Nos pasamos los veranos de nuestras vidas huyendo. Todos huimos. No hacemos otra cosa. Incluso los reyes huyen. En verano se huye especialmente. Si no huyes en verano, cuándo. Cualquier forma que adopten unas vacaciones es, en esencia, un acto de desaparición. Si un año no puedes irte, y tienes que trabajar, puedes decir que ese verano tus vacaciones simbolizan tu gran huida frustrada: la huida de tu huida. Durante mucho tiempo, cuando llegaba el momento, hacías las maletas –largamente preparadas en tu cabeza– y te escapabas lejos, lejísimos, cuanto más mejor. Te parecía que esos días tenían más sentido si te encontrabas en algún paraje remoto, tan alejado de tu hogar que podías sentir que vivías otra vida.
No necesitas nada de lo que ves o tienes cerca habitualmente, y huyes. Es agradable perder cosas de vista. No huyes solo de una de ellas. En verano aprovechas para alejarte de jefes, oficinas, rutinas, ambientes, compañeros, muebles, tal vez de la persona que eres habitualmente. Nada resulta, de pronto, tan atractivo como lo lejano. Hace años, cuando alguien preguntó a Bob Dylan por qué vivía en una especie de gira inacabable que lo mantenía la mayoría de los días del año lejos de su sitio, el artista respondió: "¿Qué hay en casa?". Quizá en su caso la huida verdadera se produzca la vez que, por fin, corte con su movimiento perpetuo por un sinfín de países lejanos, y se asiente durante mucho tiempo en un solo lugar.
Pero el mundo cambió. Lo repensamos. Y entonces lo lejos cedió su enorme atractivo a lo cerca. Todos los planes largamente meditados desaparecieron. En muchos casos, nos vimos empujados a improvisar rápidamente unos nuevos, de consuelo. Después de vivir confinados dejamos de pensar en irnos, y avanzada la desescalada, calculamos que quizá había una pequeña oportunidad de huir hacia algún lugar próximo, seguro. La idea de partir y no saber qué sería de nosotros durante un tiempo –una semana, quince días, un mes– no desapareció sin más. Las ideas no se matan y ya. Pero. Pero. Pero dejan de empujar si aparece una idea más fuerte.
Pongamos que te olvidas de Dylan y piensas más en Emil Cioran, que también se pasó la vida huyendo de la posibilidad de habitar un hogar, y los últimos 30 años de su vida vivió en hoteles, unos cerca de otros. "No estás fijo en ninguna parte, no te apegas a nada, llevas una vida transeúnte. Sensación de estar siempre a punto de partir, percepción de una realidad sumamente provisional", escribió en sus diarios. Si Cioran te parece demasiado nihilista siempre puedes abrazar a Wakefield, el personaje de Nathaniel Hawthorne que una mañana se despidió de su esposa, pues se ausentaría algunos días por trabajo, y no regresó hasta veinte años después, durante los cuales vivió en la misma calle sin que su mujer lo supiese, y al cabo un día regresó como si nada.
Después de todo, tal vez la distancia esté en tu cabeza. Te convences de que la huida admite inauditas formas en verano. ¿Y si basta, por ejemplo, con ponerse las gafas de sol? Los cristales oscuros levantan una frontera gracias a la cual al otro lado las cosas se vuelven leves, insignificantes. No es que debiliten la luz, que también, sino que a veces rinden el mundo a tus pies. "Stop, manos arriba", parecen decir, cuando las llevas puestas, a la atroz realidad, que al fin y al cabo es de lo que todos huimos en vacaciones.