo domina nuestras playas. Sin embargo, a lo largo de nuestra geografía todavía podemos encontrar pueblos bañados por el mar que han conseguido escapar de este urbanismo salvaje y salvaguardar su belleza natural. Se trata de lugares alejados de la feroz masificación turística, pequeños rincones donde el tiempo parece haberse detenido y donde podemos disfrutar del rumor de las olas como antaño: con paz y tranquilidad.
Hórreos, casas marineras y cruceros de piedra: estas son las señas de identidad de Combarro, uno de los destinos marineros con más encanto de Galicia. Situado a orillas de la Ría de Pontevedra, este pequeño pueblo de las Rías Baixas destaca por un estilo urbanístico que mantiene elementos propios de la arquitectura gallega de los siglos XVIII y XIX.
Aquí podremos disfrutar de un Casco Histórico único, con casas plegadas que apuntan a la costa y unas vistas impresionantes de la ría, y de una gastronomía típicamente gallega en la que no falta el buen vino y marisco. Pero si viajas a Combarro, no puedes perderte la maravillosa hilera de hórreos que miran al mar, una preciosa estampa que pone de manifiesto la importancia que históricamente ha tenido tanto la pesca como la agricultura en la región.
Encajonado entre montañas de un verde intenso, oculto tanto desde el mar como desde la tierra, Cudillero se descubre como una hermosa postal capaz de enamorar a cualquiera. Su belleza es tal que cuando apareció en "Volver a empezar", la película con la que José Luis Garci ganó el Óscar a mejor película extranjera, muchos en Hollywood pensaron que estaban ante un decorado, pero no: es real y está aquí, en España.
Esta pequeña aldea del Principado de Asturias deslumbra gracias a su anfiteatro, un hermoso entramado de casas de mil colores que se desprenden de la ladera hasta el puerto y que hará las delicias de cualquier aficionado a la fotografía y los likes de instagram. Más allá, sus playas, de belleza superlativa, nos recuerdan toda la magia del Cantábrico, mientras que su interior esconde auténticas joyas arquitectónicas como la Quinta de Selgas, un conjunto palaciego conocido como el Versalles asturiano por sus majestuosos jardines.
Mención aparte merecen su faro y su atalaya, desde donde disfrutaremos de unas vistas espectaculares, y su gastronomía, donde el mar es el principal protagonista y donde podremos degustar manjares como el curadillo, un plato único de la localidad.
Para Salvador Dalí, Cadaqués era el pueblo más bonito del mundo. Aquí el pintor surrealista pasó buena parte de su vida, primero de niño, en la casa de veraneo de sus padres, y luego de adulto, en la cala de Portlligat, donde aún se puede visitar la casa que compartió con su amada Gala.
Fue Dalí quien, con obras como El Gran Masturbador, inmortalizó al pueblo y lo puso en el mapa, pero a pesar de su incontestable influencia, no fue el único intelectual que pasó por esta localidad de la Costa Brava. Al contrario, Cadaqués ha sido refugio de grandes intelectuales, como Federico García Lorca, Luis Buñel o Marcel Duchamp, y, visto lo visto, no es de extrañar.
Ubicado en el extremo más oriental de la Península Ibérica, en el corazón de la península de Cabo de Creus, Cadaqués se revela como un pueblo que combina la arquitectura tradicional mediterránea con una naturaleza puramente salvaje.
Su casco urbano forma un laberinto de calles adoquinadas y casas blancas que se empina a lo largo de toda la montaña hasta concluir en la iglesia de Santa María, un templo construido con el dinero de los pescadores desde el que podremos disfrutar de unas vistas espectaculares del pueblo. Mientras, en la costa, las playas y calas se suceden. Aquí encontraremos algunas rocas de formas animalescas que han servido de inspiración para algunas obras de Dalí y unas aguas puras en las que disfrutaremos de la belleza del bello verano. Y querremos volver.
Fuera de la Península también podemos encontrar lugares de incontestable belleza. Uno de ellos es Garachico, en Tenerife, un pueblo de peculiares formas que ha renacido de sus cenizas. Literalmente.
En mayo de 1706, la erupción del volcán de Trevejo, también conocido como Montaña Negra, sepultó a esta pequeña localidad tinerfeña bajo la lava. La tragedia fue mayúscula. Garachico, que hasta entonces había sido la sede del puerto más importante de Tenerife y uno de los lugares más prósperos de la isla, vio como de la noche a la mañana desaparecía toda su riqueza portuaria, con todas sus consecuencias: empobrecimiento, emigración, olvido.
Sin embargo, hoy en día puede presumir de ser uno de los núcleos históricos más importantes de toda Canarias y un espacio único en todo el país. Aquella lava que otrora los había condenado ha acabado dando lugar a unas maravillosas piscinas naturales que, ironías de la vida, se ha convertido en uno de sus principales atractivos turísticos. Frente a ellas, el mar, y, dentro de él, su principal símbolo: el Monumento Natural del Roque de Garachico, un islote de formación volcánica.
Más allá de la costa, en Garachico podremos disfrutar de un rico patrimonio artístico que recoge la tradición urbana y arquitectónica de los siglos XVI y XVII del Archipiélago Canario, un recuerdo de la época de su antiguo esplendor dorado por el que fue declarado Bien de Interés Cultural en 1994.
En el nordeste de Gipuzkoa, a los pies del monte Jaizkibel y a orillas de la bahía de Txingudi, se encuentra Hondarribia, un rincón costero repleto de tesoros históricos en el que, además, podremos disfrutar de la mejor gastronomía vasca.
Esta pequeña localidad guipuzcoana sorprende por su casco antiguo amurallado, donde encontramos un trazado medieval de edificios solariegos, calles empedradas y casas blasonadas. Aquí se alzan algunos de los puntos más emblemáticos del pueblo, como el Castillo del Emperador Carlos V, una fortificación que data de la época de los godos y que ahora funciona como parador turístico, o la puerta de Santa María, una de las dos entradas principales a la ciudad.
Su playa, de arenas doradas y aguas tranquilas, se extiende a lo largo de 700 metros. Está situada a escasa distancia del centro urbano, por lo que, tras una relajante mañana junto al mar, podremos acercarnos a algunos de los locales del pueblo y disfrutar de una explosión gastronómica con algunos de los pintxos más típicos de la región.