Madres de acogida a los 50: "Al niño le da seguridad y hace mi vida más plena"
Familias y personas que viven solas, de cualquier edad, viven el Día de la Madre de una forma diferente gracias al acogimiento de menores.
“Las cosas en esta vida hay que hacerlas con corazón y yendo a por todas”, dice Lola Mayo (54), madre de acogida de un niño de 13 años.
“Hay gente que dice: ‘Yo no podría’. Se puede. No somos familias ricas, somos gente normal”, asegura Adriana de la Osa (53), directora de ASEAF.
Es un simple llavero; un pequeño artilugio fabricado de manera artesanal y concebido para portar llaves, del que cuelgan tres tiras de bolitas de plástico de color violeta y morado, que Lola Mayo (54) me muestra orgullosa: el Día de la Madre del año pasado, y envuelto en un sobre en el que había dibujado un corazón, se lo regaló A., el chico que de 13 años que vive con ella y al que cuida, alimenta, lleva al colegio y espera a la salida y recoge de las clases de judo; al que insta a hacer los deberes cada tarde y compra ropa de abrigo cuando hace frío y pantalones cortos cuando llega el calor. Con quien une un sólido lazo afectivo. El chaval al que, en definitiva, trata como a un hijo. Sin embargo, y a pesar de que el crío le haga regalos cada primer domingo de mayo, no lo es. Lola ejerce, desde hace dos años y medio, de madre de acogida de A.
Lola es guionista de cine; ha trabajado en películas de Javier Rebollo y, recientemente, en El amor de Andrea, de Manuel Martín Cuenca, nominada a Mejor Canción en la última edición de los Goya por el tema de igual título de Valeria Castro y Vetusta Morla. Para completar sus inestables ingresos, es profesora asociada de guion de cine y documental en la ECAM (Escuela de Cinematografía de la Comunidad de Madrid) y la Universidad Carlos III. “Mi vida es muy modesta y normal”, dice, sentada a una sencilla mesa de madera de haya en el reducido salón de su casa, la cual no mide más de 50 metros cuadrados y se halla en un barrio popular del sur de Madrid.
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No ha tenido hijos, a pesar de que fue su sueño desde siempre: hasta en trece ocasiones se sometió a tratamientos de fecundación in vitro al comprobar que no se quedaba embarazada por el método tradicional. Los primeros, con su pareja de entonces; cuando se separaron, ella sola. Los tratamientos no funcionaban. Como entonces no conocía la opción del acogimiento, llegó a plantear a su pareja la posibilidad de adoptar a un niño o una niña. “Me llevé un chasco muy grande. Me dijo: ‘Eso no lo contemplo”, recuerda.
En 2019, una amiga le habló de los programas de acogimiento. Acudieron juntas a una charla sobre esta modalidad organizada por la Comunidad de Madrid, pensando “que podría ser una alternativa, otra camino que seguir si los tratamientos no prosperaban”, dice. Ese año, a sus 49, decidió darse la última oportunidad, pero el decimotercer tratamiento tampoco dio resultado. Lo que oyó en aquella charla “me iluminó”, señala, y después del confinamiento de la pandemia por covid, echó los papeles para iniciar el proceso de acogimiento. “Sentí que era una especie de tarea colectiva”, explica.
Tipos de acogimiento
Existen varios tipos de acogimiento: de urgencia, que exige dedicación exclusiva (pensado para bebés) y con una duración máxima de seis meses; temporal, que prevé que el niño regrese con su familia biológica en menos de dos años; permanente, un acogimiento a largo plazo; y profesionalizado, pensado para niños con necesidades específicas y padres de acogida con cierta formación (psicólogos, trabajadores sociales). También existe el formato de “familia colaboradora”, que permite acompañar durante un curso o en vacaciones a un niño o adolescente que vive en un centro. “Es una fórmula muy interesante para que las familias lo prueben y para que los niños se atrevan a ser acogidos, pues no es fácil para muchos abandonar la residencia para irse a vivir con una familia que no conoce de nada”, describe Adriana de la Osa (53), directora de ASEAF (la Asociación Estatal de Acogimiento Familiar) y madre de acogida, desde hace ocho meses, de un niño de 16 años (también madre biológica de un chico de 19).
Para cualquier modalidad, la persona o familia interesada debe pasar un proceso de idoneidad que dura entre tres y nueve meses. Según el tipo de acogimiento y la comunidad autónoma, la familia de acogida recibe una ayuda para sufragar parte de los gastos. El 60% del acogimiento se otorga a abuelos o parientes cercanos del menor, como un hermano mayor. “El 40% restante son en su mayoría familias de una cierta edad y una cierta estabilidad, económica y emocional. Hay mucha diversidad: familias monoparentales, matrimonios con o sin hijos, parejas homosexuales… Pero sobre todo hay un perfil medio en cuanto a forma de entender la vida: son personas abiertas de mente y con responsabilidad social, flexibles y que comprenden que acoger es bueno para todos, también para su propia familia”, añade De la Osa. “Hay gente que dice: ‘Yo no podría’. Se puede. No somos familias ricas, somos gente normal y corriente”.
Lola solicitó un acogimiento permanente, pero no la consideraron idónea porque, según cuenta, en aquel momento tenía una pareja con la que no convivía (“no lo entendí, y sigo sin entenderlo”, lamenta). Le hablaron de otra opción: el programa “Un curso en familia”, impulsado por ASEAF y las asociaciones de familias de acogida de la Comunidad de Madrid (ADAMCAM), por el que el menor está bajo la tutela de la persona o familia de acogida durante un curso escolar. Al principio, no le convenció (“todos queremos cosas permanentes”, justifica), pero tras hablar con las responsables de ASEAF se animó a seguir esa vía. Recibió en su casa a una psicóloga para el examen de idoneidad. “Uno piensa que va a mirar debajo de la cama, pero solo quería saber si disponía de espacio y de tiempo para dedicarle al niño”, dice. Reconocida su aptitud para la tarea, entró en su vida A., que tenía 11 años.
"Si me voy a vivir contigo, ¿podré sacar a pasear al perro?"
A. nació en el seno de una familia de origen marroquí afincada en España. Tiene dos hermanos, un chico y una chica, ambos mayores que él. Por lo que Lola relata, el padre no trataba ni a los niños ni a su pareja con el debido respeto, hasta que un día el hombre desapareció y dejó al clan en la calle. Esa es la razón por la que tanto A. como sus hermanos acabaron en una residencia de acogida: porque su madre no tenía un lugar donde vivir ni podía hacerse cargo de ellos. La mayor de los hermanos ya ha cumplido 18 y ahora reside con su madre.
Lola no olvidará el momento en que conoció a A. El encuentro se produjo en la residencia donde vivían el niño y sus hermanos: estos pidieron conocer a Lola antes de “entregarle” al benjamín. La futura madre de acogida, que se presentó con su perrita, enseguida congenió con los chicos, que la esperaban junto con una educadora y el director de la residencia. “Querían saber cómo era, a qué me dedicaba. Me parecieron muy cariñosos. Se supone que a A. no iba a conocerlo en esa visita, pero se coló por allí. Descubrí a un niño sonriente, un solete. Lo primero que me preguntó fue: ‘Si me voy a vivir contigo, ¿podré sacar a pasear al perro?”. Lola le respondió que sí, y los cuatro se fueron a merendar.
Desde entonces, Lola se ha entregado en cuerpo y alma a su labor de madre de acogida. ”Las cosas en esta vida hay que hacerlas con corazón y yendo a por todas”, dice. Ha renovado año tras año su acogimiento e incluso ampliado gracias a otro programa, “Vacaciones en familia”, que permite que el niño pase un mes del verano con su madre biológica y el otro con la de acogida. A. ve con frecuencia a sus hermanos y su madre. Aunque no es lo habitual, Lola ha llegado a conocer a esta señora, con la que ha coincidido en cinco o seis ocasiones, con la que dice mantener “un trato cordial” y a la que, de hecho, visita en el local de kebab que regenta en Vallecas. “A. se sienta en la barra con su madre, como para que su ella sienta que él sigue perteneciendo a esa familia. Entiendo que para el chico, su núcleo vital es ese. Para él es muy positivo ver a su madre y a sus hermanos”.
A pesar de su edad actual, A. todavía cursa 6º de Primaria, pues “tuvo una escolarización interrumpida cuando la familia se fue un tiempo a Marruecos”, dice Lola. Al principio necesitaba mucho apoyo escolar, aunque “es un niño muy querido en su entorno”. Cada mañana, Lola lo despierta, desayunan juntos, lo lleva al cole —a dos estaciones de metro—; por la tarde, lo recoge, meriendan en casa, A. hace sus deberes, sacan a pasear al perro, preparan juntos la cena (“le gusta mucho meterse en la cocina”) y a menudo terminan la jornada poniendo una película, “aunque no nos dé tiempo a verla entera”. Si saca malas notas (algo poco frecuente), Lola no lo regaña: “Reconozco que no aplico una disciplina férrea. Pero al mismo tiempo, para él el colegio es un sitio bueno, y quiere mucho a su profesora”.
A la hora de actualizar su vestuario, en plenos años de estirón, Lola se ha visto favorecida por la ayuda de papás y mamás del colegio. “En cuanto se enteraron de que A. estaba en acogida, se ofrecieron a darme un montón de ropa de sus hijos. Es importante crear una red de gente que sepa que vas a necesitar cosas”, dice Lola, quien asegura que tanto ella como el niño son partidarios del reciclaje. Cuando hay que comprar un abrigo, pasa la factura y le reembolsan el importe. En el programa “Un curso en familia” no se otorgan ayudas directas.
“No me llama mamá. Me llama Lola. Él le dice a la gente: ‘Es muy cuidadora’. Le dijo: ‘Tampoco es la palabra”, explica Lola, quien se embarcó en este proyecto sin el apoyo de sus padres. “No lo han acabado de entender, aunque cuando están con el niño lo tratan con mucho cariño. Quizá piensan que voy a sufrir cuando nos separemos”. En efecto, llegará el día (cuando A. cumpla 18 años, si no antes) que su realidad cotidana, tal y como la tienen organizada actualmente, terminará. “Cuando lo pienso me pongo triste —dice Lola—, pero por lo que dicen la madre y sus hermanos, podremos seguir haciendo cosas juntos los fines de semana. A mí me encantaría poder seguir viéndolo”.
Al chico, el tener una madre de acogida “le ha aportado seguridad y el saber que recibe un amor incondicional. También lo tiene por parte de su madre, pero interrumpido en el tiempo. Al principio él me preguntaba: ‘¿Vas a venir a buscarme? ¿Y si no vienes?’. Cada vez lo pregunta menos. Esa seguridad la tiene”. También a Lola le ha cambiado la vida para bien. “Me ha dado un centro vital. Me ha permitido hacer un pacto con la generación siguiente, hacer algo real por ella. Si no haces ese pacto, no eres leal contigo mismo, porque en el pasado alguien hizo un pacto contigo. Esto hace mi vida más llena. No sé si me faltaba algo, porque tengo una relación muy cercana con mis sobrinos, pero añade otra esfera que antes no estaba y que no implica perder otras cosas”.