No siempre fuimos de vacaciones a la playa. ¿Cuándo empezó a gustarnos y qué tiene ver con la gripe?
Aunque nos cueste creerlo, hasta no hace mucho las playas eran un lugar remoto e inhóspito poblado solo por pescadores y aventureros
Hasta el siglo XIX, las clases pudientes, las únicas que se permitían veranear, se mudaban en verano a sus villas en el campo, auténtico signo de distinción
Empezamos a interesarnos por el mar al descubrir sus bondades terapéuticas, pero enseguida se convirtió en puro hedonismo. De ahí a la eclosión del turismo de sol y playa en un abrir y cerrar de ojos.
Cuesta imaginar que esas mismas playas de arena cálida y abarrotadas de gentes, fiestas, chiringuitos, hamacas y sombrillas hasta no hace mucho tiempo se tenían por lugares inhóspitos bajo el dominio de monstruos marinos y olas aterradoras en colisión. "Hoy la playa se considera el mejor lugar posible para restaurar el cuerpo y el alma. En otros siglos, era un páramo remoto y aterrador al margen de la civilización", escribe Lena Lencek en 'The beach: The history of paradise on earth'. ¿Cómo se produjo el cambio? ¿Cuándo lo convertimos en esa especie de paraíso en la tierra?
La peste y otras plagas acrecentaron el miedo al agua
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Aunque los patricios romanos aprendieron a gozar de su tiempo libre, tal privilegio estaba reservado a las clases más acomodadas del Imperio. Al llegar el calor, las cloacas y las letrinas desprendían tal hedor en las calles de Roma que estos ciudadanos se mudaban a sus residencias en la costa del sur, especialmente Pompeya, una ciudad que ofrecía un gran atractivo con sus lujosas villas, piscinas y termas. Con el fin del Imperio Romano, cayó también la costumbre, pero no la búsqueda humana de darse al placer de descansar.
Cualquier tentativa tenía como propósito la salud. Es el caso de los primeros balnearios europeos, en la Edad Media, clausurados enseguida a causa de los contagios de peste negra, la epidemia más devastadora de la historia. Para los europeos medievales, "el mar era demoníaco, un símbolo del purgatorio y algo a lo que temer", dice Lencek. Con el tiempo, la cosa empeoró. "A medida que las plagas diezmaban Europa a principios del siglo XIV, la exposición al agua se consideraba la forma más poderosa de abrir el cuerpo al aire infectado y, en consecuencia, un horror a la playa se desarrolló a partir de este miedo al agua".
Vacaciones campestres: "A la cama tarde, buena mesa y amoríos entre bailes"
El disfrute vacacional, en manos de las clases adineradas durante siglos, tenía como destino la campiña. En Italia, por ejemplo, durante el siglo XVIII las familias se desplazaban desde el inicio de la temporada estival a sus villas campestres. Aquellas vacaciones a orillas de los ríos permitían un signo de distinción, además de disfrutar de un tiempo de relax y de contacto con la naturaleza. Las gentes renovaban su vestidor y organizaban bailes, comidas, partidas de carta, conversaciones y paseos. Los criados empleaban en los preparativos unas cuantas semanas.
El dramaturgo Carlo Goldoni retrató con ironía aquella sociedad en sus obras de teatro: "El veraneo en el campo se ha convertido en una pasión, un desvarío, un desorden". Y continuaba: "A la cama muy tarde, una buena mesa, un juego de mil demonios, algunos amoríos entre los bailes, un poco de paseo, un poco de cotilleo: fue la mejor villeggiatura". También en Francia los nobles parisinos hacían lo propio en sus mansiones campestres de la Champagne.
El mar empezó a revelar discretamente sus encantos
Mientras, unos pocos británicos pudientes ya empezaban a descubrir el encanto del mar y de la playa. En 1816, Jorge III cambiaba el descanso rural por la costa, en la playa de Weymouth. Unos años más tarde fue la duquesa de Berry, nuera del rey Carlos X de Francia, quien llamó la atención con sus baños totalmente vestida en la playa de Dieppe, convirtiéndola en primer destino vacacional francés. Los artistas románticos, como Lord Byron o John Keats, pusieron de su parte haciendo del mar una poderosa fuente de inspiración y de la playa un lugar de experiencias para aprender el alma humana, a pesar de que seguía siendo un lugar poco amigable destinado básicamente a la pesca y la construcción de embarcaciones.
Cualquier dolencia encuentra su cura en los baños de olas
A mediados del siglo XIX, después de la epidemia de cólera que recorrió Europa, se empezaron a recetar baños de ola para combatir el asma, las infecciones, la melancolía, la depresión, el raquitismo, la lepra, la gota, la impotencia, los desarreglos menstruales y los trastornos circulatorios. Los médicos y curanderos empezaron a convencer a las clases altas de las bondades del agua del mar para los vaivenes del espíritu y otros males. Una vez descubiertas las capacidades desinfectantes, descongestionantes y regeneradoras de la mucosa de la brisa marina, se recetaba a quienes padecían gripes, tuberculosis y otras enfermedades.
En Chipiona se levantó uno de los primeros balnearios de costa para la recuperación de pacientes y la gente empezó a construir sus residencias en torno al mar. Cuando la reina Victoria Eugenia, esposa de Alfonso XIII, se sumergió en aguas cántabras, las inmersiones se convirtieron en una práctica habitual de la alta burguesía. El 16 de julio de 1847 la Gaceta de Madrid anunciaba la playa de El Sardinero (Cantabria) como zona apropiada para darse esos baños de ola tan saludables. También Biarritz y San Sebastián se convirtieron en destinos favoritos para las elites europeas. La playa tenía un significado terapéutico y rejuvenecedor, tanto a nivel físico como mental.
Cuántas olas podían recibir y en qué postura
Aquellos primeros baños se hacían bajo prescripción médica indicando la hora más adecuada, el tiempo de sumersión, cuántas olas podían recibir o en qué postura, según cada dolencia. En 1877 ya apareció la primera guía del bañista o reglas para sacar provecho a los baños de mar, una de las cuales aconsejaba no bañarse al menos dos o tres horas después de la última comida, pero tampoco tomar el baño en ayunas. Sus sugerencias se referían también al traje de baño: pantalón y blusa y tela de "tal contextura que, aun cuando esté mojada, no se aplique al cuerpo".
En España, su mejor promotora fue la granadina Eugenia de Montijo, emperatriz de Francia. En 1854 abrió las puertas de Villa Eugenie, en Biarritz, a grandes personalidades de todos los ámbitos e impulsó la moda de disfrutar del verano entre baños de mar en las aguas de Hendaya y Biarritz. No necesitó el pretexto médico. Consiguió que la playa se concibiera como puro hedonismo y los veraneantes empezaron a descubrir que, además de sanadora, era realmente divertida. Para la mujer aquellos primeros baños supusieron la liberación de sus corsés y revolucionaron la relación con sus cuerpos.
El tren atrajo al mar a las clases populares
El historiador Alain Corbin marca como hito clave en esa percepción de la costa como lugar deseable la invención del ferrocarril. Hasta ese momento, la gente "no tenía ni idea de la atracción de las playas, la emoción de un bañista bajo las olas o los placeres de permanecer en la costa". A mediados del XIX algunos países disponían ya de algún trazado ferroviario. Aunque las montañas seguían siendo el destino favorito, las clases populares ya podían desplazarse en tren sus días libres y volver a dormir a la ciudad después de haber pasado un día de sol y playa. El tren redujo el coste de los viajes y los resorts junto a la playa dejaron de ser exclusivos para aristócratas.
Aún faltaban unas cuantas décadas para la gran eclosión del turismo de sol y playa. A mediados de los años 50 del siglo pasado, en la costa alicantina no había más que un pequeño puñado de hoteles y Benidorm era solo un pueblecito de pescadores. Pero enseguida el furor playero se desbocó y dos décadas después años contaba ya con una treintena de hoteles para turistas, casi todos alemanes. Lo que pasó inmediatamente después lo describe Dani Rovira en uno de sus monólogos: "Llegábamos allí con todo: la bolsa, la pelota, el patito, la nevera, la radio pincho... Y la playa petá, que yo digo: tú tiras aquí un alfiler y se pinchan ocho antes de que caiga". Habría que anotar también el Seat 600, el gran aliado para desplazar a los baby boomers y el símbolo de un turismo que se hizo imparable.