Relacionamos la inteligencia emocional con cierto nivel de madurez y como resultado de un aprendizaje vital que sucede a lo largo de los años. Los niños y los bebés, en principio, no parece que puedan ser competentes en la gestión de sus emociones. Pero la realidad es que algunas personas, desde su nacimiento, vienen con un capital emocional, una serie de competencias que les ayuda a reconocer y regular sus estados, lo que es, en si mismo, el objetivo de la inteligencia emocional. Reem Raouda, entrenadora certificada de crianza consciente, es la pionera en el estudio de la gestión de las emociones entre los más pequeños. Tras investigar el comportamiento de más de 200 niños, la experta ha compartido en la cadena de televisión CNBC los cinco hábitos realizados por los niños inteligentes desde el punto de vista emocional y las maneras en que los padres pueden favorecer estos hábitos.
Es algo innato: los niños con alta inteligencia emocional son capaces de interpretar el lenguaje no verbal y las expresiones faciales de quienes les rodean. Por esta razón, saben si el ambiente es propicio para algo y son capaces de razonar con una profundidad difícil de ver en el resto de los niños.
Esta habilidad, sin embargo, puede fomentarse si los padres o los adultos relevantes tienen conversaciones reflexivas sobre el día día con los más pequeños. Preguntar cómo se han sentido ante algo, cómo creen que se sintieron los otros niños ante ciertas situaciones o, simplemente, preguntarles con interés sincero cómo ha ido la jornada, invitándole a profundizar, puede ser de gran ayuda.
Si la empatía es reconocer las emociones de los demás, la compasión va un paso más allá: es sentirse conectado y asumir una parte activa en el bienestar propio y en el de los demás. Para la experta, los niños con altas capacidades emocionales son capaces de ofrecer ayuda cuando ven que los demás la necesitan. Antes, habrán tenido que escuchar de manera activa qué demandas existen ante un problema, lo que significa que estos niños saben prestar atención a los demás.
Por su parte, los padres pueden fomentar este comportamiento mostrándose empáticos en la vida diaria; es decir, interesándose por los suyos y estando disponible para ellos. Y, por supuesto, practicando esa escucha activa.
Lograr reconocer las emociones es el desafío de la inteligencia emocional. Cuando conseguimos expresar los sentimientos de manera concreta, podemos intervenir en el desarrollo de un hecho o de un conflicto. Para los pequeños es algo complicado porque su capacidad del lenguaje aún está inmadura. Sin embargo, ir aprendiendo a catalogar sus emociones les hace comprenderse mejor a sí mismos y a los demás.
Los niños con alta inteligencia emocional son precoces en este sentido. No les cuesta darse cuenta de los sentimientos de los demás, y, en cierta medida, facilitan que se hable de ellos. En casa, esta habilidad puede trabajarse normalizando las conversaciones que traten de sentimientos o debatiendo de manera tranquila sobre ellos, ya sea en juegos, cuentos, películas u obras de teatro. De esta manera, crearemos un espacio de seguridad donde los niños puedan hablar de lo que es emocionalmente importante para ellos sin miedo a la crítica.
Los comportamientos rígidos son indicio de una gestión emocional pobre. Si hay algo seguro en la vida, es que esta llena de retos y circunstancias adversas. Las personas que saben gestionar sus emociones de manera inteligente pueden encarar estos momentos con serenidad. ¿Cómo? Adaptándose a las circunstancias, pensando en alternativas positvas, sin dejarse vencer por los problemas. Para ello, son capaces de pensar de manera creativa, intentando convertir la adversidad en una oportunidad.
Los niños con altas competencias emocionales también hace esto a su escala. Si no pueden ir a un cumpleaños, juegan en su casa a lo que más les gusta o piden una actividad alternativa, por ejemplo. Fomentar los comportamientos flexibles puede hacerse en casa mostrando actitudes positivas ante los cambios y enseñando a transformar en oportunidades los retos menos favorables.
El objetivo último de la inteligencia emocional es regular el impacto de las emociones. Todas, hasta la calificadas como negativas, como la ira, son funcionales; es decir, cumplen un objetivo en las relaciones humanas. La clave está en la proporción en la que expresamos esas emociones. Conseguir que sean eficaces y justas es algo al alcance de pocos, incluso entre los adultos.
Sin embargo, los niños con alta inteligencia emocional pueden hacerlo. Son capaces de mantener sus impulsos, ser menos reactivos y mantener la calma en situaciones difíciles. De nuevo, el ejemplo es la mejor herramienta para que los más pequeños logren esa autorregulación. Enseñarles a centrar la atención en la respiración, uno de los recursos habituales del Mindfulness, y enseñarles a comprender de manera amable que la vida es un camino de enseñanzas en el que todos somos aprendices puede facilitar la tarea.